Desde la plaza de San Miguel Bajo, en el corazón del Albaicín, Luciano y su tropa de fieles escucharon el tiroteo en la Alhambra y contemplaron, como si se tratara de un prodigio festivo de fuegos artificiales, la explosión en forma de tornado negro que puso punto final a la resistencia de los yihadistas.
Arrebañados a su alrededor en el cuadrángulo alargado de la plaza, empedrado y bordeado de bares, tiendas y terrazas, casi un millar de devotos parecían ser también capaces de seguirle a él hasta dejarse matar. En una gran pancarta de tela que cruzaba un rincón de la plaza se leía: «Arriba el Mesías, abajo el capital». Alguien recordó que estaban allí para defenderse del mal y, como impulsados por un resorte oculto, muchos se pusieron a trabajar afanosamente en la construcción de barricadas que taponaron los accesos a las calles próximas: san Miguel, Cascajal, el callejón de las Monjas, el cruce de Tiña con Santa Isabel la Real, el camino nuevo de San Nicolás, Cruz y el carril de la Loma.
Era una actividad cadenciada e imparable, que parecía responder a un escondido impulso tribal.
Luciano se había dejado crecer la barba y ahora vestía siempre una especie de túnica azul. El rostro había adquirido una lividez macilenta que sus incondicionales atribuían al ayuno. Su aspecto un tanto ascético aumentaba la aureola de santidad que le atribuían sus seguidores. Rodeado del grupo de guardaespaldas de mala catadura que le acompañaban a todas partes, el Mesías y su turba se dirigieron a ocupar el contiguo palacio de Dar-al-Horra —que habitó la madre de Boabdil, el último monarca nazarí—, y el convento de Santa Isabel la Real, construido por Isabel la Católica sobre el solar de una antigua mezquita, adosado al viejo alminar blanco reconvertido en campanario.
Ocupado por doce monjas franciscanas clarisas, cuyo canto todavía resonaba en misa los domingos, era el único convento de clausura fundado por los conquistadores cristianos en el Albaicín. Sobre su portalón gótico flamígero todavía campeaban los blasones de los Reyes Católicos, el yugo y la soga de Fernando y el haz de cinco flechas de Isabel.
Dar-al-Horra estaba en obras de reconstrucción y los ocupantes no tuvieron ningún problema en apropiárselo. Irrumpieron en el desvencijado caserón real y espantaron a los pocos albañiles que faenaban en la rehabilitación. Luciano encargó a uno de sus guardias de corps, un tal Lalo, de rostro broncíneo y piel apergaminada, que se instalara allí con varios seguidores y limpiase el edificio, que sería dedicado a dormitorio y residencia colectiva para los devotos.
Luego, el Mesías invadió el monasterio contiguo. Atravesó el claustro con las gentes que se apelotonaban a su alrededor, atentos a cualquier orden o consejo que quisiera darles. Enfrentadas a la intrusión, las monjas se recluyeron en la iglesia conventual, arremolinadas junto al altar mayor, buscando el amparo sagrado y la protección del párroco, el único hombre autorizado a visitarlas en la clausura.
Los de Luciano penetraron en tromba en el templo pisando fuerte, y alguna monja tembló imaginando horribles máculas a su honestidad virginal. Pero el Mesías y sus incondicionales adictos no eran violadores. Se consideraban hombres severos y dispuestos a hacer el bien, los anunciadores de una nueva era más justa. Con ellos iba Genaro, el limpiabotas confidente del comisario Ayala.
—Nada teman las hermanas —dijo Luciano—. Somos personas de Dios, como ustedes.
—Esto es un convento de clausura —intervino el párroco, irritado—. Tienen prohibido entrar aquí bajo pena de excomunión —exageró.
—No queremos vulnerar la regla del convento. Esta casa seguirá siendo la casa de Dios.
—Entonces, ¿qué quieren? —dijo el cura—. ¿A qué han venido?
—Hemos venido a defender la morada divina de las maquinaciones de la Bestia. A partir de ahora, esta iglesia será nuestro escudo y nuestro refugio.
—Pero ¿de qué hablan? —protestó el párroco—. O salen ustedes ahora mismo, o se las verán con los guardias.
La risa del Mesías resonó en las bóvedas y paredes del templo y fue coreada por sus acólitos. Luciano hizo un gesto de desprecio.
—¡Los guardias! ¡Qué pueden hacer ellos contra nosotros! El arcángel san Miguel nos tutela.
—¡Farsante! —chilló el párroco—. ¡Fuera de aquí!
—Tu impiedad no me alcanza —le respondió Luciano, los ojos brillantes de enajenación—. Pero deberás responder por el robo sacrílego.
El cura quedó un tanto desconcertado ante esta última acusación.
—¿De qué robo hablas?
—Lo sabes bien. Los Libros de Plomo sagrados del Sacromonte. El santo Evangelio que el apóstol dejó al pueblo de Granada. La desidia de gente de iglesia indigna, como tú, ha permitido que los islamistas los roben.
—Esos libros son una impostura y han sido dados por falsos. ¿Por qué iban a robarlos los musulmanes?
—Para hacerlos desaparecer, para que el pueblo nunca los conozca.
—¡Estás loco! Predicas odio y enfrentamiento y estás haciendo un grave daño a la religión. Si eres creyente, como dices, abandona este lugar santificado y pide perdón.
Una de las monjas dio un suspiro y se desmayó, y el resto de las hermanas acudió a atenderla. Dominador indiscutido de su grey, Luciano empujó al párroco y avanzó hasta el centro del altar. Allí se arrodilló con los brazos en cruz, y con la cabeza inclinada murmuró lo que parecía una oración. Mientras las monjas atendían a su compañera mareada, unos cuantos partidarios del Mesías rodearon amenazadores al cura, que palideció atemorizado. Lo sujetaron y a empellones lo sacaron del templo.
Luego, cuando su adversario hubo desaparecido, el Mesías se puso en pie y se dirigió al grupo de las monjas.
—¿Cuál de ustedes, hermanas, es la madre priora?
—Soy yo —dijo una de ellas. Una monja con gafas y papada colgante, de unos sesenta años de edad.
—Pueden ustedes quedarse en el convento y no serán molestadas. Las que quieran marcharse también son libres de hacerlo, y si desean ayudarnos serán bienvenidas en el ejército de los hijos de Dios que dirijo.
La priora dudó en la respuesta y las hermanas, asustadas, intercambiaron miradas de desconcierto ante aquella banda expectante que las observaba con ruda curiosidad.
—Debo consultarlo con el resto de las hermanas —dijo por fin la priora.
—Hágalo. Entre tanto, dejaré aquí gente para protegerlas. Nadie les hará daño y nada será profanado, pero el convento quedará, por ahora, dedicado a las necesidades de nuestra causa. ¿Guardan ustedes dinero o algo de especial valor?
Recelosa, la priora no supo qué contestarle. Aunque no quería mentir, aquel hombre parecía estar trastornado y se temía cualquier cosa si decía la verdad.
Se encomendó a Dios antes de hablar.
—Como ve, en esta iglesia hay obras de arte de valor. Nuestro mayor tesoro es la estatua de la Virgen de la Estrella, que guardamos en la sacristía. También tenemos una colección de «niños Jesús» muy valiosa.
—¿Cómo andan de despensa? —inquirió el Mesías.
—No mucho. Legumbres, verdura, leche y magdalenas, sobre todo.
—¿Dinero?
La palabra maldita estremeció el corazón de la priora. Atesoraba más de dos mil euros procedentes de donativos en una pequeña caja metálica bajo llave. No pudo evitar bajar la vista y el gesto fue suficiente para el Mesías.
—¿Dónde lo guarda?
—Es dinero de Dios.
—Por eso precisamente lo quiero, hermana. Para atender al servicio de Dios.
Abochornada, la priora guio al Mesías hasta la caja con el dinero. Luciano lo cogió y se lo entregó a José el Rondeño, un tipo sombrío y taciturno que al parecer había estado en la cárcel por matar a dos hombres.
—Este dinero es ahora del pueblo que me sigue. Si necesitan algo para la congregación, lo piden a José y él se lo dará.
El Rondeño y un grupo de devotos quedó a cargo del monasterio, mientras las monjas se recogían en el refectorio perplejas y confusas. Una de ellas se ofreció voluntaria para salir y avisar a la policía, pero la mayoría decidió quedarse hasta ver en qué acababa todo. Lo consideraban una prueba de la divina Providencia.
Ya en la plaza otra vez, sonaron vítores y aplausos. Un grupo de devotos portaba en andas la imagen del arcángel de espada flamígera que habían traído desde la ermita de San Miguel Alto, junto a las murallas del Albaicín, lindante con el Sacromonte.
Genaro, que no se había despegado del grupo que se apelotonaba alrededor del Mesías, observó como las gentes que llenaban la plaza se iban acercando a Luciano espontáneamente. Se asombró de la facilidad con que el visionario los guiaba a su antojo, controlando su docilidad con un simple movimiento de la mano, una mirada o una palabra. Le reverenciaban como si fuera un santo, y esperaban de él milagros. Eran presa de un divagar pietista que revivía anhelos ancestrales de igualdad y justicia.
Contritos, los congregados vocearon su entusiasmo y colocaron la imagen del arcángel a los pies del Cristo crucificado erigido en la plaza, un Cristo de piedra reverenciado en el barrio y llamado Cristo de las Azucenas o Cristo de las Lañas, por las grapas de hierro que sujetaban sus piernas y brazos fragmentados en pedazos. La leyenda contaba que al principio de la Guerra Civil, en 1936, la efigie fue arrastrada por un grupo de milicianos y quedó hecha pedazos. Entonces, el vecindario reunido tomó la decisión de que cada vecino recogiera y guardara en su casa un trozo del Cristo despedazado. Cuando la guerra acabó, los vecinos se volvieron a reunir y cada uno aportó su trozo de piedra para recomponer al Cristo, que se alzó otra vez en la plaza con las extremidades rehechas y sujetas por lañas.