Determinismo racial

A pesar de la abrumadora evidencia contra la noción de que las diferencias y similitudes socioculturales pueden explicarse mediante diferencias y similitudes genéticas (véase Cap. 2) continúan ofreciéndose teorías de determinismo racial. Aunque pocos antropólogos ofrecen estas teorías, muchos psicólogos y biólogos continúan haciéndolo, y por tanto no existe ninguna investigación de las teorías contemporáneas de la cultura que omita este punto de vista.

Durante el siglo XX, la disputa entre los deterministas raciales y los deterministas culturales se enfocó cada vez más en la medida de la inteligencia. La inteligencia se contemplaba al principio como una esencia completamente fija o como un rasgo que no podía ser afectado por la experiencia y cultura de la vida. Karl Pearson, una de las figuras más influyentes en la aplicación de medidas estadísticas a la variación biológica, escribió en 1924:

La mente del hombre es, en su mayor parte, un producto congénito, y los factores que la determinan son raciales y familiares; no estamos tratando de una característica mutable que pueda ser moldeada por el médico, el profesor, el padre o el entorno familiar (Pearson, citado en Hirsch, 1970:92).

Diversos tests fueron diseñados para medir este ingrediente fijo. La mayoría de ellos, incluyendo el ampliamente utilizado test de inteligencia de Stanford-Binet, presentan, en diversas combinaciones, tareas que implican significados de palabras, relaciones verbales, razonamiento aritmético, clasificación de formas, relaciones espaciales y otros materiales simbólicos abstractos (Thorndike, 1968:424). Puesto que estas tareas son similares a los tipos de tareas mediante las cuales se valora el rendimiento académico general, los tests de inteligencia son buenos predictores del éxito académico. La era de los tests de inteligencia a gran escala comenzó cuando los Estados Unidos entraron en la Primera Guerra Mundial. Para determinar sus asignaciones militares a miles de reclutas se les efectuaron tests llamados alfa y beta. Después de la guerra, los psicólogos dispusieron los resultados según la raza, y encontraron las correlaciones esperadas entre negros y puntuaciones inferiores, concluyendo que la inferioridad intelectual innata de los negros había sido probada científicamente (Yerkes, 1921).

Estos resultados fueron manejados para justificar el mantenimiento del estatus social inferior para los negros dentro y fuera del ejército. Sin embargo, subsiguientes análisis mostraron que las puntuaciones eran inútiles como medida de los factores genéticos que controlan la inteligencia (Bagley, 1924). Eran inútiles porque los tests no habían distinguido entre los supuestos efectos hereditarios y los efectos igualmente plausibles de factores culturales y de otros factores no genéticos. La fuerza de estos factores no genéticos se hizo patente cuando las puntuaciones de los negros de cinco estados del norte se compararon con las puntuaciones de los negros de cuatro estados del sur, y las puntuaciones de los negros con estudios de Nueva York resultaron ser más altas que las de los blancos con estudios de Alabama. La explicación más plausible de estos resultados es que los del norte habían estado expuestos a condiciones ambientales culturales y de otro tipo, favorables para lograr elevar las puntuaciones en un test. Entre estas condiciones estaría la calidad y cantidad de escolarización, la experiencia en situaciones de tests, la dieta y las condiciones de vida en su hogar y en el barrio.

Algunos de los deterministas raciales propusieron que las diferencias entre los negros del norte y los del sur podían explicarse genéticamente. Propusieron que eran los negros más inteligentes los que emigraron al norte. Para contrarrestar esta sugerencia, Otto Klineberg (1935,1944), un psicólogo social con formación antropológica, estudió la relación entre el tiempo que los emigrantes negros del sur habían vivido en el norte y su cociente de inteligencia. Klineberg descubrió que las puntuaciones de las muchachas negras de 12 años nacidas en el sur mejoraban proporcionalmente según el número de años que habían pasado desde que dejaron el sur.

El cambio en su residencia provocó que aumentara el cociente de inteligencia de las muchachas negras del sur hasta el nivel de los negros del norte, en 7 a 9 años. Por primera vez se admitía libremente que todo lo relativo a esas puntuaciones de cociente de inteligencia podía estar influenciado por la experiencia de la vida. Evidentemente, el vacío entre las puntuaciones de cociente de inteligencia de los negros y los blancos podía disminuir, pero ¿coincidiría alguna vez? Los cocientes de inteligencia de los emigrantes del sur simplemente ascendieron hasta el límite de la puntuación media de los negros del norte, pero la puntuación permaneció 10 puntos por debajo de la media del cociente de inteligencia blanco del norte. Esta diferencia entre el negro del norte y el blanco del norte en cuanto a su cociente de inteligencia persiste hasta el momento actual. Si se comparan los cocientes de inteligencia de negros y blancos a escala nacional, la diferencia es aún mayor, ascendiendo aproximadamente a 15 puntos (McGurk, 1975; Shuey, 1966).

Los deterministas raciales en el campo de la psicología y la genética, todavía numerosos e influyentes, no proponen ya que todos esos 15 puntos de diferencia entre blancos y negros se deban a factores innatos y hereditarios. Actualmente se reconoce generalmente que las influencias ambientales son capaces de elevar o reducir la media de un grupo. Pero ¿en cuánto?

A finales de los años 1960, los psicólogos Arthur C. Jensen (1969), R. J. Herrnstein (1973) y H. J. Eysenck (1973) afirmaban que había pruebas de que sólo 3 puntos de las diferencias en el cociente de inteligencia podían atribuirse al medio ambiente. Esto se mantenía no sólo para las diferencias en cociente de inteligencia entre negros y blancos, sino para las diferencias en el cociente de inteligencia entre niños de clase superior e inferior de la misma raza. La inteligencia, aducían, tendría como atribuible a un factor «hereditario» un 80 por ciento, esto es, el 80 por ciento de la varianza (dispersión estadística alrededor de la media) se debía a factores hereditarios y el 20 por ciento a factores ambientales.

Esta afirmación no ha sido demostrada todavía. ¿Cómo se ha logrado la tasa de hereditabilidad del 80 por ciento? Para medir el factor hereditario, debemos ser capaces de observar el desarrollo de muestras de individuos que tienen genotipos similares (véase Cap. 2. Genes, evolución y cultura) pero que son criados en ambientes distintos. Esto se hace fácilmente en el caso de plantas y animales de laboratorio, pero es difícil e inmoral hacerlo en el caso de los seres humanos. Lo más cerca que podemos llegar respecto a condiciones controladas adecuadas para calcular la herencia en los humanos es ver lo que sucede cuando los gemelos univitelinos (gemelos que nacen del mismo óvulo y el mismo espermatozoide) se dan a padres adoptivos y se crían aparte en diferentes familias. Puesto que los gemelos univitelinos tienen la misma herencia, cualquier diferencia en las puntuaciones del cociente de inteligencia debe ser debida teóricamente a factores ambientales. Es difícil encontrar y someter a test una gran muestra de gemelos monocigóticos que, por una razón o por otra, hayan sido criados aparte, en distintas familias, de manera que también se ha estudiado el cociente de inteligencia de gemelos bivitelinos (el mismo óvulo, distinto espermatozoide) y hermanos criados aparte. Se ha reconocido de manera general que el cociente de inteligencia de los univitelinos es más similar al de los bivitelinos criados aparte, que a su vez tienen un cociente de inteligencia que es más similar al de los hermanos criados aparte, cuyas puntuaciones a su vez muestran más similitud que las de los individuos que no son familiares. Así, el valor de la herencia del 80 por ciento se basa en las puntuaciones de cociente de inteligencia progresivamente similares de individuos que son progresivamente familiares cercanos.

La utilización de este método implica la suposición de que la diferencia en el entorno doméstico de los gemelos y hermanos es tan grande como la diferencia en el entorno doméstico de niños que no son familia entre sí. Esta suposición ha sido cuestionada, sin embargo. Los organismos de adopción efectúan un considerable esfuerzo para colocar a hermanos en casas que tengan unas características étnicas y socioeconómicas parecidas a la de los padres y también intentan colocar a los hermanos en situaciones similares. La motivación y factibilidad de esta adecuación es probablemente mayor en el caso de los gemelos idénticos y menor con hermanos de diferente grupo de edad. Además, la diferencia entre gemelos univitelinos y gemelos bivitelinos se explica fácilmente por el hecho de que los univitelinos tienen siempre el mismo sexo, mientras que la mitad de las veces los bivitelinos tienen sexo distinto. De ahí que las estimaciones existentes en cuanto a la herencia de la inteligencia merezcan un gran escepticismo (Kamin, 1974; cf. Osborne, 1978; Lochlin y Nichols, 1976).

Muchas de las conclusiones de Jensen, Eysenck, Herrnstein y otros partidarios del factor hereditario en el cociente de inteligencia han sido puestas en duda recientemente por su dependencia del trabajo de sir Cyril Burt. Este psicólogo inglés fue considerado como la principal autoridad mundial en la distribución de cocientes de inteligencia dentro de familias y clases. Sus estudios, que muestran el gran parecido del cociente de inteligencia de los gemelos y de los cocientes de inteligencia de padres e hijos en diferentes clases, estaban basados en muestras mayores que las de nadie, y se mantenían como una evidencia irrefutable en favor de la posición hereditaria. Ahora está claro que Burt no sólo mintió en sus números —cambiando los resultados para que se acomodaran a sus convicciones hereditarias—, sino que inventó los datos y firmó con los nombres de colaboradores ficticios en sus publicaciones más relevantes (Dorfman, 1978, 1979; Hechinger, 1979; Hirsch, 1981; Kamin, 1974; McAskie y Clarke, 1976).

Incluso si pudiéramos tener confianza en la alegación de que la capacidad hereditaria de la inteligencia es del 80 por ciento, este hallazgo tendría poca importancia para la política educativa. Como mucho, la hereditabilidad es un predictor válido de inteligencia sólo bajo un conjunto dado de condiciones ambientales. La hereditabilidad no dice nada sobre qué puntuaciones de cocientes de inteligencia u otros rasgos hereditarios habría bajo un conjunto de condiciones ambientales diferentes. Y la hereditabilidad no define los límites del cambio. Incluso si la hereditabilidad del cociente de inteligencia fuera tan elevada como alegan los partidarios de la herencia, podrían seguir produciéndose grandes y desconocidos cambios en las puntuaciones del cociente de inteligencia, alterando el ambiente de niños de bajo cociente de inteligencia. Porque «cualquiera que sea la hereditabilidad del cociente de inteligencia (o, debería añadirse, de cualquier característica), se pueden producir grandes cambios en el fenotipo creando ambientes apropiados, radicalmente diferentes, que nunca antes hayan afectado al genotipo». (Scarr-Salapatek, 1971a: 1224). Esto puede verse mejor mediante una breve referencia a la relación entre hereditabilidad y cambio de entorno en el caso clásico de la estatura humana. Los gemelos idénticos tienden a ser muy similares en altura, de manera que existe un elevado índice de hereditabilidad de estatura —90 por ciento—. Pero este elevado valor de hereditabilidad de estatura no ha evitado un aumento en la estatura media de los gemelos (y de cualquier otro) en las pasadas generaciones como resultado de una mejora de la nutrición (J. Tanner, 1968). Como ha señalado Lee J. Cronback (1969:342), aunque el término «hereditabilidad» está normalizado en genética, «es poco claro en discusiones públicas, ya que sugiere al lego que describe el límite en el que el cambio ambiental puede ser influyente». En palabras del genetista del comportamiento Jerry Hirsch (1970:101): «La hereditabilidad alta o baja no nos indica absolutamente nada de cómo un individuo dado podría haberse desarrollado bajo condiciones diferentes de aquellas en las que se desarrolló realmente». Más recientemente, Hirsch (1981:36) ha condenado la preocupación por medir las diferencias de inteligencia racial como científicamente «imposible (y por tanto inútil)».

Cuanto mayores sean las diferencias culturales entre poblaciones, más triviales y fútiles serán las medidas de hereditabilidad. Así, los mayores aumentos de cociente de inteligencia en estudios controlados se consiguen, según los informes, en poblaciones que tienen los mayores contrastes culturales. En Israel, por ejemplo, los inmigrantes judíos de países árabes muestran un aumento de 20 puntos en un año (Bereiter y Engelmann, 1966:55-56).

Cuando los psicólogos comenzaron a reconocer por primera vez que el test de inteligencia de Stanford-Binet estaba «vinculado a una cultura», intentaron desarrollar sustitutos que estarían «libres de cultura» o serían «igualitarios en cuanto a cultura». (Cattell, 1940). Es una contradicción terminológica, sin embargo, suponer que cualquier ser humano endoculturado puede aproximarse en esta forma a una superación o anulación de los efectos de la endoculturación (véase Lynn, 1978). En palabras de Paul Bohannan:

No hay posibilidad de que algún test de «inteligencia» no esté sesgado culturalmente. El contenido de un test de inteligencia debe tener algo que ver con las ideas o con los hábitos musculares o con los modos habituales de percepción y acción de las personas que realizan un test. Todas estas cosas están mediatizadas o influenciadas culturalmente en los seres humanos… No es un aforismo o una definición, es un reconocimiento de la forma en que penetra la experiencia cultural en todas las cosas que los seres humanos perciben y hacen (1973:115).