Noventa y seis

Enterraron a Graciana una mañana ventosa de primavera en el cementerio municipal. Ella, dijeron algunos de los que la acompañaron en vida, había pedido ser enterrada lo más cerca posible de la abadía del Sacromonte, y en ningún caso quería ser incinerada. Deseaba fundirse con la tierra. Pero como no existía manda ni viabilidad de cumplir tal deseo, lo que quedaba de su cuerpo, tras ser troceado y cosido en el Anatómico Forense, acabó en el camposanto que se extiende por el paseo de la Sabica, no lejos de la Alhambra, sobre los restos del viejo palacio árabe de los Alixares.

Ayala, con su incierto final profesional a cuestas, acudió al entierro (eran solo siete personas) y dejó unas dalias blancas sobre la modesta tumba de aquella mujer por la que llegó a sentir un tirón de afecto inexplicable y confuso. Un sentimiento surgido de alguna porción de su propia intimidad que no conocía.

De pie ante la fosa, mientras los sepultureros iban dejando caer las paletadas de tierra, los pensamientos se le amontonaron como copos de nieve oscuros, cayendo blandamente dentro de su declinante ánimo, igual que aves de rapiña rondando alrededor de su cerebro.

Recordó lo que había oído alguna vez: si crees que la vida ha sido injusta contigo, espera que llegue la vejez. «Pues bien, querida Dyuna, yo la siento llegar ya, aquí, en este mismo momento. El destino es una galopada sin meta, una noche de borrachera en la que nos sentimos capaces de todo hasta el día siguiente, cuando la punzante resaca del nuevo día desnuda nuestras flaquezas y desmorona la fragilidad del futuro. Ahora veo el pasado, mi pasado, con la misma claridad con la que tú veías el porvenir. El resultado, igual que te ocurría a ti cuando vislumbrabas la muerte de tus seres queridos, es solo resignación y malestar. Y entre tanto, las ilusiones se han convertido en humo.

»El infortunio, más tarde o más temprano, nos alcanza, y toda vida implica un final, sea de jubilado apacible, como es mi caso, o como el tuyo, doloroso y confuso, aunque a la postre, querida amiga (deja que ahora te llame así, aunque apenas nos conocimos), se junten en el olvido, que es el mar donde va a parar todo.

»La vida es una obra de demolición, leí una vez, hasta que el muro se tambalea y cae. Una factura que hay que pagar a plazo fijo, sin apenas tiempo ni para ordenar los deshilvanados recuerdos, cada vez más difusos y polvorientos, que almacenamos en los escondrijos de la memoria…

»Regresaré definitivamente a mi casa, entretendré mis ocios, enterraré mis últimos sueños, y de vez en cuando me acordaré de ti… Algo me dice que tu asesino quedará libre… Puede que la mujer que puede acusarle muera antes del juicio. Una extraña muerte, quizá al rodar por una de estas cuestas de noche, cuando vaya camino de su casa, y los periódicos dirán que en la caída se rompió la cabeza contra las piedras… Es posible que así sea… Yo haré lo que pueda, pero mi placa ya no vale mucho y tendré que dejar el mando de la brigada dentro de poco… Se rumorea que me espera una mesa en una comisaría de Menorca, un bonito lugar para dejar pasar los minutos de la basura cuando se aproxima el pitido final del juego…».