Cuando los policías llegaron a la plaza se abrieron paso entre la gente. Había un runrún de voces y restos humeantes de fogatas. Todo el mundo parecía haber madrugado mucho y dormido poco.
Entre el gentío, algunos llevaban crucifijos e imágenes de santos que besaban enternecidos y luego pasaban a otros devotos próximos, que a su vez repetían las muestras de fervor en una cadena de reverencia mística que estimulaba la emoción de la masa de adeptos. Los murmullos del ambiente se rompían con algunos gritos desgarrados de las mujeres, el vocerío de los beatos y llantos infantiles. La plaza vibraba en una expectación jadeante que presagiaba cualquier vaivén drástico del ánimo colectivo.
El comisario y los policías que le acompañaban encontraron enseguida lo que buscaban. En el centro de la plaza vieron al Mesías rodeado de su escolta. Luciano, el porte grave y aires de juez severo, vestía la túnica azul y empuñaba un bordón. Los ojos hundidos parecían girarle en las órbitas.
—Dispersa a esta gente. Que vuelvan a sus casas y al trabajo —dijo Ayala sin más preámbulos cuando lo tuvo enfrente.
—La mayoría no tiene trabajo —respondió el Mesías—, y algunos ni siquiera hogar. Aquí encuentran la paz y la caridad que la sociedad les niega.
—¿Y tú qué temes? ¿Por qué tienes siempre tanta gente armada alrededor?
—Me protegen. Varias veces han intentado matarme.
—¿Matarte a ti? No me vengas con cuentos.
—Mis enemigos son muchos. Los ricos tienen leyes que les favorecen y guardaespaldas; los pobres nos vemos obligados a defendernos a nosotros mismos. Por eso, ellos son mi guardia.
—Quedas detenido. Tú y tus guardias. Ahora mismo.
A una señal de Ayala, los policías uniformados rodearon al Mesías y a su grupo personal de adeptos. Estos cerraron filas, apiñados en un reducido espacio. Los policías titubearon. Quedaron inmóviles, sin atreverse a dar el último paso para detenerlos. Luciano aprovechó el breve desconcierto para escabullirse y dejarse caer a los pies del Cristo de las Lañas en actitud genuflexa y orante, con los pliegues del hábito circundando su figura sobre el pavimento de la plaza, la cabeza inclinada en gesto de sumisión obediente al Dios de cielos y tierras. Parecía un orate envuelto en tristeza. Con el rostro macilento y la mirada fija, el Mesías se encomendaba a toda la corte celestial.
—Tirad al suelo los palos, las navajas y las escopetas —ordenó Ayala—. Estáis detenidos. Os llevamos a comisaría para identificaros.
La marea humana que rodeaba la escena, como una prole dispuesta a salir en defensa del padre amenazado, se fue echando poco a poco sobre los policías. La aversión de la muchedumbre era opresiva y retadora, casi podía palparse.
—¡Todos al furgón! —voceó Ayala.
Entonces se produjo el maremagno. La multitud hostil cargó contra la policía. Los guardaespaldas del Mesías hubieran escapado de no ser porque entre Berta, el comisario, Varela y el Chino lo impidieron. Consiguieron agarrar a seis, y a empujones, protegidos por un improvisado cordón policial, los fueron encaminando hacia un furgón situado en un extremo de la plaza.
El grito de Berta se impuso a la algarabía y el barullo amenazante de la multitud, transformada en una fiera anónima a punto de morder.
—¡Se escapa!
Lanzada tras la figura de Luciano, que aparecía y desaparecía por momentos entre la barahúnda general, Berta consiguió romper el cerco de brazos desesperados. Desenfundó el arma y corrió hacia el lugar donde el Mesías se había arrodillado en pose de ansiedad dolorosa. En ese momento, Medina tenía sujetos a dos de los custodios de Luciano, pero eligió ayudar a Berta. A fin de cuentas, él no era policía. No tenía derecho a detener a nadie y tampoco le habían dado vela en ese entierro. Aun a riesgo de que se escaparan sus dos detenidos, corrió hacia su compañera y a base de codos y puños se abrió paso entre el tumulto. Vio a la agente alrededor de la verja de forja que rodeaba el Cristo lapidario, y la silueta fugaz del Mesías desapareciendo por un callejón, perdiéndose hacia la Casa de la Lona, donde en otro tiempo se fabricaron velámenes de barcos que surcaron mares distantes, inimaginables en el Albaicín. Medina la alcanzó y los dos penetraron también en el callejón, apartando gente que se interponía en su camino. Escudriñaron los aledaños del palacio de Dar-al-Horra, hasta llegar a la Puerta Monaita, en la muralla, pero no dieron con el fugitivo. El Mesías se había esfumado como el fantasma de un mal sueño. Berta renegó y pateó el suelo con furia.
—¡Maldita sea! ¿En qué estábamos pensando?
El tropel furioso de los partidarios del Mesías se arremolinó en torno a ellos, pero, armados como iban, nadie se atrevió a pararlos.
Sobre los policías empezaron a llover piedras y cascotes, y alguien lanzó un hacha que casi rozó la cabeza del Chino. Entre gritos e improperios, el avance hasta el furgón se hizo muy lento, y algunos policías recibieron puñetazos en el trayecto. Entonces, uno de ellos, asustado, sacó su pistola y disparó dos veces al aire. La multitud refluyó y otros uniformados también dispararon. La turba se dispersó como un puñado de paja que se avienta y al poco la multitud emprendió la fuga desordenada. Carreras y saltos, gente trastabillada, tropezando y rodando sobre el suelo de la plaza y los aledaños. Cuerpos entremezclados en la caída y huesos rotos. No todos se levantaron.
A duras penas, los policías y sus detenidos consiguieron alcanzar los furgones y quedaron rodeados por la masa. Ayala pidió refuerzos y pronto aparecieron dos vehículos azules con mangueras de agua y otro blindado de seis ruedas pintado de camuflaje, con una especie de joroba en la parte trasera y una pantalla cuadrada con aspecto de radar en el techo.
—Es un arma de microondas. El último grito —dijo uno de los policías al comisario, refiriéndose al blindado—. Nos lo han vendido los americanos.
Ayala no había visto nunca un vehículo igual, y el policía, ya instalado en la relativa seguridad del furgón, que algunos exaltados seguían apedreando, se lo explicó con entusiasmo.
—La pantalla es un proyector de microondas para controlar tumultos. Emite radiaciones que queman la piel y levantan ampollas. Hasta te pueden dejar ciego. Los yanquis lo han probado en Irak y les ha ido de puta madre.
El comisario pensó que el mundo se estaba volviendo loco mucho más rápido de lo previsto. Pronto mandarían a robocops equipados con rayos láser para cobrar las multas o callar a los niños llorones. No quería ni pensar en lo que vendría después. Quizá robots asesinos sin sueldo dirigidos por un ordenador que se encargarían de eliminar a gorrones, vecinos molestos o cónyuges con mal aliento. Irritado, habló por el transmisor al operador de la centralita policial.
—Que retiren ese trasto de las microondas de ahí, y ni se les ocurra achicharrar con eso a la gente. Corto.
—Dice el comisario jefe…
—Me importa un bledo lo que diga. Lo único que quiero es que el vehículo blindado permanezca inactivo. Repito: permanezca inactivo. Corto.
Se oyeron ruidos de interferencia raros en la línea, y el comisario desconectó. Instantes después empezó la acción de los cañones de agua. Uno se instaló en el centro de la plaza y otro barrió los laterales. La presión de los chorros desbarató a la gente congregada, que, renqueante y empapada, emprendió la retirada y desalojó el lugar.
Desmantelada y confusa, la montonera del Mesías se disgregó en todas direcciones y se refugió en rincones, portales y casas vecinales que ofrecían cobijo. La mayoría huyó cuesta abajo por el barrio, y algunas personas quedaron tendidas gimientes en el suelo, heridas y sin poder moverse. El comisario, con la plaza ya despejada y cubierta de agua, solicitó ayuda médica urgente y con sus hombres inspeccionó el campo de batalla. Soltó una maldición al comprobar que uno de los disparos del policía asustado había alcanzado a una mujer de mediana edad, que yacía con los ojos muy abiertos y una mueca de sorpresa en el rostro rígido y ensangrentado. Estaba muerta. La bala, al parecer, le había entrado por la mandíbula y le había atravesado el occipital. Un disparo que traería consecuencias ingratas, de las que él era responsable.
Del extremo de la plaza que daba al convento vio venir a los dos agentes del CNI con las manos vacías y comprendió que el Mesías se les había escapado. Otro punto en contra para el ocaso de su carrera. Le llamaron desde uno de los coches patrulla. El comisario jefe quería hablar de inmediato con él. Y no parece de muy buen humor, añadió por lo bajo el policía que le dio el aviso.
Iba a entrar en el coche cuando escuchó la bravata que le dirigió uno de los detenidos, que aguardaba su suerte esposado en el furgón.
—Podéis encadenarnos, pero nunca recuperaréis los Libros de Plomo. Solo el Mesías sabe dónde están, y a él no lo cogeréis.