Subido a un tabladillo junto a la imagen del Cristo de piedra, Luciano se puso a predicar. Una oratoria inflamada y convulsa, deshilachada, de frases agitadas, dogmática e irrefutable. Un discurso febril que solo se interrumpía cuando el Mesías, cerrando los ojos, parecía bucear en su propia alma y contemplar en su interior el Apocalipsis. A veces, cuando reforzaba con vehemencia alguna frase, levantaba la cabeza y miraba fijamente al cielo. Entonces la multitud enmudecía, y algunos caían arrodillados de golpe sobre el áspero pedregullo de la plaza.
—¡Hermanos! —les pregonó—. Este Cristo que tenéis aquí es el Cristo de las Lañas, el Cristo de los Pobres, el Cristo del Pueblo, porque fue el pueblo el que lo reconstruyó.
Luciano hizo una pausa antes de continuar.
—He aquí la revelación que Dios me ha dado para enseñaros a todos. Lo que tiene que suceder pronto sucederá, y solo los que den testimonio de fe frente a la impiedad y los pecados que nos rodean se salvarán.
Hubo gritos de arrebato y la multitud se estremeció.
—La Iglesia, que en otros tiempos fue nuestra Madre, está contaminada. Lo que pedimos es volver a Dios. Granada es un abismo de herejía y maldad y los impíos nos han robado el Evangelio de Santiago contenido en los Libros de Plomo. El último Evangelio de salvación. ¡Queremos que las palabras del santo apóstol nos sean devueltas!… ¡Queremos volver a ser puros! La Iglesia ha perdido su antigua gloria y obedece al diablo, pero vosotros solo obedecéis a Dios. No os dejéis tentar por la belleza y la vanidad del mundo ni os dejéis arrastrar por la lascivia.
Genaro se convenció de que aquella gente estaba bastante ida, aunque escrutó algunos rostros falsamente creyentes. Aun así, no pudo dejar de sentir una vibración interior por la exaltación colectiva que imponía el vocerío de las preces cuando el Mesías, gobernante absoluto de aquella marea, espaciaba silencios que actuaban en la multitud a modo de acicate de arrebatos mayores, en clímax ascendente.
—Estamos en el final de los tiempos y queremos combatir al Anticristo desde aquí, en esta tierra regada por la sangre de nuestros primeros mártires, los discípulos de Santiago: san Cecilio, san Tesifón, san Hiscio, curados por el mismo Jesucristo… A un paso de esta plaza, allá en el Sacromonte, aparecieron sus restos en las santas cuevas, en las catacumbas de la abadía profanada ya sabéis de sobra por quién. ¿Será necesario que os lo repita?… Son ellos, los mismos que han intentado destruir la Alhambra y esta ciudad, y que se esconden adorando a su falso profeta en el Albaicín mismo… Ellos han provocado que la ira de Dios haga temblar la tierra… Ellos son los que han robado el Evangelio de Santiago contenido en los Libros de Plomo dictados por el Espíritu Santo… Con eso nos han despojado de la herencia del Altísimo, y Dios nos pedirá cuentas por no haber sabido protegerla si los libros no aparecen… Pero ahí no acaba todo… Además de las reliquias de san Cecilio y los compañeros del apóstol Santiago, he sabido que también robaron la caja de plomo que apareció el día de San Gabriel hace más de cuatro siglos… Por fuera era una caja sin valor, sencilla, pero por dentro guardaba un gran tesoro…, un tesoro de salvación para todos… ¿Sabéis lo que contenía esa caja?… Yo os lo voy a decir… Ni más ni menos que el pañuelo en el que la Virgen María enjugó sus lágrimas cuando crucificaron a Jesucristo… Un pañuelo milagroso, capaz de hacer ver a los ciegos y andar a los cojos… Un pañuelo que yo he tenido la suerte de ver y tocar, hermanos, y os puedo asegurar que desprendía una fragancia especial, un olor desconocido capaz de borrar los pecados de todo aquel que lo aspire… Ellos tienen ahora ese pañuelo, que nos dejó en prenda la madre de Cristo escondido en alguna parte, y que podrán utilizar, Dios no lo quiera, para realizar prácticas sacrílegas.
La muchedumbre, encrespada, se agitaba como una pleamar entre las rocas. El gentío estaba dispuesto a actuar contra quien fuera; solo haría falta una palabra del Mesías que señalara a cualquier enemigo y lo harían pedazos. La emoción se palpaba como si fuese algo sólido, y rebasaba los límites de la plaza. Hasta en los tejados había gente escuchando. A Genaro, que estaba a pocos metros del tablado sobre el que hablaba Luciano, todo aquello le imponía muchísimo respeto.
—¡Solo queremos que nos permitan, aquí y ahora, en el Albaicín, empezar a dar nuestro testimonio de fe contra el Anticristo y la perversidad del mundo!… ¿Pero creéis que nos dejarán? No, no lo harán, porque los que mandan también están contaminados por el diablo… Permiten construir mezquitas en lo más alto del Albaicín, y hasta las brujas tienen cuevas para practicar sus ritos demoníacos, pero a nosotros no nos toleran predicar el mensaje de los nuevos apóstoles de Dios, aunque eso es algo que no debe preocuparos… ¡El fin del mundo está próximo, y lo único valioso es la salvación eterna!… Debéis hacer de vuestra vida un duro purgatorio para poder ver a Dios. Las privaciones que os esperan son una manera de servirle. Bienaventurados los que sufren porque el dolor os sacará del vicio… Y en el cielo ya no tendréis hambre ni sed, ni existirá el dinero, ni habrá rencillas ni violencia… El Juicio Final se avecina imparable, y llegará cuando las montañas bajen al mar y el mar suba a recuperar la tierra… ¡Lloverán estrellas y se apagarán todas las luces… El terremoto ha sido un aviso de lo que sucederá… Abandonadlo todo y levantemos aquí un templo sustentado por la fe y la esperanza!… Predicaremos esta buena nueva en todas las puertas, y haremos del Albaicín el monte de los Olivos, una plataforma hacia el paraíso, la Nueva Jerusalén…, aquí estableceremos el Reino de Dios prometido, y guardaremos los libros de Plomo cuando los hayamos recuperado de las manos de los impíos que los han robado… ¡Rebelaos contra la autoridad de los soberbios que os gobiernan desde sus cómodos despachos! Dictaremos en el Albaicín nuestras propias leyes y los poderosos serán aplastados… ¡Nadie es más que ninguno de vosotros y no puede imponeros nada! ¡Respetad solamente la ley de Dios!… ¡Nos espera el Paraíso!
En pleno subidón hacia regiones místicas nunca imaginadas, el Mesías desgranó los mandamientos del nuevo dogma, los preceptos obligatorios de la nueva ley:
—Primero: Este mundo no es de Dios, sino del diablo. Segundo: El dinero queda abolido, aunque por el momento se admite su uso para necesidades perentorias. Tercero: Se prohíben el alcohol, el juego, la música no religiosa y las diversiones banales. Cuarto: El centro de la nueva fe será el Albaicín, que pasará a ser una Sacra Comuna Libre en virtud del principio de autodeterminación amparado por la ONU. Quinto: Todos los bienes materiales son de utilización colectiva. Sexto: El rezo del Padrenuestro es obligatorio seis veces al día. Séptimo: Es obligatoria la peregrinación a la abadía del Sacromonte al menos una vez al año. Octavo: Hasta que la Sacra Comuna Libre pueda abastecerse por sus propios medios, los hermanos y hermanas vivirán de las limosnas y donativos que obtengan de la caridad del pueblo y de los fieles. Noveno: Es grave pecado la fornicación fuera del matrimonio, pero cualquier casamiento será válido de inmediato por la sola voluntad de los contrayentes, poniendo por testigo a Dios. El enlace podrá disolverse de la misma forma. Décimo: Todas las leyes de la Sacra Comuna Libre estarán inspiradas en los dictados de Dios.
A medida que hablaba el Mesías, la multitud iba entrando en una especie de trance colectivo, y al terminar la prédica el gentío parecía poseído de un entusiasmo explosivo. Había madres que enarbolaban a niños de pecho por encima de sus cabezas como si fueran trofeos, y personas que canturreaban y rezaban embelesadas. A partir de ahí, el frenesí y el esfuerzo desprendido se impusieron como una consigna bíblica. Eran gentes golpeadas por la afrenta de una vida sin horizonte ni futuro, blindadas por el desengaño y el escepticismo, pero que ahora parecían predispuestas al trato fácil y amistoso con el prójimo. Se habían congregado de forma espontánea en lo que parecía ser la respuesta a oxidadas ilusiones ancladas en el subconsciente, y entre ellos aparecían representados casi todos los estratos populares: obreros parados, jubilados, buscavidas, prostitutas, drogatas, artesanos, mujeres maltratadas, beatonas, viudas empobrecidas, mozas desengañadas, maleantes sin cobijo y ácratas pertinaces. Llegados de muchos sitios, ocuparon toda la plaza y las casas y calles de las cercanías, en un radio que iba, por el norte, hasta las inmediaciones del Museo Max Moreau, y por el sur, desde la Puerta Monaita, en la antigua muralla zirí, hasta las calles de Zenete y San José.
Solo un vecino se atrevió a oponerse a la fulminante ocupación de su vivienda, y fue desalojado y expulsado de la comuna entre el abucheo general. Muchas manos se prestaron voluntarias para reforzar las barricadas con ladrillos, adoquines, toneles, coches viejos, colchones y sacos terreros.
Como por arte de magia, pronto aparecieron en manos de la multitud garrotes, chuzos, navajas, cadenas y escopetas. En una de las esquinas de la plaza se montó una tienda de campaña que servía de clínica. Quedó a cargo de un curandero mulato conocido en el barrio como Doctor Víbora, no por connotación reptilesca o venenosa alguna, sino porque procedía del popular barrio habanero que lleva ese nombre.
Aquella afluencia humana parecía convencida de la inminente hecatombe que pondría punto final al mundo, y se consideraban a salvo rodeados de otros como ellos que participaban de la misma creencia. Aislados de la maldad del mundo, formaban una muchedumbre heterogénea y entusiasta y participaban de una fraternidad moral nueva que les hacía más fuertes y despreocupados, como si el mañana ya no existiera o careciese de importancia.