A las tres de la tarde estaba terminado el retrato robot, que enviaron a la Europol, vía Madrid, con rogatoria de máxima urgencia. Entre tanto, toda la brigada se movilizó en busca de la extraña mujer con acento extranjero y se espoleó a todos los confidentes localizables, entre los cuales no estaba Genaro, a quien Ayala había llamado por el móvil varias veces sin resultado. El comisario creía que la corazonada de Varela iba en serio. Daba especial importancia a que la sospechosa llevara colgado un medallón de «signo astral». El dato encajaba con la nota que apareció en el primer asesinato. Analizada por un profesor de literatura antigua de la Universidad, se trataba, al parecer, de un fragmento de saga nórdica, un Edda de tiempos en los que todavía estaba vigente la escritura rúnica. Lo que el muchacho de la zapatería llamaba signo astral bien podría tratarse de un símbolo rúnico o cosa semejante. Sabía, porque había leído con atención el informe del profesor, que en la antigüedad las runas, las letras del alfabeto rúnico creado por el dios Odín, eran consideradas signos mágicos, portadoras de secretos y reveladoras del porvenir. Cumplían funciones de oráculo en rituales de adivinación. Leer las runas, por tanto, era descubrir los secretos del futuro que nos aguarda. Lástima no haber preguntado algo sobre eso a Dyuna.
Faltaba poco para las seis de la tarde cuando uno de los informantes de Julián el Chino aportó la última pista. Una mujer de esas características vivía en la parte baja del Albaicín, en una de las callejas del paralelepípedo urbano encuadrado entre la calle de Elvira y la Gran Vía. La mujer, notificó el confidente, tenía un gabinete de tarot y futurología y echaba las cartas. Con todo eso se había montado un negocio que le daba para ir tirando y se anunciaba regularmente en los clasificados del periódico más importante de Granada. Con ella vivía, en una vieja casa de dos plantas con sótano, un tipo alto y silencioso que llamaba su hijo. Del tal, los vecinos decían que era pintor, y, aunque nadie lo había visto nunca pintar, a veces colocaba a la venta cuadros suyos sobre la acera cercana al domicilio. Quincallería pictórica: vistas tópicas de la Alhambra, gitanería bailando, rejas floridas, callejones del Albaicín y cosas por el estilo.
—¿Son buenos? —le preguntó el Chino al confidente.
—¿El qué?
—Los cuadros.
—¿Y yo qué pollas sé? De arte, ni puta idea. Lo único que sé es que debe de vender menos que un fabricante de sombrillas en Alaska, porque hay que estar matao como artista para exponer los cuadros tirados en la calle, como si fueran colillas. Vamos, digo yo.
Encabezado por Ayala, el grupo de policías se preparó para la captura. El comisario decidió que si el flojeras de su jefe tenía algo que comunicarle, que lo llamara. No iba a estar todo el santo día esperando en comisaría como un pasmarote mientras sus hombres culminaban la detención.
Antes de salir, impartió las últimas instrucciones.
—Es una calle pequeña. Quiero a dos policías en cada extremo para que no se escape ni entre nadie. Otro policía se queda con Varela en la puerta, y yo subo al piso con Julián y la subinspectora.
Los del grupo asintieron. La mayoría estaban nerviosos porque barruntaban que había peligro y la caza era de las que no se dan todos los años.
—Recordad que muy probablemente estarán armados. Así es que concentraos al máximo y tened las armas listas para hacer daño. Si os veis en peligro o el sospechoso se escapa, disparad.
Sara levantó la mano y matizó algo. La clase de observaciones que le gustaban a Ayala.
—El asesino podría ser la mujer. Una mujer fuerte también sería capaz de matar así.
—Poco probable. Todos sabéis que hay pocas mujeres que encajen en el perfil de asesinos en serie con violencia. Eso es más bien cosas de varones entre los veinticinco y los cuarenta años. Esa clarividente del Sacromonte me dio una descripción a bote pronto: esquizofrénico introvertido, probablemente soltero, con problemas psiquiátricos que se remontan a sus años de adolescencia. Sin trabajo y dependiente económicamente de alguien. Era lógico, ya puestos a lucubrar y aplicando la regla del sentido común, deducir que debe vivir en Granada ciudad, no muy lejos del Albaicín o el centro, y que no utiliza vehículo.
—Lo malo de los perfiles es que siempre llegan tarde —bromeó Varela, quitando hierro a la tensión del momento—. Como los malos boxeadores, que amagan y nunca dan.
—Los perfiles no capturan a los asesinos, son herramientas que hay que utilizar con desconfianza —dijo el comisario. Y luego añadió, retomando lo dicho por la subinspectora—. De acuerdo. La madre o el hijo, o los dos. Lo que he dicho sigue siendo válido. Si hay peligro, tiráis a dar. Es una orden y yo respondo.
Varela torció el gesto, aquello podía desbocarse. Disparar, sobre todo si como en este caso el sospechoso era extranjero, siempre traía problemas, y él no quería jugarse la prejubilación. Lo que más anhelaba en este mundo era cobrar su pensión y dejar transcurrir tranquilamente el resto de sus días.
—No quiero ni imaginar el follón si disparamos contra una inglesa y su hijo. Se organizaría un cirio diplomático y nos dejarían con el culo al aire. Lo sabes de sobra, comisario.
Ayala alzó los hombros.
—He dicho lo que he dicho. Si no hay tiros, mejor, pero si alguien tiene que disparar, tendrá mi respaldo.
Varela pensó que de nada serviría la buena voluntad del comisario en el caso de que hubiera muertos y empezaran las lucubraciones de prensa, jueces y abogados: que si el uso de la fuerza había sido desproporcionado, que cuántas veces se les había dado el alto antes de disparar, que si el arma podía considerarse completamente reglamentaria y florituras por el estilo. Aquí no era como en Estados Unidos, donde por la menor sospecha van a buscarte a tu casa con tanquetas y un batallón de fuerzas especiales armado hasta los dientes. Con policías dispuestos a hacer pulpa al sospechoso en cuanto se equivoca de bolsillo al sacar la identificación. Ni tanto ni tan calvo. Por fortuna, esto todavía era España, y más concretamente Andalucía, la tierra de María Santísima.
Ya iban a salir de la comisaría, cuando a Ayala le trajeron una copia impresa del mensaje que acababa de llegar por el intranet del Ministerio del Interior. Lo enviaba directamente New Scotland Yard desde Londres. Uno de los inspectores de Seguridad Ciudadana, que sabía inglés, se lo tradujo:
—El retrato robot que nos han enviado parece corresponder a la ciudadana británica Alice Hightower, de 56 años, nacida en Bristol, divorciada, ex funcionaría del British Army, donde desempeñó cometidos actualmente clasificados todavía como secretos. Fue expulsada del Ejército por inestabilidad mental y conducta desordenada y hace seis años que dejó el Reino Unido. Tiene un hijo, Robert Hightower, que ha estado varias veces internado en tratamiento psiquiátrico, la última vez en el Hospital Mary Queen, de Gloucestershire.
El comisario lo leyó en voz alta para que todos se enterasen bien.