Setenta y ocho

El tiempo transcurría y la tensión en las calles de Granada aumentaba. Daba la sensación de que cualquier cosa podía suceder y algún tipo de estallido social estaba próximo, aunque nadie hubiera podido asegurar dónde y cómo surgiría la chispa. La ciudad parecía vivir bajo una losa de amenaza invisible.

En la comisaría de la Brigada de la Policía Judicial, a las ocho y media de la mañana, el comisario reunió al equipo que trabajaba en los asesinatos del Matador: Varela, Sara Lozano, Julián el Chino, y un inspector de mediana edad, delgado y de mirada cansina, especialista de la Sección Científica de la Brigada Provincial. Esta vez no hubo preámbulos, y la pregunta fue directa al científico.

—¿Qué pasa con el tacón? A ver si acabamos ya con esta puta pesadilla.

Un subinspector de Protección Ciudadana abrió la puerta del despacho para preguntar si alguien quería café, y el comisario le ordenó salir con palabras ásperas. Repitió la pregunta.

—¿Qué pasa con el tacón? Me han dicho que hay novedades.

—Lo hemos enviado a la Comisaría General de Policía Científica de Canillas, en Madrid —explicó el especialista—. El objeto en cuestión tiene una traza superficial exclusiva, un tipo especial de grabado. El dato ha permitido fijar que pertenecía a una bota de media caña, un tipo de calzado que se vende poco, lo que simplifica la búsqueda.

Sara Lozano le pasó a Ayala una nota de prensa sacada de Internet. Procedía de la Unidad de Relaciones Informativas y Sociales de la Dirección General de la Policía y de la Guardia Civil, el largo y rebuscado nombre asignado recientemente al organismo coordinador de ambas fuerzas de seguridad, con el que se pretendía eliminar las fricciones y la permanente desconfianza informativa entre los dos cuerpos. Un recelo mutuo que había provocado desaguisados frecuentes, nunca divulgados, salvo cuando algún periódico destapaba la liebre, a veces por pura casualidad.

La nota de dos páginas tenía marcada una línea con rotulador amarillo y estaba encabezada por un titular en el que se decía que el presidente del Gobierno había inaugurado la mejor instalación científico-analista de Europa en el Complejo Policial de Canillas. Más de dos mil agentes, destacaba también la noticia, prestaban servicio en las distintas especialidades técnicas de la Comisaría General de la Policía Científica en toda España. Ayala se fijó un instante en la línea subrayada y siguió escuchando al inspector. Éste carraspeó.

—Ya veo que la subinspectora le ha entregado el informe. Acaba de entrar en funcionamiento en Madrid una base de datos de Huellas de Calzado, y aquí ni siquiera nos habíamos enterado.

—Pan comido, entonces —dijo el comisario.

—No tanto. Aunque parezca un chiste, esa base de datos fue adquirida en Gran Bretaña, y solo tiene una pega: incluye huellas de calzado de casi todo el mundo, pero no las de España.

—No me jodas, compañero.

—Como lo oye.

—O sea, que nada.

—No tanto. Esta vez hemos tenido suerte, y los de Canillas se han ganado el sueldo. Además, se han dado mucha prisa. Primero revisaron bien la base de datos, comprobaron que la traza del tacón no figura en ella y se aseguraron llamando a Interpol.

El especialista movió la cabeza y dramatizó el suspense suscitado por sus últimas palabras.

—Sin resultado —añadió.

—Así que la bota del asesino es española. Tampoco parecía tan difícil de deducir.

El de la Científica sonrió. Aunque no quiso parecer pedante, no pudo evitar dar su pequeña lección del día al comisario.

—A nosotros no nos valen las corazonadas, ya sabe. Todo hay que demostrarlo como dos y dos son cuatro. Sin dejar lugar a dudas.

Ayala movió las manos y las puso sobre la mesa con las palmas hacia arriba.

—¿Eso es todo?

—No, por fortuna. La Comisaría General dio urgencia al caso y preguntaron a los principales fabricantes de calzado de España si producían un tacón de esas características. Una labor bastante ardua, teniendo en cuenta que hay más de 800 fabricantes de calzado, aunque la mayoría son pequeños productores, casi todos repartidos por Almansa, Elda, Elche, Villena, Logroño y Menorca. Pero los fabricantes de botas redujeron mucho esa cifra. Aun así, es sorprendente lo rápido que han trabajado esta vez nuestros colegas. Dieron con dos fábricas, una en Elda y otra en Menorca, que habían producido ese tipo de tacón, pero la de Menorca está a punto de quebrar, y hace años que no exporta a Andalucía.

—Moraleja… —demandó el comisario, impaciente.

—El fabricante es de Elda y tiene un distribuidor en Granada. El modelo de la bota es «Raider club» H4W.

Hubo caras de alegría en el grupo, y el Chino palmeó la espalda del especialista. Por fin parecían tener algo concreto a lo que agarrarse.

—Te has ganado el ascenso. Esta vez sí —le dijo el Chino, exultante.

—A partir de aquí, todo vuestro. Este es el nombre del distribuidor.

El de la Científica sacó un pequeño papel de uno de los bolsillos de la chaqueta y se lo entregó al comisario, que leyó en voz alta.

—Salvador Canto, con una dirección y un teléfono. Llámale ahora mismo, Sarita.

El grupo de policías quedó a la expectativa mientras la subinspectora marcaba el número en su móvil, pero la cobertura era muy mala y Sara tuvo que salir del despacho. Al cabo de unos minutos regresó, la cara radiante y enarbolando un bloc.

—Distribuida a ocho zapaterías en total. Aquí tengo los nombres de las tiendas.

Los policías se removieron inquietos en las sillas, como galgos atentos a la carrera de la liebre, esperando que Ayala les diera el pistoletazo de salida.

—Bueno, joder. ¿A qué esperáis? Demostradles a los de Madrid que también sabéis hacer algo. Quiero resultados para dentro de una hora.

El Chino objetó que eran las nueve y cuarto y que las zapaterías todavía no estaban abiertas.

—Digamos una hora y un minuto, entonces. ¡Fuera todos!

Cuando los policías salían apresurados, se tropezaron con un agente uniformado. Venía a informar. Ayala se levantó del sillón y le salió al paso.

—¿Qué ocurre?

—Mal asunto, comisario, parece que hay disturbios en el Albaicín.

—¿Luciano?

—Sí.

—¿Qué ha pasado?

—Esa gente se ha vuelto loca. Son como trescientos o cuatrocientos, y han levantado barricadas por la iglesia del Salvador y el Alto de las Tomasas.

—Eso está justo enfrente de la Mezquita Mayor.

—Sí.

El comisario pensó que si los del Mesías asaltaban la mezquita, la paz civil en Granada saltaría por los aires y daba por seguro que habría muertos. Eso sin contar con el escándalo internacional y los comentarios de la prensa extranjera. Otra vez la España intolerante, con el coco de la Inquisición y toda esa nana para asustar a niños llorones. El cliché para todas las estaciones.

—¿Han asaltado la mezquita?

—Parece que no.

—¿Qué pasa con la policía del Albaicín?

—Han atacado a dos agentes. Les han golpeado y les han quitado las pistolas.

Ayala fue enseguida a llamar al comisario jefe, pero este se le adelantó. Cuando llegó al despacho su teléfono ya estaba sonando.

—¿Comisario?

—Le escucho.

—Le supongo enterado de todo el Cristo que se ha organizado en el Albaicín, justo ahora.

—¿Qué quiere decir?

—Los geos están asaltando la Alcazaba. Si abre la ventana podrá escuchar los tiros.

—Ni idea. Ya sabe usted que esos chicos no se dignan informar a los simples policías como yo.

—Déjese de retintín y tenga a todos sus hombres en alerta. Voy a poner en marcha los efectivos de la policía para disolver a los del Albaicín.

—¿Dos asaltos a la vez? Puede ser demasiado. Mejor será mantener la situación bajo control hasta que los geos acaben su trabajo.

—A eso me refería. Voy a cerrar el Albaicín. Nadie podrá entrar ni salir de él hasta nueva orden.

Supo que no era el momento, pero, aun así, Ayala tuvo que decirlo.

—Hay algo más. Estamos a punto de detener al asesino en serie.

—Dedique todos los recursos a lo del Albaicín. El asesino tendrá que esperar. Ahora hay en juego una revuelta popular. Un asunto de Estado.

El comisario dijo que sí a su superior con la boca pequeña, pero su asentimiento sonaba tétrico. Pensó que el comisario jefe era un mentecato inseguro, atento solo a quedar bien con los del Ministerio y asegurarse el puesto. Lo de la Alcazaba y el Albaicín era cosa de los Grupos de Operaciones Especiales y los geos, y si la Policía Judicial no estaba para detener asesinos, era mejor irse todos a casa. Decidió que seguiría adelante por su cuenta y haría lo que le dictara el instinto. El Matador no se le iba a escapar. Eso podía afirmarlo de verdad.