Noventa y uno

La cervecería tenía rastros de opulencia añejos, con barra curvilínea y mesas de buen mármol, paredes de azulejo brillante y lámparas doradas. Medina llegó tan puntual como un cambio de guardia en la plaza Roja de Moscú. El comisario ya le estaba esperando sentado a una mesa.

Ninguno de los dos se presentó, pero Ayala pidió al del CNI que le mostrara alguna identificación del Centro.

—No vale —dijo, riendo, Medina—. No solemos llevar esa clase de cosas, pero puede llamar al Centro —sacó el móvil— y preguntar por mí. Le dirán que no estoy.

—Dejémoslo —el comisario hizo una señal al camarero—. ¿Qué quieres beber? —había decidido tutear a Medina. Un gesto de confianza premeditado.

—Cerveza, fría.

Levantó dos dedos de la mano derecha al camarero que atendía las mesas.

—Que sean dos. Otra para mí.

El local era poco ruidoso a esas horas y comentaron el asalto a la Alcazaba mientras les traían las jarras. Ayala tanteó si el CNI había tomado parte directa en la operación, pero Medina se mostró escurridizo.

—Sinceramente, no lo sé. Esas cosas las lleva otro departamento. En el Centro, la compartimentación es muy rígida. La mano derecha no sabe lo que hace la izquierda.

—Hablando de manos, deje que me chupe el dedo —dijo el comisario, y los dos se echaron a reír. Era una manera como otra cualquiera de romper el hielo. Medina aprovechó la ocasión y no se anduvo con rodeos.

—Verá. Hay una mujer. Una tal Graciana, una especie de curandera que vive en el Sacromonte. Me imagino que sabe de quién hablo.

Ayala asintió. Todavía tenía en la retina la imagen de Dyuna, tendida en la fría camilla metálica, estrangulada por la espalda con un garrote. Garrote vil, como los de antes.

—Estamos interesados…

El comisario, molesto, cerró los ojos mientras el agente hablaba de lo mucho que apreciarían en el CNI la colaboración.

—Querríamos saber más de ella —dijo Medina—. Esa mujer guarda en su memoria secretos muy valiosos. Cosas que incluso ahora muchos gerifaltes de Rusia consideran top secret.

—Ya. Y suponéis que si ella guarda esos secretos, os los dirá porque le caéis simpáticos y sois buenos chicos.

Medina recompuso la sonrisa.

—No sea mordaz. Queremos hablar con ella y tantearla. Eso es todo. A veces una palabra, un gesto involuntario, un silencio, proporcionan información valiosa. Sinceramente, puede sernos útil.

—No en este caso. Ni gestos ni palabras. Lo único que ella os puede dar es silencio, un largo silencio.

—¿Desaparecida?

—Para siempre. La asesinaron anoche. He visto su cadáver esta mañana en el depósito.

Medina no pudo impedir que el desconcierto asomara a su rostro. Sabía que la mujer había trabajado con el KGB. Por un momento, pensó que los rusos se les habían adelantado y saldado alguna cuenta pendiente. Los antiguos ejecutores secretos soviéticos eran fríos y eficientes, muy profesionales. Seguro que esta vez tampoco habrían dejado pistas.

—Ni rastro del asesino, imagino.

—Te equivocas. Tenemos al que la mató. Un seguidor de ese al que llaman el Mesías.

—¿El que se ha atrincherado en el Albaicín?

—El mismo.

Era una lástima, pero el Centro se había quedado sin secretos de la Guerra Fría, quizá sin una excelente colaboradora. Dyuna había visto el futuro y no le gustó, pensó el comisario. Quizá por eso decidió quedarse a dormir el sueño perpetuo en esta tierra de Granada que la había acogido y en la que, a ratos, se sintió feliz. Con la paz que el olvido puede proporcionar a una mente torturada, en permanente unión con fuerzas de dimensiones ignoradas.

—¿Han detenido al criminal? —preguntó Medina.

—Está con el Mesías. No irá lejos.

Y luego, como sin darle demasiada importancia, el comisario añadió:

—Mañana por la mañana subiré a detenerle. Si quieres, puedes venir.

Medina pensó primero que no pintaba nada acompañando a los policías. Luego consideró que eso le daría ocasión de ver lo que estaba pasando en el Albaicín y conocer al Mesías. Al Centro le gustaría un informe de primera mano.

—Debo consultarlo primero.

—Pues consulta. Saldremos a las ocho de la comisaría. Convendría que estuvieras allí media hora antes. Pregunta por mí.

—Seríamos dos.

—¿Dos qué?

—Mi compañera. Ella también vendrá.

Ayala encogió el cuello y elevó las cejas, en un rictus de indiferencia.

—Lo mismo da uno que dos. Hay sitio. Pero llevad pistolas, por si acaso.

Medina fingió escandalizarse con lo de las armas.

—Nosotros no utilizamos esas cosas —sonrió otra vez.

El comisario se le quedó mirando fijamente unos segundos y estuvo a punto de soltar también la risa.

—No sabes cómo me alegra oírtelo decir. Para celebrarlo, Medina, o como coño te llames, creo que deberías pedirte otra ronda. Esta la pago yo.