La reproducción es una forma de producción —el «producto» son nuevos seres humanos—. Bajo condiciones óptimas las hembras humanas podrían tener entre 20 y 25 alumbramientos durante sus años fértiles (período que dura desde la edad de 15 a los 45 aproximadamente). En todas las sociedades humanas, por término medio, las mujeres tienen muchos menos hijos de lo que señalan esas cifras. El récord, 8,97 hijos por mujer, lo tienen los hutteritas, una secta comunitaria que vive en el oeste de Canadá (Lang y Gohlen, 1985). Si todos los niños nacidos vivieran tiempo suficiente para reproducirse, cualquier número de nacimientos por encima de dos por mujer, potencialmente, haría que la población aumentase (siempre que se mantengan las tasas de mortalidad constantes). Incluso tasas bajas de aumento de población pueden originar enormes poblaciones en el curso de unas pocas generaciones. Por ejemplo, los !kung tienen una tasa de crecimiento de población del 0,5 por ciento al año. Si el mundo hubiera comenzado hace 10.000 años con una población de dos, y esa población hubiera crecido a un ritmo del 0,5 por ciento al año, la población actual sería de 604.436.000.000.000.000.000.000. Tal crecimiento no ha tenido lugar debido a varias combinaciones de factores naturales y culturales, manteniéndose la reproducción dentro de los límites impuestos por los sistemas de reproducción. Existe una gran controversia sobre el tipo de relación existente entre producción y reproducción. Los seguidores de Thomas Malthus, el fundador de la ciencia de la demografía (la ciencia que estudia los fenómenos de la población), hace mucho tiempo que mantienen el punto de vista de que el nivel de población está determinado por la cantidad de alimentos producidos. Según los malthusianos, la población aumentaría siempre hasta el límite de la producción; de hecho, debía aumentar más rápido que cualquier aumento concebible de la productividad, y por tanto condenar a una gran parte de la humanidad a una eterna pobreza, hambre y miseria. Sin embargo, de la evidencia que muestra el hecho de que muchas sociedades preindustriales mantienen su nivel de producción por debajo de su capacidad de sustentación (véase Cap. 4. Producción), queda claro que Malthus se equivocó al menos en un aspecto muy importante. Y lo que es más, es posible volver la teoría de Malthus al revés, y ver que la cantidad de alimento producido sería el determinante del nivel de crecimiento de la población. En este sentido, que por otro lado ha sido enérgicamente defendido por Ester Boserup (véase Cap. 4. Expansión, intensificación y cambio tecnológico), la producción de alimentos tiende a incrementarse hasta el nivel requerido por el crecimiento de la población. A medida que la población aumenta, la producción se intensifica y aparecen nuevas formas de producción para satisfacer la creciente demanda de alimentos.
A la vista de las investigaciones antropológicas modernas, la posición que parece más correcta es la de que la producción y reproducción son igualmente importantes en delimitar el curso de la evolución sociocultural y que en una forma equiparable cada una es la causa de la otra. La reproducción origina una presión demográfica (costos fisiológicos y psicológicos tales como la malnutrición y la enfermedad) que conduce a la intensificación y disminución del rendimiento y al agotamiento irreversible del medio ambiente. Y lo que es más, tales presiones pueden sentirse incluso cuando la población no está aumentando, si los estándares de vida son bajos y los medios usados para mantener la población en un bajo nivel son por sí mismos costosos (como, por ejemplo, el infanticidio y el aborto —véase más adelante—). Así, mientras la producción limita el crecimiento de la población, la presión demográfica proporciona la motivación para salvar tales límites.
La presión demográfica introduce un elemento de inestabilidad en todas las culturas humanas. Esta inestabilidad a menudo interacciona con fuentes naturales de inestabilidad (llamadas «perturbaciones»), tales como cambios en las corrientes oceánicas, avances y retrocesos de glaciares continentales, todo lo cual produce cambios en gran escala en las formas de producción.
Es esta combinación de presiones naturales y culturales, por ejemplo, la que podría ser responsable de la transición de los modos de producción del Paleolítico al Neolítico. Durante los últimos años del Paleolítico, los cazadores-recolectores cazaban grandes animales como caballos, renos, mamuts, bisontes y ganado salvaje. Hace aproximadamente 12.000 años, importantes cambios climáticos marcaron el final de la última glaciación continental. Como resultado, los bosques empezaron a reemplazar a las praderas en las cuales estos animales pastaban. A medida que disminuían los rebaños de grandes animales, los cazadores respondían a la presión demográfica intensificando sus esfuerzos en la caza. Debido a la combinación de cambios de clima y cazar en exceso, muchas especies de animales de caza mayor se extinguieron en el Nuevo y el Viejo Continentes (Martin, 1984). Entonces estos agotamientos y extinciones pusieron en marcha la adopción de nuevas formas de producción que implicaban el cultivo de plantas y la cría de animales (Mark Cohén, 1975,1977). Como veremos (Cap. 9. Ley, orden y guerra en las sociedades igualitarias), la presión demográfica también desempeñó un importante papel en el desarrollo de la guerra, la evolución del Estado (Cap. 10. La economía política del Estado) y en la aparición de la sociedad industrial.