Entrada la tarde, Genaro, que había estado husmeando y mezclado con la multitud, decidió que ya era hora de ahuecar el ala y salir de aquel manicomio al aire libre. Tenía suficiente con lo que había visto y escuchado para que el comisario Ayala quedara contento. Seguro que le caerían más de cincuenta euros, que era la propina habitual. Esta vez estaba seguro de que tendrían que ser cien euros, por lo menos.
No había policías ni guardias a la vista y, discretamente, empezó a caminar entre el barullo humano de los adeptos del Mesías hacia la barricada instalada en el carril de la Loma, para bajar desde allí a la Puerta de Elvira. Estaba a punto de dejar la plaza, cuando oyó que le chistaban. Giró la cabeza y vio a un tal Ramiro el Aguador, uno de los guardaespaldas de Luciano. Un tipo corpulento, deforme de hombros y tatuado hasta el cuello, que se acercaba con otros tres o cuatro sujetos de aspecto patibulario que no conocía y empuñaban navajas y garrotes.
—¿Dónde vas tan deprisa, jefe? —dijo Ramiro.
Genaro utilizó su mejor sonrisa pensando que eso y un poco de labia bastarían para justificar su marcha. Solo le quedaban unos metros hasta traspasar la barricada y bajar la cuesta de Abarqueros, que le llevaría fuera del Albaicín.
—Tú eres limpiabotas, ¿no? —insistió Ramiro—. ¿Dónde has dejado la caja con los betunes?
—Limpiabotas a mucha honra, como mi padre y mi abuelo, y aquí me tenéis con vosotros para lo que necesitéis.
—Queremos que vengas. El Mesías quiere darte un recado —le espetó un individuo bajo y robusto, de tez picada de granos y hablar amenazante—. Supongo que no tendrás inconveniente, ¿eh?
El limpiabotas empezó a ventear peligro y finteó una excusa.
—He quedado con mi mujer. Tengo que llevarla al médico y vuelvo.
—¿Y qué le pasa a tu mujer? —volvió a la carga el de los granos—. ¿Está muy enferma?
—Sí. Le arde el estómago.
—Bueno, pero si espera un poco supongo que no se morirá. Luciano quiere verte —conminó Ramiro.
Antes de que pudiera reaccionar y correr hasta la barricada, Genaro se vio rodeado. Uno de los garrotes le aguijoneó la espalda, y el de los granos le sujetó de un brazo. Para la gente que estaba cerca no hubo voces ni escándalo, aquello parecía una escena normal. Cada uno estaba atareado en lo suyo. El limpiabotas caminó deprisa entre los guardaespaldas de Luciano, que lo condujeron al palacio de Dar-al-Horra. En uno de los sótanos de suelo de tierra, le hincaron una navaja y allí dejaron que se desangrara como un cerdo en matanza. Luego cavaron en el mismo sitio un hoyo, lo enterraron y pusieron encima un montón de ladrillos utilizados por los albañiles que restauraban el palacio.
—Dales ahora recuerdos a tus amigos policías, cabrón —le dijo Ramiro al asestarle el primer navajazo en los riñones.
Todavía estaban amontonando ladrillos cuando apareció por allí Luciano, la mirada rutilante y el ceño preocupado. Parecía estar ya en otro mundo y se desentendió de lo que sus sicarios estaban haciendo. Con un susurro grave se dirigió a Ramiro y lo apartó del resto. Le habló quedamente un rato mientras los demás guardaban un respetuoso silencio en el interior de aquella vieja mazmorra, envueltos en la lobreguez del sótano.