A las siete y media de la mañana, Medina y Berta se reunieron con Ayala en el patio de la comisaría. Estaban a la espera, listos para arrancar, tres coches patrulla y un furgón con varios policías de uniforme. El día era manso y primaveral, con rachas de viento frío que bajaba de la sierra y un cielo límpido, iluminado por los débiles fulgores de un sol incipiente que presagiaba calor fuerte. El naciente resplandor reverberaba sobre los encalados muros del palacete de Dar-al-Horra, la torre de la iglesia de San Miguel y el monasterio de Santa Isabel la Real, que aportaba un aura de campanadas solemnes y resonancias lapidarias al escenario.
Antes de que la caravana policial partiese hacia la ocupada plaza del Albaicín siguiendo el arranque de la cuesta de la Alhacaba, antiguo camino andalusí que discurre paralelo a la vieja muralla de la Alcazaba vieja, el comisario aleccionó a los suyos:
—Si hay jaleo de verdad, que intervengan los de Operaciones Especiales, que para eso están. Nosotros no vamos a disolver a esa gente. Solo a detener a Luciano y sus matones por alteración del orden público y el asesinato de la vidente. ¿Está claro?
—La verdad —dijo luego, dirigiéndose en voz queda a Berta y Medina— es que no sé muy bien qué pintáis vosotros en este circo.
—Nos gusta el circo —dijo picada Berta—. Sobre todo cuando hay payasos y bofetadas. ¿Verdad, Medina?
Héctor se echó a reír. Estaba comprobando el cargador de su pistola y conocía los arranques bruscos y efervescentes de su compañera. No así el comisario, que torció el ceño y se quedó mirando desabrido a la agente del CNI.
—Payasos hay —le contestó—, pero lo que hay que evitar son las bofetadas, señora o señorita Berta.
—No me joda con esas, comisario.
—Bueno —terció Medina, que iba viendo como la mala leche de Ayala se iba calentando—, cuando antes nos vayamos, mejor. A estas horas, esa gente debe de estar medio adormilada.
—No lo creas. Seguramente nos están esperando.
—¿Qué?
—Sí, hombre, sí —dijo Ayala—. Esto es Granada, y aquí se sabe todo. También los policías tienen parientes y amigos en la turba del Mesías.
—O sea —intervino Berta—, que su comisaría es un coladero.
—Mi comisaría es lo que me sale de los huevos —le espetó con grosería Ayala, ya francamente cabreado. Y estaba a punto de continuar la retahíla de exabruptos cuando un policía se acercó a decirle que ya estaba todo listo para salir. Tragó saliva y decidió dejarlo para otra ocasión, aunque no bajaría la guardia. Pensó que la tal Berta era una pija engreída y maleducada, nada que ver con la subinspectora Lozano, su discreta confidente y subordinada leal.