Noventa y siete

Media mañana. De nuevo en la plaza de Bib-Rambla, el centro neurálgico y rectangular de la Granada cristiana, a la vera de la catedral, el comisario y Medina charlaban sentados en uno de los bancos, junto a una de las farolas, macizas como torres, que flanqueaban la fuente central. Ayala tenía el ánimo por los suelos, pese a su natural tendencia senequista y templada, y había decidido descansar un poco antes de entrevistarse otra vez con el padre Serrano, que le esperaba en el palacio arzobispal.

Ayala no siempre decía la verdad. Sabía mentir cuando lo consideraba obligado y razonable, pero esta vez le había dicho a su jefe exactamente lo que pensaba. Los Libros Plúmbeos estaban en poder del Mesías, y hasta que no detuvieran a Luciano no los recuperarían.

Era difícil saber por qué el santón los había robado. Quizá para venderlos, aunque vender una mercancía así era difícil, pero el comisario estaba convencido de que la motivación no había sido el dinero. El robo, seguramente —comentó al agente del CNI—, obedecía a fraudulentas razones religiosas. Luciano era un embaucador, un manipulador de gentes, un granuja carismático vendedor de falsos valores. Se serviría de esas planchas de plomo grabadas para hacer valer su autoridad o enardecer y cebar en provecho propio la esperanza de los desesperados que le seguían. Quizá, pensó, el conato de rebelión del Albaicín había constituido un aviso de algo mucho más gordo que estaba por venir y que no llegó a detonar por falta de tiempo. Luciano estaba perturbado pero no era tonto. Debía de saber que no tenía ninguna posibilidad de que la mascarada que inició en la plaza de San Miguel pudiese acabar medianamente bien. Pero, entonces, ¿por qué lo hizo? ¿Cuál era realmente el plan? Eran preguntas para las que no tenía respuesta, pero que estimulaban su espíritu de cazador paciente. A responderlas dedicaría los días, las semanas o los meses que le quedaran hasta que la superioridad concretase el traslado a otra ciudad o le dejase en la cuneta con una jubilación anticipada. Podría cumplir entonces, reflexionó irónico, con la idea de su admirado Séneca: vivir de acuerdo con la propia naturaleza, algo imposible cuando estamos inmersos en la trifulca diaria y continuamente nos jodemos la vida unos a otros. La vida feliz, en sólida seguridad, es un cuento de hadas. Nada que hacer por ese lado. Pero mejor ser consciente y saberlo, aunque sea tarde, siempre tarde.

Medina intentó darle ánimos y dijo que le esperaría fuera, sentado en la plaza, mientras el comisario resolvía sus dudas con el padre Serrano.

En el palacio arzobispal, el coadjutor volvió a recibirle en su despacho con las mismas muestras de deferencia protocolar. Ayala empezó con excusas. Todavía no habían conseguido dar con los ladrones de los Libros de Plomo. La policía había inspeccionado la abadía, el Archivo Secreto de las Cuatro Llaves, donde se guardaban las más de doscientas planchas de plomo, además del grueso Proceso de las Reliquias, encuadernado en terciopelo carmesí, con todos los testimonios de aquellos que decían haber experimentado o presenciado algún milagro obrado por la intervención de los mártires sacromontinos.

—Dígame, ¿por qué son en realidad tan importantes esos libros? —pregunta el policía—. Desde luego, entiendo que poseen un valor cultural, pero su verdadero significado se me escapa. Algo me dijo la primera vez que nos vimos, pero no acabo de entenderlo bien.

El padre Serrano parece hacer acopio de mansedumbre para explicárselo al comisario. Hay algo en su semblante que no evidencia demasiada preocupación por el fracaso policial en la recuperación de los libros.

—La esencia del problema —dice el clérigo— es sencilla. Si en Granada hubo árabes en la época de los apóstoles, y esos árabes habían sido convertidos por Santiago y sus discípulos, el concepto de cristiano nuevo quedaba invalidado porque los moriscos podían ser más cristianos viejos que nadie, no habría entonces excusa para echarlos de España.

Y el coadjutor vuelve a contar la historia, a repetir la información conocida, la que está en las hemerotecas y archivos audiovisuales. Erase una vez que los Libros de Plomo originales fueron devueltos por el Vaticano a la Iglesia de Granada en el año 2000, más de tres siglos después de ser declarados heréticos. La entrega formal fue hecha a una embajada de personalidades de la curia granadina, de la que formaba parte el arzobispo de Granada. Doscientas treinta y tres láminas redondas de plomo en total. Buriladas en su mayor parte en escritura árabe talismánica, y algunas de ellas en la llamada «escritura salomónica», que en realidad consiste en caracteres latinos de trazo inseguro. Y la entrega corrió a cargo del cardenal Ratzinger, nada menos, hoy, su santidad Benedicto XVI.

El coadjutor se levanta del amplio sillón que le corresponde con arreglo a su jerarquía y acude a un anaquel. Hojea páginas de un libro de tapas marrones.

—Aquí lo tengo, como curiosidad le leo textualmente el mensaje papal cuando Ratzinger procedió al traspaso: «Hemos restituido un tesoro histórico de la Humanidad y, sobre todo, de la diócesis de Granada. San Cecilio fue el primer obispo de Granada, uno de los siete acompañantes de Santiago el Mayor, evangelizador y patrón de España».

»Después de su llegada a España, los libros fueron mostrados al público en Granada, en una exposición sobre Jesucristo y el Emperador cristiano que conmemoró el quinto centenario de Carlos V. Y una vez clausurada la muestra, las láminas quedaron celosamente guardadas. Otra vez. Si ha visitado alguna vez la abadía, ya habrá podido comprobar que en el museo que allí existe abierto al público solo se muestran unas pocas planchas y el pergamino hallado en la torre Turpiana, que fue el lugar donde aparecieron los primeros plomos.

Ayala quiere saber más.

—¿Y cómo llegaron a Roma esos dichosos libros? Perdone usted, padre, la expresión.

Serrano mira su reloj. Parece tener prisa, se muestra más incómodo en la entrevista que la primera vez.

—Después de muchos debates entre quienes consideraban que los Plúmbeos eran una falsificación y los que defendían su autenticidad, los originales —responde— fueron secuestrados por heréticos. Trasladados, primero, a Madrid y luego a Roma en 1631, estuvieron depositados durante más de 400 años en los Archivos Secretos del Vaticano. Mucho tiempo, ya ve usted. Fue el papa Inocencio XI quien proclamó en bula solemne la falsedad de las escrituras plúmbeas. Inocencio XI en 1682 dejó bien establecido que tanto el pergamino como los Plomos eran ficciones humanas, urdidas para ruina de la Iglesia católica, con conceptos opuestos a las Sagradas Escrituras y a la doctrina y usos de la Iglesia. Así es que los libros fueron condenados no solo por contener doctrinas contrarias a las Sagrada Escrituras, a lo expuesto por los Santos Padres y a los usos de la Iglesia, sino también por los resabios de doctrinas tomadas del Corán y otros libros islámicos. Esto es lo que dice casi textualmente la bula condenatoria, que, aunque repudia los libros, aprueba la veneración de las reliquias, que considera auténticas.

—O sea —dice el comisario—, que los Plomos son falsos y los huesos no.

El coadjutor afirma con la cabeza.

—Sin embargo —observa Ayala—, he oído que después de la entrega no se autorizó a los estudiosos a examinar esas láminas y comprobar si son auténticas. Que el arzobispado siempre se ha resistido a que historiadores y arabistas puedan estudiar las placas. Una negativa tenaz.

El coadjutor esquiva ahora una respuesta clara.

—Motivos puramente técnicos, de conservación patrimonial, señor comisario.

—Pero, entonces, ¿con qué han trabajado hasta ahora los investigadores? Porque he comprobado que hay bastante bibliografía en torno al tema.

—Correcto, comisario, como material de trabajo han tenido que arreglarse con las copias que realizó a finales del siglo XVI el grabador Alberto Fernández, por encargo del entonces arzobispo de Granada, Pedro de Castro. Un personaje muy íntegro, de buena estirpe, del que podríamos hablar mucho, defensor acérrimo de la autenticidad de los Plomos. Esas copias se guardan en el Museo Arqueológico de Granada, y se corresponden con… lo que hay, los supuestos originales.

El comisario casi salta del asiento.

—¿Supuestos originales? ¿Qué quiere decir? —procura calmar la voz y pregunta despacio, mirando fijamente a los ojos del coadjutor, que por un momento le sostiene la mirada, pero luego la baja—. ¿No guardan ustedes los originales?

—La pregunta clave, comisario, es: ¿están en Granada los Plomos originales o no llegaron nunca a salir del Vaticano? Porque quizá no le he dicho, o no ha quedado suficientemente claro, que la bula papal de Inocencio XI ordenaba destruir esos libros, algo perfectamente usual tratándose de escritos heréticos.

—De forma que los verdaderos libros —apuntala Ayala— quedaron en el Vaticano para siempre jamás y nunca fueron devueltos a Granada.

—Puede que —replica el canónigo— tampoco estén ya en los archivos de Roma, que hayan sido fundidos para fabricar balas contra los herejes, como pedía el embajador español de aquel tiempo en la Santa Sede.

—O sea, que los libros…

—Quizá sea mejor que todo quede tal cual, comisario, envuelto en la hermosa leyenda del paisaje espiritual del Sacromonte y los fenómenos milagrosos que envuelven a ese lugar santo. Un patrimonio del pasado cristiano y musulmán de Granada, inagotable por intangible. Si los documentos no son originales, y no estoy diciendo que no lo sean —sonrió el clérigo con súbita cautela—, imagínese el lío. Habría que dar explicaciones no solo a los estudiosos, sino a todos los granadinos. ¿Lo aceptarían tranquilamente a estas alturas? Yo creo que no.

La Iglesia, pensó Ayala, dos mil años de historia, astucia y martingalas te contemplan. Seguirás, cuando todos hayamos desaparecido de este mundo, y seguramente repetirás ciclo, como las mareas o las primaveras.

El clérigo comprobó que el comisario no se había tomado demasiado bien la revelación. Se consideraba timado, estafado, ¿por qué no se lo habían dicho antes? ¿Por qué malgastar tiempo y recursos en una falsificación?

—Lo curioso —siguió diciendo el clérigo— es que se haya dado tan poca importancia al hecho de que no todos los Libros Plúmbeos han sido condenados. Uno se salvó del anatema, el llamado Evangelio mudo…

El canónigo se arrellanó en el sillón y recompuso el gesto. Hablaba con total seriedad, y la sonrisa irónica del comisario se fue ensanchando mientras escuchaba. Luego se levantaría y felicitaría al orador: muy bueno lo suyo, padre, antes de volver a bajar la escalinata y marcharse por donde había venido.

—Los Plomos vienen a representar una esperanza —dice Serrano— porque anuncian la promesa de la aparición de otro texto que, de existir, sería fundamental en el cristianismo: un nuevo evangelio copiado de un original divino por mano de la Virgen María.

La sonrisa de Ayala se ensancha como la boca de una pitón amazónica. «Cuénteme otra, padre», piensa, y está a punto de doblarse de risa.

—Puede reírse, pero es lo que dice la profecía del único plomo que los doctores no consideraron contrario a la fe. Este libro aparecería en Granada bajo forma ilegible, de ahí que se le conozca como el Evangelio mudo, aunque su título, más bien rebuscado, lo reconozco, sea el Libro de la Certificación de la Certidumbre del Evangelio. Solo podrá descifrarse en lengua árabe por una humilde criatura en un concilio que se celebrará en Chipre.

—Cuénteme otra, padre.

—«En tiempos en los que habrá —añade el coadjutor después de hallar la cita textual en un libro de referencia que tiene a mano— exorbitancia, disensiones y herejía entre las naciones acerca del Espíritu de Dios, Jesús y del Evangelio glorioso. Y desecharán —dice el texto— la verdad del Evangelio… Y lo tomarán y trastocarán de abajo arriba. Y se dividirán con disensión fuerte y enemistad grande hasta que la ley sea desterrada… Y por esta división exacerbarán también entre ellos el engaño y la falta de administración de justicia, y la avaricia, y las concupiscencias, y el hacerse agravio grande a los súbditos de parte de sus reyes y de sus señores… Un tiempo en el que no habrá ni profeta ni revelación sino en apariencia solamente. Y que será cercano a la hora final…». Ya me dirá usted, comisario —concluye el párroco—, si esos tiempos que anuncia el Evangelio mudo no se parecen a los de ahora.

—Joder, joder, señor coadjutor.

—¿Cómo dice?

—Nada, nada. Cosas mías.

Ya en la plaza, Medina y el comisario entraron en un bar y comentaron la historia del coadjutor ante unos vinos. Se desahogaron largo rato sin tapujos como si fueran amigos de mucho tiempo, hasta que Ayala dijo que tenía que irse. En la despedida, el agente del CNI intentó animarle.

—Pasa de agobiarte y no te deprimas. Todo es una mierda, pero no te dejes pisar.

Cuando llegó a la comisaría, Ayala apuntó esas palabras en una cuartilla que colocó a la vista sobre su despacho. Le animaba leerlas cuando se sentía solo. Más solo que la una.