A las siete y doce minutos empezó el asalto. Un ataque rápido y frontal con fuego de apoyo. Toda la sección operativa al completo dividida en dos grupos. Cada uno escindido en dos subgrupos integrados por tres equipos de cinco agentes. Acometieron desde dos puntos. Uno de los grupos avanzó partiendo de la arboleda en la parte baja del baluarte, pegados al muro de barbacana que se extiende hasta Torres Bermejas. Lanzaron granadas cegadoras y lacrimógenas y escalaron con rapidez la escasa altura de la muralla en ese sitio. Abatieron a dos islamistas que abrieron fuego parapetados tras los árboles que ocupaban el espacio intramuros del bastión.
El segundo grupo de geos, al mando de un inspector, lanzó un proyectil macizo sin carga explosiva desde la plaza de los Aljibes, la antigua albacara que antaño albergaba ganado y población de paso. El proyectil derribó el portalón de acceso principal a la Alcazaba, entre las torres del Homenaje y de la Quebrada. Pero ese ataque era en realidad una distracción. El asalto principal se efectuó por el extremo izquierdo de la muralla de la Alcazaba, el punto más débil, al que se accedía subiendo la rampa que enfilaba la Puerta de la Justicia, bordeando la construcción adosada a la Puerta del Vino. Solo una reja, sellada por un simple cerrojo, impedía el acceso por el contramuro al jardín del Adarve que bordea la muralla, y desde el que se llega fácilmente hasta la torre de la Pólvora, donde se iniciaba el sendero amurallado que enlazaba con Torres Bermejas y la torre de la Vela.
En el momento del ataque, una lluvia de humo, lanzada desde un helicóptero en pasada rápida, dejó toda la parte norte de la vieja fortaleza envuelta en una nube opaca. Zarco, a la carrera, consiguió atravesar la muralla en cabeza de unos treinta agentes. Una acción facilitada porque, justo unos segundos antes de que el humo hiciera aparición, un equipo de francotiradores repartido por los tejados del palacio de Carlos V, la torre de la Justicia y la techumbre del Salón de Embajadores hizo fuego con precisión terrorífica sobre los defensores del acceso principal. Los islamistas apenas pudieron hacer otra cosa que aplastar la cabeza en el suelo y protegerse. Uno de ellos, que osó asomar la frente por un reborde de la muralla, cayó fulminado de inmediato con un agujero en la frente.
A partir de ahí, la acción, bien dirigida por Zarco, se desarrolló según lo previsto. Las armas de los atacantes del lado norte abrieron fuego casi al mismo tiempo.
Los bien entrenados geos se movían en parejas como sombras inquietas, comunicándose con pequeños transmisores multifrecuencia. A un observador ajeno y distanciado le hubieran parecido extras virtuales de un juego de guerra, carentes de realidad. Pero la realidad se percibía en el temblor del aire, sacudido por las explosiones de las granadas de mano de fragmentación y cegadoras, y en la cadencia de las ráfagas cortas de los fusiles de asalto y el silbante chasquido de las balas. Repiqueteo de armas, explosiones y disparos que se prolongaban como un eco hasta los confines de la sierra y por toda la Vega. Ruidos confusos y gritos en árabe. El humo arrojado desde el aire y la ligera brisa que soplaba a esas horas no conseguía desvanecer el sabor acre de la pólvora que entraba por narices y bocas como un hormigueo punzante y corrosivo.
Al avanzar, Medina sintió restallar el fogonazo de una bola de fuego que hizo impacto. Un grito se elevó sobre el estruendo y una forma humana empezó a arder, convertida en antorcha viviente que iluminó la noche y la impregnó del hedor a carne achicharrada.
Los geos progresaban con la imparable consistencia de una maquinaria bien engrasada y probada. Haciendo alarde de fácil precisión, parecían seres irreales, un ejército de extras en pleno rodaje de una nueva versión de Blade Runner. Sus pasos medidos, rápidos y seguros se interrumpían cuando caían de rodillas en tierra o con el cuerpo pegado al terreno, para enseguida hacer uso de sus armas, disparando ráfagas cortas, y luego seguir avanzando entre el dédalo de ruinosas casernas, aljibes y mazmorras que llenaban la vieja plaza de Armas.
Envueltos en el halo de oscuridad rasgado por las luces fosforescente de las bengalas, los geos se desplazaban entre ese laberinto de cráteres con la agilidad adquirida en muchas horas de entrenamiento. Con metódica calma iban creando a su alrededor una atmósfera de siluetas fantasmales y enmascaradas que corrían, desaparecían y volvían a aparecer entre el estampido de los disparos y las explosiones. Entre los fugaces intervalos de las detonaciones podían oírse, extrañamente cercanos, los ladridos confusos de los perros asustados por el estruendo del combate, que se multiplicaban desde distintos puntos de la ciudad.
Por un momento, a Medina le llegó la voz de Zarco, que impartía con tranquilidad órdenes a sus hombres. Hablaba en el tono contenido que le era habitual, casi en susurros.
En aquel escenario de muerte confuso, Medina y Berta avanzaron sin perderse de vista, con el cuerpo muy inclinado, intentando protegerse en los agujeros del terreno o al amparo de las escaqueadas ruinas.
Más tarde, al pensar en esos momentos, Medina solo recordaría una serie difusa de imágenes —instantáneas y huidizas— de cuerpos en movimiento y zigzagueantes, distorsionadas en la memoria por la tensión del combate.
Con las imágenes se asociaban los sonidos: el silbido de las balas, la fulgurante trayectoria de los proyectiles trazadores, las explosiones, los gritos en árabe, el flash de las granadas cegadoras. Un conjunto caótico aunado al olor intenso y agrio de la cordita y a la neblina de los disparos, que dejaba flotando espesos jirones grises en la penumbra nocturna.
Los dos agentes del CNI, equipados como el resto de los geos, entraron los últimos por el derribado portón de la Alcazaba. Pasaron sobre los restos del barrio castrense y los antiguos baños, y observaron la implacable y fría eficacia de la hueste de Zarco, eliminando cualquier obstáculo que se interpusiera en su camino. Entre las antiguas ruinas vieron a varios yihadistas muertos, mientras los geos continuaban su avance hacia la torre de la Vela, el bastión vigía y último reducto de resistencia. Había islamistas muertos tendidos boca abajo, y otros parecían contemplar el cielo, reposando indiferentes sobre su propia sangre, aferrados aún al kalashnikov. Uno de ellos había recibido un disparo en el lado izquierdo de la cabeza, y medio cerebro aparecía desparramado sobre las losas venerables de las antiguas casernas nazarís. Berta y Medina fueron registrando los cadáveres, dándoles la vuelta cuando era necesario, pero no encontraron gran cosa en los bolsillos. Linternas, rosarios para contar las suras del Corán, aspirinas, mendrugos de pan, migajas de frutos secos, bolígrafos, pañuelos, calderilla, cordones de botas, navajas. Solo un par de agendas y algunas cartas en árabe parecían constituir el botín de información aceptable. Seguramente bastaría para contentar a Zaldívar.
Los agentes pegaron el cuerpo a tierra y desde allí distinguieron algunas siluetas que se movían en lo alto de la torre de la Vela. Entonces vieron descender al helicóptero Apache, como un furioso dios olímpico, sustentado en el vendaval rugiente de sus rotores de cuatro palas, con su cañón automático de 30 mm capaz de vomitar 600 proyectiles por minuto y su infalible sistema de sensores. El orgulloso monstruo alado dejó caer cargas cegadoras y aturdidoras que barrieron en segundos cualquier posible resistencia instalada en la cima. Las cargas produjeron una sucesión de flases y potentes ondas expansivas que dejaron ciegos y sordos a los defensores. Entre tanto, mientras el Apache se alejaba, los geos, con los ojos y oídos protegidos, derribaron la puerta de la torre y accedieron a la rampa de comunicación interior: una escalera gris de hormigón y paredes de cal blanca con lucernas y saeteras, que ascendía desde un pequeño atrio de piedra abierto al puente empedrado que unía la torre de la Pólvora con la de la Vela. Subieron los cuatro pisos sin dejar de disparar, eliminando enemigos, hasta alcanzar la cima de la atalaya.
Los agentes se lanzaron escalera arriba detrás de los geos. Sortearon varios cadáveres atravesados en los escalones, y cuando alcanzaron el mirador en el que se levanta la campana que remata la torre vigía, vieron a cinco o seis islamistas caídos en el suelo. Algunos estaban rígidos y otros se convulsionaban, tapándose los ojos y los oídos como si estuvieran en pleno trance epiléptico. Mientras los policías remataban su trabajo, Medina se abalanzó hacia donde estaba la bolsa, aparentemente intacta, apoyada sobre el muro de ladrillo que sustentaba la torreta de la campana de la Vela.
El fardo era una especie de mochila de color negro atada con un cordón detonante de pentrita que se prolongaba varios metros por el suelo empedrado y estaba unido a un detonador eléctrico incrustado en el centro del bulto.
Berta observó entonces a uno de los islamistas muertos, con la cara destrozada por los impactos. Era Hussein. Cerca del cadáver vio un pequeño objeto cuadrado, del tamaño de un paquete de cigarrillos. Dedujo que era el temporizador que debía haber explosionado la carga. Recordó el barrido de frecuencias para impedir la detonación, pero no se atrevió a tocar el artefacto. Pensó que quizá bastaría un pequeño roce para que se accionara el artilugio y todo volase por los aires.
Berta captó a uno de los islamistas que continuaba empuñando el fusil de asalto y reptaba intentando aproximarse al bulto. Estaba herido y sangraba en abundancia. Tenía varios impactos de bala en el pecho y las piernas que solo le permitían arrastrarse muy lentamente, dejando una estela de sangre en su avance. Jaleb consiguió apuntar el kalashnikov para intentar explosionar la carga, y a partir de ahí todo sucedió en un instante, tan rápido como el fogonazo de un disparo. Una acción instintiva y maquinal que salvó la Alcazaba, aunque no pudo impedir la muerte de dos geos, además de causar destrozos importantes en la parte baja del baluarte.
Cuando Medina vislumbró que Jaleb le estaba apuntando, ya era tarde para reaccionar. Con las dos manos levantó la bolsa del explosivo. Intentó no bambolear la carga y avanzó hasta una de las esquinas de la terraza de la torre. Debajo, a los pies del baluarte, se extendía una ladera arbolada que iba desde la muralla exterior a la hondonada del Darro.
Convencido de que sería la última cosa que haría en su vida, Medina esperó recibir los disparos del islamista que le apuntaba en el mismo segundo en que, haciendo acopio de toda su fuerza, arrojó la carga explosiva al vacío. Oyó distintamente los disparos que por un momento creyó dirigidos a él, pero no procedían del arma de Jaleb. Berta había vaciado su cargador sobre el cuerpo del Bosnio, que dio algunas vueltas y rebotó antes de morir. Las balas le reventaron las tripas, que quedaron al descubierto revueltas en sangre, pero el islamista aún tuvo tiempo de apretar el gatillo de su kalashnikov antes de trasponer el sueño sin fin.
Entonces, mientras la bolsa con el explosivo impulsada por Medina surcaba el aire, todos trataron desesperadamente de ponerse a cubierto. Se produjo un silencio solemne que se sobrepuso a las últimas ráfagas de los H&K y el estrépito de las granadas, bruscamente roto por la voz desfallecida de uno de los islamistas supervivientes heridos:
—¡Allahu Akbar!
Y luego, otra vez, tras un breve silencio, se produjo la explosión. Un estruendo que resonó y se extendió como un eco sobrenatural en varios kilómetros a la redonda estremeció a cuantos estaban en esos momentos en la Alhambra y dejó una bola de fuego que ascendió desde la torre vigía. Algunos trozos de muralla y de la parte baja del muro que protege la Puerta de las Armas rodaron por la pendiente hasta invadir la pineda. La conmoción enmudeció por unos momentos a toda Granada.
Poco después, una espesa nube negra se expandió por los aires y reabsorbió los jirones de las bombas de humo utilizadas en el asalto. La nube ascendió varios cientos de metros, y el corazón de todos los que la vieron se encogió a la vista del tenebroso nubarrón.
Jadeante, con la boca pegada al suelo del mirador de la torre, rodeada de cadáveres, Berta sintió su cuerpo convulsionado por la explosión, como si se le fueran a salir los huesos. Estuvo a punto de perder el conocimiento y permaneció inmóvil, dando salida a la tensión acumulada, hasta que uno de los geos se acercó y le preguntó si estaba herida.
Zaldívar, la CIA y los rusos tenían razón. Días más tarde, Berta y Medina supieron que la gran explosión se habían utilizado unos sesenta kilos de ANFO (nitrato de amonio con fueloil) más una cantidad de explosivo Semtex, prácticamente indetectable, capaz de difuminar en el aire un edificio de veinte pisos. Pero ni rastro de radiación nuclear.