Setenta y nueve

—Ahora —dijo el inspector jefe Zarco. Un tipo musculoso y cuadrado, de rostro caballuno, dientes de ficha de dominó y cabeza rapada, que parecía recién salido de una película de artes marciales.

El ataque nocturno a la Alcazaba se había descartado a última hora. Desde el Ministerio del Interior lo consideraron demasiado arriesgado. Pensaron que la oscuridad jugaría a favor de los terroristas y podría causar demasiadas bajas a los atacantes. Nadie como Zarco, jefe de la Sección Operativa de los geos, valoraba y cuidaba las vidas de sus hombres, pero la decisión le pareció un grave error. Así lo hizo constar al propio ministro, sin resultado, cuando se comunicó con él por una línea de teléfono especial.

—Estamos muy bien entrenados para combatir de noche, ministro. Ellos estarán más cansados a esa hora y nosotros tenemos visores especiales que permiten el combate nocturno incluso con mala visibilidad. Cada geo lleva, además, un equipo de luz estroboscópica que lanza señales infrarrojas invisibles para el ojo humano, pero mis hombres son capaces de ver claramente con gafas especiales, como si fuera de día. Además, nos apoya un helicóptero Apache desde el aire. Ese aparato puede detectar la situación de cada terrorista por la emisión calórica de sus cuerpos, y nos la transmite al instante. Para nosotros es casi como combatir en un campo de fútbol iluminado, mientras que para los cabrones que están ahí dentro será como hacerlo en una habitación a oscuras.

—Le entiendo, inspector, pero el gobierno ha valorado también otros factores. La noche podría ayudar a que alguno de los terroristas escapase, y si algo fallara ustedes podrían tener muchas bajas. No es solo mi opinión. Hay expertos, compañeros suyos, que también lo creen así.

Zarco colgó irritado, pero el asunto no tenía remedio. Estaba decidido y punto. Así que tuvo que pedir a sus hombres que refrenaran los nervios y se mantuvieran unas horas más al pairo, hasta que les dieran la orden definitiva. Los cincuenta y ocho agentes a sus órdenes tenían la Alcazaba impresa en el cerebro. Sobre una sofisticada maqueta infografiada del antiguo complejo defensivo nazarí, calcado de la milimétrica observación aérea hecha por aviones y satélites, habían memorizado cada accidente del recinto, cada escarpa, cada torre y cada muro durante muchas horas, hasta conocerlos casi mejor que su propia casa. Las ruinas del barrio castrense, donde vivían los soldados de la guarnición árabe, los fosos, ahora rellenados de tierra; los pequeños jardines, los adarves, los salientes, el poderoso almenaje rectangular que coronaba las murallas, los caminos de ronda que comunicaban las torres, y la principal de ellas, la de la Vela, la almenara, la más emblemática: de forma cúbica, casi treinta metros de altura de muro liso y cercenada en parte por un terremoto en el siglo XVI. El instructor hasta les había explicado su historia de vigilancia permanente sobre la Vega, con la campana que luego, cuando Granada fue conquistada, colocaron en lo alto los cristianos para llamar a rebato en caso de incendio u otra calamidad.

—No nos queda más cojones que hacerlo así —instruyó Zarco a su selecta grey—. A pelo y con luz, pero el despliegue táctico será el mismo, y no alteraremos el plan. Volved a revisar los equipos, y si alguien necesita algo, que lo diga ahora. Cuando hayáis terminado, si no tenéis nada que hacer, relajaos y descansad.

Luego volvió a repetirles que se trataba de disparar, salvar a los rehenes y hacer algún prisionero.

—No es fácil —les dijo—, pero sois los mejores. En caso de duda disparad a matar, pero si alguno se rinde o cae herido, lo trincáis. Necesitamos que esos mamones canten. También es importante que destrocemos lo menos posible. No olvidéis que estamos en la Alhambra.

Un par de horas después, el jefe de los geos volvió a repasar con su gente todo el plan de ataque. La radio del puesto central difundía conversaciones sueltas y creaba un fondo sonoro de frases intermitentes que restaba tensión a la escena. Cada uno de los integrantes del grupo de Zarco iba equipado con micrófono emisor-receptor, equipos infrarrojos de visión nocturna y miras telescópicas de francotirador con un alcance efectivo de 600 metros. Los ocupantes de la Alhambra no parecían contar con dispositivos para ver en la oscuridad, lo que daba una gran ventaja a los atacantes sobre el papel, aunque teniendo en cuenta la corta distancia y las características del sitio, esa superioridad no constituía un factor decisivo.

Todos los geos iban equipados con máscaras NBQ contra emisiones químicas o bacteriológicas, pero servirían de poco ante las radiaciones nucleares. También llevaban sujetas al muslo derecho, siempre al alcance de la mano, pistolas Sig-Sauer con munición de 9 mm, y en la misma disposición, en el lado izquierdo, los cargadores de repuesto. Pero su arma principal era el subfusil MP5 Heckler & Koch, un arma automática potente, de culata plegable, muy fiable y de excelente cadencia de tiro, que disparaba ráfagas de tres balas cada vez que se apretaba el gatillo.

Zarco hizo un recordatorio de la misión a sus hombres ante un plano aéreo bastante detallado de la Alhambra realizado por los helicópteros de reconocimiento en las últimas horas.

—Los sensores aéreos —dijo— han detectado una cantidad importante de explosivo camuflado, pero no estamos seguros de qué clase es.

Uno de los geos hizo la pregunta que el resto de sus compañeros tenía en mente.

—¿Podría ser nuclear?

—No voy a engañaros. Se han detectado radiaciones muy pequeñas, pero no hay ninguna constancia de que se trate de explosivo atómico. Las mediciones hechas están lejos de afirmar tal cosa. No hay posibilidad de camuflar una bomba nuclear, pero es probable que el material que nos encontremos sea muy potente.

—¿Una bomba sucia?

—Podría ser, aunque las únicas bombas limpias que conozco son las que no explosionan —bromeó el jefe de los geos, que reanudó el recordatorio—. Terreno: la Alcazaba, un recinto fortificado rodeado de torres y murallas, con un espacio descubierto que llamamos la plaza de Armas, ocupado por los restos de antiguas dependencias militares, aljibes y calabozos: un buen sitio para la defensa y la sorpresa. Pero eso vale tanto para ellos como para nosotros. Lleno de escondrijos, hoyos y embudos, que intentaremos recorrer lo más deprisa posible.

Zarco enumeró una vez más, señalándolas con un pequeño puntero, las principales torres y bastiones: torre de la Vela, la del Homenaje, la Quebrada, la Sultana, la de la Pólvora, la de los Hidalgos, la Puerta de las Armas, que daba acceso a las caballerizas, el antemuro añadido del jardín del Adarve, el pico del Baluarte, y el Cubo que alberga la Puerta Tahona. Repasaron los tramos estrechos, escalonados y acodados que enlazan las torres y dan acceso a los palacios, y las ventanas, claraboyas y troneras desde las que, en otros tiempos, ballesteros y arqueros podían mantener a raya a un ejército.

—Se trata de barrer este espolón. Desde aquí —resumió el geo, y señaló la plaza de los Aljibes— hasta el contrafuerte que prolonga la torre de la Vela. ¿Alguna pregunta?

Estaba claro: destruir y rescatar. En vista de que nadie habló, Zarco pasó a explicar lo último que se sabía del enemigo y sus intenciones. Presumibles, nada cierto. Uno de los agentes preguntó si habían sido identificados los terroristas del comando. La respuesta fue que sí. Algunos.

—El jefe es bosnio, se llama Jaleb, aunque su verdadero nombre es Abdul Azid. Está fichado desde hace más de diez años. Combatió a los rusos en Afganistán, con ayuda de la CIA, claro.

—¿Qué pasa con la ubicación de los rehenes? —preguntó otro geo—. ¿Sabemos algo seguro?

El puntero del jefe del grupo se desplazó hacia la torre de la Vela.

—No han sido vistos en las últimas horas, pero creemos que deben de estar aquí dentro. Esta mañana se oyeron algunos disparos. La verdad es que ignoramos si están vivos, pero en cualquier caso seguiremos el procedimiento habitual. Haremos todo lo posible para rescatarlos, naturalmente, una vez dentro de la torre. Aparte de eso, la misión principal, insisto, es destruir a los terroristas.

Algunos agentes gruñeron palabras ininteligibles.

—No quisiera estar en el pellejo de esos desgraciados —se le escapó a uno de los geos, refiriéndose a los dos vigilantes retenidos.

—Repito que haremos todo lo posible para sacarlos vivos —reiteró Zarco. Aunque es posible (añadió para su coleto) que eso no sea suficiente.

Luego, el jefe de los geos habló del tiempo de que disponían para la operación.

—Todo el que sea necesario hasta acabarla con éxito —dijo—, pero, lo sabéis de sobra, cuanto antes terminemos, menos riesgo y menos bajas. Esto es un golpe relámpago, no un combate de desgaste.

—¿Qué ha pasado con las negociaciones? —preguntó alguien más.

—Rotas. Lo que esos tíos pedían no se les puede dar, ni ahora ni dentro de un mes. Mucha gente pensará que somos unos inútiles si no acabamos con esta historia pronto.

Por unos momentos, los geos se quedaron quietos y silenciosos. Zarco percibió mucha tensión acumulada en las caras tiznadas de los agentes, que, con todo el equipo a cuestas, fundidos en la penumbra de las primeras luces del día, semejaban astronautas de luto, participantes de algún funeral clandestino.

—Ahora —dijo Zarco, rompiendo el mutismo general—, pasemos a repasar la ejecución. La madre del cordero —añadió, provocando algunas sonrisas.

El ataque se llevaría a cabo en dos direcciones, desde los flancos de la muralla principal de la Alcazaba.

—O sea —indicó, utilizando otra vez el puntero—, por la abertura que atraviesa el Cubo de la Puerta Tahona y la puertecilla que cierra el acceso al jardín del Adarve. Ahí concentraremos el esfuerzo principal. El asalto al Cubo casi podríamos considerarlo una maniobra de distracción.

Zarco marcó el recorrido situando el extremo del puntero en la Puerta del Vino, entrada principal de la plaza de los Aljibes, desde donde inició el imaginario recorrido de sus hombres.

—Entramos por la cuestecilla de la parte sur. Es una rampa que corre junto a este muro que tiene una lápida de mármol en recuerdo de un cabo de la Guerra de la Independencia que salvó la Alhambra —carraspeó y se arrepintió de haberlo dicho. Lo último que querría es echarse fama de listillo. Además, ya se le había olvidado el nombre del heroico personaje—. Bueno, pues al final de la rampa nos vamos a encontrar con una especie de garita y junto a ella una puerta de reja…

—¿Qué hay en la garita? —interrumpió uno de los agentes.

—Equipos contra incendios. Está cerrada por una puerta metálica. La puñetera garita no nos interesa para nada —prosiguió Zarco con aspereza, dando a entender que no le había gustado la interrupción.

Continuó moviendo el puntero como si fuese la batuta de un director de orquesta.

—Llegamos a la reja. Es una reja sencilla, de unos dos metros de altura, con ocho barrotes, no más gruesos que mi dedo gordo, en un muro de ladrillo que tampoco es muy alto y enlaza con la contramuralla, donde está la torre Quebrada y la puerta principal, la que utilizan los turistas. Tiene un cerrojo que puede abrirse con un par de tiros. Nada complicado. Pero, para asegurarnos más, arrojaremos al otro lado granadas explosivas y cegadoras por si hay alguien esperándonos. Después, hay que avanzar por el adarve y liquidar todo lo que se nos ponga por delante hasta llegar a la torre de la Sultana. Una torre pequeña de la que sale un muro que lleva a la torre de la Vela. Una vez allí, ya sabéis: al abordaje.

Los geos sabían que eso solo era la mitad de la operación. El jefe del pelotón que debía realizar el asalto desde el extremo del Cubo, para penetrar en la plaza de Armas a través de la pequeña puerta situada debajo de la torre del Homenaje, asintió cuando Zarco continuó hablando.

—El grupo del otro extremo tiene que entrar rompiendo con todo por la abertura que hay aquí (señaló el agujero de muralla bien visible en el Cubo), con cuidado para no despistarse en algunas entradas que dan a galerías subterráneas. Como ya sabéis, el subsuelo de la Alcazaba está lleno de pasadizos, y algunos de ellos tienen salida a la cuesta del Darro. A ver si alguien acaba bañándose en el río y asusta a las ranas. ¿Alguna pregunta?

Silencio. Esta vez no hubo sonrisas.

—Bien. Es todo. Poneos las máscaras y comprobad las armas. Aseguraos. Repasadlo todo una vez más. Que no quede ningún resquicio por donde pueda pasar el gas y que los guantes queden perfectamente adheridos a las manos, sin pliegues ni huecos, como una segunda piel. Ajustaos bien los visores y las gafas. Lanzaremos las granadas cegadoras antes de empezar a disparar.

Incrustados en el grupo de asalto que avanzaría por el adarve que confluía en la torre de la Vela, Berta y Medina, tras escuchar las instrucciones de Zarco, permanecieron tumbados e inmóviles a la espera de la orden de ataque. Una manera de ahorrar energía. Berta observó a su compañero, ensimismado, con la barbilla apoyada en el pecho. Envuelto seguramente en alguna de sus reflexiones sobre el Camino del Guerrero. A ella, lo único que le gustaba de Japón era el sushi.

Finalmente, Berta terminó por imitar a Héctor y se sumergió en el silencio, fingiendo dormitar. Sintió el peso del MP5 entre sus manos y recordó sus primeras sesiones de manejo del subfusil, un arma devastadora de fuego concentrado, como repetía a la menor ocasión el instructor que le tocó en suerte en un campo de tiro que utilizaba el CNI. Un ex sargento legionario del que no había vuelto a saber nada.

—El talento clave para usar el subfusil es el control —insistía—. ¿Y por qué digo que el control es lo fundamental? A ver, a usted, agente, ¿o prefiere que la llame agenta?

Berta era la única mujer en ese momento que participaba en la clase de tiro.

—Agente, por supuesto.

—¿Qué tiene que decir sobre el control?

—Si no se controla bien el arma, sujetándola con firmeza, cuando se usa el fuego automático, aumentan los disparos perdidos. Eso supone despilfarro de munición y peligro para la vida de posibles rehenes o participantes en la acción.

—Muy bien. Se ha ganado usted lo de agente —admitió el instructor, con teatralidad amistosa, antes de volver a dirigirse al resto del grupo—. Venga —el recuerdo de la voz del instructor le sonaba a Berta como una nana y la hizo sonreír—, ahora quiero ver cómo todos ustedes cogen el subfusil… Trátenlo como si fuera su mejor amigo, porque lo es… Si lo cuidan les salvará la vida y nunca les pedirá nada a cambio. A ver qué amigo llega a tanto.