Ochenta y ocho

La calle donde vivía la compradora de las botas era corta y estrecha y desembocaba en la Gran Vía de Colón, cerca de la plaza Boquerón. El despliegue policial, aunque no se utilizaron sirenas ni vehículos grandes, despertó enseguida la curiosidad del vecindario, que se arremolinó en la calle de Elvira y en las inmediaciones de la Gran Vía, pero las fuerzas policiales mantuvieron cerrado el paso. La calle quedó vacía de peatones, ocupada solo por policías armados. A ratos, se producían silencios expectantes, como si el gentío aguardase una maldición o suceso ominoso a punto de cumplirse. Ayala percibió el movimiento de una sombra, que fugazmente desapareció tras las cortinas entreabiertas de uno de los balcones.

El portal de la casa estaba abierto y Ayala distribuyó a sus hombres. El comisario penetró en el inmueble precedido de Sara y el Chino. Todo estaba en silencio. Los envolvió una atmósfera de frescor húmedo, con olor a recinto enmohecido. Lentamente, llegaron hasta el fondo del portal, enlosado y con las paredes pintadas de color azafranado. Desde allí se abrían dos vías de acceso. Una descendía por una escalera de piedra gris a lo que parecía ser un sótano, y la otra subía al primer piso. Decidieron bajar primero al sótano y se encontraron con una puerta cerrada. Intentaron abrirla empujando, pero sin resultado, hasta que llegaron con un ariete dos policías uniformados y echaron la puerta abajo. Tras atravesar un corto y angosto pasillo de techo bajo, llegaron a una catacumba con suelo de tierra y paredes lisas de ladrillo visto, sin ventanas ni aberturas visibles, y al fondo una mesa alargada que parecía una especie de altar. De las paredes colgaban como trofeos varios objetos: una colección de espadas y armas blancas de diferentes épocas. Hachas, dos estoques cruzados, cuadros al óleo de manchones brillantes, abstracciones pintadas de pesadilla, y paneles con imágenes de papel y recortes de periódicos sobre los asesinatos del Matador componían el decorado de aquel ambiente insano, de atmósfera mórbida, que en un primer momento sobrecogió a los policías.

La subinspectora dio un pequeño grito y señaló debajo de la mesa alargada.

—¡Ahí!

Con las pistolas bien sujetas, dieron unos pasos hasta el objeto indicado: una urna de cristal en la que algo filamentoso parecía moverse suavemente. Cuando lo tuvieron cerca, los tres dieron un paso atrás. El Chino soltó una blasfemia y el comisario se ciscó en la leche puta. Sara quedó silenciosa, con los ojos fijos.

—¡Joder, joder! —dijo el comisario.

—¡La madre que me parió! —exclamó el Chino—. Son serpientes.

Las serpientes, enroscadas entre sí sobre un lecho de terrario, contemplaban fijamente a los intrusos que habían soliviantado su letárgico sueño de ojos abiertos, encajados hieráticos y esféricos en sus cabezas triangulares, y soltaban como dardos intermitentes sus lenguas afiladas de estiletes partidos. Por suerte, el cristal de la urna era grueso y parecía seguro. Las ondulantes criaturas podían seguir durmiendo y esperando.

Volvieron a repasar las paredes. En los paneles estaba recogida toda la parafernalia de fotos y artículos que los crímenes del Matador habían dejado en la prensa para pasto de hemerotecas.

Seguros, ahora ya, de que estaban en la casa del asesino, volvieron a subir la escalera y se dirigieron al piso alto. Solo había una puerta y el Chino llamó al timbre varias veces. Ayala y la subinspectora Lozano montaron guardia en el rellano con las armas listas. Al cuarto o quinto timbrazo, la puerta se entreabrió. Asomó la cara afilada de una mujer de pelo rojo, estatura mediana y mirada de ave rapaz. Sus ojos eran fúlgidos y penetrantes y su voz, metálica y grave, tenía un inequívoco acento extranjero. Del piso salía un humo aromático, incienso o algo similar.

—¿Qué quieren ustedes?

—Policía —dijo Ayala, mostrando la placa—. Acompáñenos.

—¿Tienen orden para registro?

Ayala empujó la puerta. La resistencia de la mujer no fue suficiente para impedirle la entrada.

—No la necesitamos, señora. Venimos a detenerla. ¿Dónde está su hijo?

—Mi hijo fuera de aquí. No está en España.

—No me diga.

—Policía española brutal, no democrática. Como en tiempos de Franco.

El comisario y el Chino pudieron distinguir entre la fumarola un salón con una mesa redonda con sillas, un sofá adosado a una de las paredes, un gran aparador, un par de sillones, gruesos cortinajes y una mesilla baja de superficie acristalada con figurillas de jade y una calavera con una vela apagada encima. En una de las esquinas había una puerta cerrada, y en otra, una cortina taponaba parcialmente el acceso a un pasillo. Ayala y el inspector oyeron un chillido y se volvieron. Sara Lozano tenía a la mujer de pelo verde contra la pared e intentaba ponerle las esposas, pero esta no se dejaba, gritaba y se debatía. El Chino acudió a echar una mano. Entre los dos intentaron reducirla, pero la mujer pataleaba, arañaba y se agitaba con una fuerza sorprendente. Los policías se vieron incapaces de sujetarla. Ayala pidió ayuda por el móvil.

En ese momento, un bulto humano surgido de repente de entre el humo, como un espectro, se abalanzó contra él. Empuñaba lo que parecía una catana japonesa y el comisario tuvo la sensación de estar viviendo una experiencia alucinatoria. Él, que no había tomado drogas en su vida.