Ayala regresó a la comisaría, que estaba muy alborotada por lo ocurrido en las últimas horas. Allí le informaron: habían matado a la vidente del Sacromonte. Sintió la noticia como un pinchazo en el hígado.
La mujer de ojos de fuego detenida había entrado en una especie de trance epiléptico que hacía imposible interrogarla por el momento. El comisario encargó a Sara y el Chino que se ocuparan de ella, mientras él subía con Varela y un coche policial a la cueva donde había aparecido el cadáver.
Cuando llegaron, el cuerpo ya había sido trasladado al Anatómico Forense y el lugar era una romería de ayes. La gruta estaba llena de gente desconsolada y rezadora que había acudido en protesta muda por el asesinato. Por todas partes había ramos de flores. En una de las esquinas de la cueva un grupo de beatas desgranaban el rosario. Cada poco, interrumpían las avemarías para rociar con agua bendita las paredes y el suelo. Otros devotos besaban los objetos que utilizaba o habían sido tocados por la clarividente, y unos cuantos habían levantado una especie de altarcillo con la fotografía de Graciana en el sitio exacto de su muerte.
Los policías preguntaron a unos cuantos de los presentes: la atacaron por detrás, cuando estaba dormida o embebida en sus meditaciones. La estrangularon con un garrote. Le rompieron la tráquea.
—¿Con un garrote? ¿Quién lo ha dicho?
Les indicaron que había un testigo, una mujer que había presenciado la escena semioculta entre las sillas en una esquina de la cueva. El comisario preguntó dónde estaba la mujer y se lo señalaron.
—Aquella, Rosaura, la del pañuelo oscuro en la cabeza que está rezando el rosario. Es la esposa del sordomudo que servía a la santa.
—Dígale que queremos hablar un momento con ella.
Rosaura interrumpió el rezo y acudió a hablar con los policías. El comisario preguntó.
—¿Estaba su marido con usted cuando la mataron?
—No, señor. Estaba en Granada, haciendo recados.
—Dígame lo que vio exactamente.
—Un hombre alto, mal encamo. Entró en la cueva y la sujetó el cuello por detrás con un garrote que llevaba. Ella casi no se movió, la pobrecita. Ni un grito dio.
—¿Podría reconocer al asesino?
—Llevaba gafas oscuras y sombrero, pero estoy segura de que era uno de los hombres que van siempre con el Mesías. No se me despinta si lo viera otra vez, aunque no sé cómo se llama.
—¿Cómo está tan segura?
—Lo vi entre los que amenazaron a la santa y destrozaron la cueva. El garrote que llevaba era de madera negra, con incrustaciones como de plata, y lo sujetaba con una correa trenzada.
—¿Qué pasó después de matarla?
—El criminal miró en derredor de la cueva por si había alguien. Yo me hice un borujo detrás de esas sillas. Si me hubiera visto también me habría matado.
—¿No había nadie más en la cueva?
—Solo yo y por casualidad. Cuando lo vieron acercarse había dos mujeres en la entrada, pero el miedo les hizo escapar. Intuyeron que ese hombre quería sangre.
—Pero usted se quedó.
—No me di cuenta. Estaba medio adormilada en ese rincón. Pero me espabile cuando el hombre entró. Lo vi todo.
Los policías dijeron a la mujer que debía ir cuanto antes a comisaría para prestar declaración.
—¿Ahora?
—Sí.
Rosaura suspiró y levantó la cabeza orgullosa.
—Yo no tengo miedo. Diré lo que sea.
Ya se marchaban cuando sonó el móvil del comisario. Al otro lado de la línea una voz de hombre se presentó. Decía llamarse Medina y pertenecer a una sección del Ministerio de Defensa que podría calificarse de reservada, muy reservada.
—Me gustaría charlar con usted en algún sitio.
—¿Quién le ha dado mi número directo?
—Vaya pregunta, comisario.
Ayala suspiró levemente. Un suspiro inaudible al otro lado de la conexión.
—Pásese por comisaría y hablaremos.
—Preferiría otro lugar, si no le importa. ¿Qué le parece la cervecería Alhambra, en la Gran Vía?
—Bueno. Allí en una hora. ¿Cómo le reconoceré? No me diga que llevará gafas oscuras y gabardina —embromó el comisario.
—Ningún problema. Sé quién es usted.
—Joder, lo olvidaba. Los espías lo saben todo.
—No se lo crea.
—No me lo creo. Estoy de choteo.