Setenta y siete

La noche había caído sobre Granada y Hussein no podía dormir. Llevaban ya varios días metidos en ese agujero, porque en eso se había convertido la Alcazaba, en un maldito agujero. Los nervios del kosovar, frágiles por las penalidades pasadas en Chechenia y Afganistán, empezaban a quebrarse, aunque estaba seguro de que Dios no lo abandonaría en estos momentos de yihad, de lucha por vencerse a sí mismo y a los enemigos del islam. Pero sabía que el tiempo jugaba a su favor. Cada día que pasaba hablarían más de ellos y su mensaje armado calaría más.

La Alcazaba era un bastión erizado de torres y Hussein, instalado en la pequeña arboleda del baluarte que enfila el Darro y la plaza Nueva, lanzó una mirada a su alrededor. La ciudad aparecía a sus pies como un mar de tejados y casas oscuras moteado por la miríada de luces blancas refulgentes de las farolas. En la lejanía, la inmensa silueta enlutada y opaca de la mole serrana engullía la esporádica iluminación eléctrica de casas y cármenes esparcidos por las laderas, hasta perderse en el cabrilleo plateado de las cumbres de nieve bajo la luna.

El lenitivo aroma que ascendía desde los bosques y paseos del sur de la Alhambra templó su ánimo y le inspiró tranquilidad. Eso aumentó su deseo de descansar dormido entre aquellos árboles. Un lujo que no se podía permitir. Sabía que el momento del asalto final no podía tardar mucho porque la negociación estaba rota. Aunque eso no les importaba. La inminencia del combate le enardecía con esa emoción que precede a cualquier duelo a vida o muerte, cuando la apuesta es abandonar el mundo. Pero no sentía gran dolor ante el probable desenlace adverso. Si la muerte llegaba, sería el término del sufrimiento que había arrastrado en vida, y después esperaban los ríos de leche y miel y las huríes del Paraíso. Morir es cumplir con la voluntad de Alá y obtener la recompensa en el más allá. El momento último solo es una despedida en el sueño hasta el amanecer definitivo. El pasaporte a una existencia mejor y más pura después de haber obedecido a la llamada que le impulsó a luchar en la yihad. Primero, respondiendo a lo dispuesto por Mahoma, el enviado de Dios, cumpliendo con sus deberes religiosos; y después, forjando su cuerpo como una herramienta de combate. Bajo la sabia dirección de Ibn al-Sheij al-Libi se entrenó en los campos afganos de Jaldan y Darunta, donde también afluían combatientes de Cachemira, Chechenia y Asia Central, todos atentos a la llamada del Profeta, alabado sea su santo nombre. Al-Sheij era libio y los norteamericanos de la CIA, que no querían mancharse las manos en su propio país, cerraron los ojos cuando lo capturaron y lo entregaron a Egipto para que allí hiciesen con él lo que quisieran. Lo último que supo de su antiguo mentor solo eran rumores. Se decía que la seguridad egipcia lo había entregado a Libia, aunque otros lo daban ya por muerto.

Para evitar quedarse dormido, Hussein decidió moverse. Desde el bastión subió por una escala de cuerda hasta la torre de los Hidalgos y luego, avanzando agachado, caminó por el adarve, sobre la barbacana que servía de camino entre la doble muralla, hasta alcanzar la torre de las Armas. En el corto trayecto hizo un alto para vislumbrar en la noche a sus compañeros agazapados entre las sombras, aunque algunos no habrían podido vencer al sueño y estarían dormidos, igual que había estado a punto de ocurrirle a él mismo. Distinguió a tres en la torre del Homenaje y otros tantos en la Quebrada. Las dos atalayas defensivas que custodian el acceso principal a la Alcazaba, imponentes y sobrias, dominadoras del barrio castrense, donde había estado acuartelada la guarnición de la Alhambra. Al subir, vio a otros tres hermanos sobre la Puerta de las Armas, que cierra el acercamiento desde el Albaicín, y del resto sabía que estaban diseminados, custodiando el espacio entre murallas, la torre de la Vela y el espolón romo del baluarte del que emerge la muralla que se prolonga hasta Torres Bermejas. Todos estos nombres los conocía porque había tenido que memorizarlos cuando proyectaron en secreto la operación bajo la guía militar de al Kurdi, un superviviente suní del matadero iraquí, con el que se habían reunido y habían estudiado el golpe en algún lugar remoto del sur de Argelia, contando con la orientación espiritual del Emir. Era él quien les había convocado al martirio y les había dicho que si ocupaban la Alhambra, aunque solo fuera unos días, conseguirían estremecer al mundo y lograrían un gran triunfo para el auténtico islam. Además, no estaban solos. Había otras operaciones en marcha y otros hermanos en otros sitios. El Emir le había hablado de Toledo y Madrid, aunque no conocía los detalles.

Pero el Emir había muerto. Lo habían dicho en la radio y él lo había escuchado en el transistor que les servía de antena con el mundo exterior. «Al menos el Emir murió peleando. Supo vender cara su vida. Lo mismo que haré yo», pensó.

Ahora, protegido por el manto confidencial de las estrellas, el kosovar vio a Jaleb acurrucado en la esquina de la Puerta de las Armas que confluía con la muralla, con el kalashnikov entre las manos y la cara cubierta con un pasamontañas negro. El capuchón impedía su identificación lejana y le ayudaba a combatir también el frío de la madrugada. Hussein se aproximó al bulto inmóvil de su compañero y rompió su habitual mutismo.

—¿Duermes, Jaleb?

Hablaron en susurros, y el Bosnio le dijo que esa noche había escuchado más ruidos de los normales y entrevisto preparativos. Movimientos de gente y vehículos. Estaba seguro de que se preparaba el asalto definitivo.

—No tengo miedo —dijo Hussein—, que se cumpla la voluntad de Alá.

Jaleb le preguntó si se arrepentía de algo y el kosovar negó con la cabeza.

—No tengo familia fuera de mis hermanos de yihad. Nadie llorará mi muerte.

—Si atacan, todavía tienes una posibilidad de salvar la vida. ¿Te entregarías, Hussein?

—¿Tú lo harías?

—No lo sé. Seguir vivo para continuar combatiendo es mejor que estar muerto.

Los blancos dientes del kosovar fulguraron en la noche con sonrisa felina.

—Guantánamo, Abu Ghraib o las cárceles secretas son mil veces peores que la muerte, por no hablar de los calabozos que conocemos en los países árabes. Seremos shabid, mártires de la fe, y se nos abrirán las puertas del Paraíso. Alá sabrá recompensar nuestro sufrimiento.

—Pero estamos en España, Hussein. Dicen que aquí no hay torturas ni cárceles secretas.

—El enemigo lejano, los servidores del Gran Satán, lo controlan todo. Si ellos nos reclaman, los españoles nos entregarán. Todos obedecen al mismo señor del mal.

Al Bosnio le vienen a la memoria las últimas palabras del Emir, cuando se despidieron en el piso del Albaicín poco antes de que llegara la policía. «El islam es nuestra identidad, Jaleb. Debemos luchar contra los infieles y los apóstatas para dar testimonio de nuestra fe y alcanzar el Paraíso».

—También muchos de los nuestros siguen al diablo. Nuestra comunidad está dividida —dijo el Bosnio—. Todo esos sátrapas cebados de oro y nadando en petróleo, los jeques de los emiratos podridos de molicie, son también nuestros enemigos. Vivimos oprimidos no solo por los infieles. En el islam hay corrupción y gente malvada.

Hussein asiente.

—Lo sé bien. Gobiernos infectados de depravación e injusticia, sin compasión por los pobres, que no practican la caridad ni ayudan a los fieles; donde lo único que abunda, aparte de los mendigos, son los policías. Espían a todos, torturan y no cumplen las enseñanzas del Profeta, alabado sea su nombre.

Jaleb estaba sorprendido. Nunca había escuchado de Hussein tantas palabras juntas. Y mientras el kosovar sigue hablando, enumerando los desastres que flagelan al mundo musulmán, el Bosnio reflexiona, aunque ya sea tarde. ¿Cómo es posible que el islam pueda derrotar a Occidente cuando dependen de él en tantas cosas? Sus coches, su electrónica, sus televisiones, sus teléfonos móviles, sus medios de comunicación, sus películas, su ropa, su música, sus petrodólares, su armamento… Ni siquiera podemos combatir a nuestros enemigos sin comprarles las armas. Piensa en otros pueblos en esas mismas circunstancias, como los indios norteamericanos, por ejemplo, que ya han desaparecido, borrados del mapa, pero no así ellos, los verdaderos musulmanes, inasimilables, irreductibles, porque cuentan con la fuerza del islam. Es la humillación por nuestro propio fracaso histórico y por la arrogancia de Occidente lo que nos dará fuerza para no extinguirnos y llevar el mensaje del Profeta, alabado sea, hasta los últimos confines del mundo. Y recuerda las palabras de Sayyid Qutb, el teólogo egipcio, cuyos libros le han iluminado muchas veces: solo la sumisión a Dios nos permitirá solucionar la ignorancia, la injusticia y la pobreza. Aunque sabe bien que eso no figura en las enseñanzas de Economía que imparten las universidades de los países poderosos de Occidente.

Luego, cuando Hussein acaba su letanía de desgracias, Jaleb también reniega de sus compatriotas de Bosnia porque tampoco son musulmanes verdaderos. Allí las mujeres no van cubiertas, los hombres beben alcohol y comen cerdo, y no van a la mezquita ni rezan las cinco oraciones al día. El mismo Sadam Hussein y su régimen laico no eran sino un montón de basura, aunque nunca admitiría eso ante ningún cristiano, ahora que Irak ha sido mancillado y destruido.

—El progreso sin Dios —dice el kosovar— es un pozo sin agua. Solo el islam salva.

Abrumado por el presentimiento de lo que puede ser la última hora de su vida en esa colina de Granada, la serenidad de la noche es un lago límpido en el camino al cielo. Pero no puede evitar pensar que la muerte, toda muerte, es un salto en el vacío, una pirueta sin red en el caos cósmico. Que Alá le perdone.

—¿Nunca tienes dudas, Hussein?

Al kosovar le sorprende la pregunta. No acaba de entender cómo se puede dudar cuando se está seguro de Dios.

—¿Para qué sirven las dudas? Todo está en el Corán. Somos muyahidines, guerreros de Dios.

—Eso nos obliga a mantenernos puros y cumplir las leyes estrictas de la guerra santa.

—¿Qué leyes son esas, Jaleb?

El Bosnio se da cuenta de que Hussein no sabe de qué le está hablando. Pero él ha estado con los ulemas de El Cairo y Jartum. Ellos le han enseñado que hay varios tipos de yihad, y que el uso de la fuerza está sometido a regulaciones estrictas: no matar inocentes, niños o mujeres; no mutilar los cadáveres de los enemigos; no luchar por política o bienes materiales; no atacar escuelas ni iglesias… Recuerda la monstruosa matanza que el comando checheno llevó a cabo en la escuela rusa de Beslan, donde murieron más de cien niños. Recuerda los coches bombas, las acciones de terrorismo indiscriminado, las bombas en los trenes de Madrid, en los hoteles de Indonesia y el mar Rojo… Eso no podía agradar a Dios. Ellos también tienen las manos manchadas de sangre. Matar inocentes iba contra las palabras del Profeta, pero cuando se combate con tanto odio, ¿cómo saber dónde está la línea y cuándo se están vulnerando las leyes estrictas de la guerra santa? Y piensa que es muy tarde para responder a esas preguntas. Seguramente, ni los ulemas se pondrían de acuerdo. La muerte es un interrogante sin respuesta, un acto de fe.

—Olvídalo, Hussein. Mi cabeza divaga esta noche por la falta de sueño.

A Hussein le brillan los ojos en la noche como punzadas fosforescentes en el rostro manchado por el tizne del camuflaje.

—¿Hemos ganado, Jaleb?

El Bosnio sabe que Hussein se refiere a esta batalla y no sabe qué responderle. Son kamikazes de la yihad. Repartidores de muerte al albur, desatadores del miedo, y han removido los peores instintos del mundo infiel. Han desencadenado histerias colectivas que parecían olvidadas, y las falsarias democracias han tenido que endurecer sus leyes contra sus propias poblaciones. Cuando el mundo dominado por el Gran Satán viva bajo el miedo permanente, acosado por sus propios gobiernos, con sus libertades anuladas o empequeñecidas, habrán ganado. El sacrificio no habrá sido en vano. Pero ahora, en este preciso instante, se siente cansado, y no sabe cómo explicarle todo esto a Hussein.

—Somos la espada de Alá —dice por fin—. Si nuestros enemigos tiemblan, hemos triunfado y nos espera el Paraíso.

El kosovar le tendió la mano.

—Entonces, hermano, nos veremos allí.

Jaleb asiente, pero medita que morir no justifica el sufrimiento ajeno ni la sangre derramada. Solo es añadir muerte a otras muertes. ¿Y si Alá les negara la entrada en el Paraíso? ¿Y si su sacrificio no fuera agradable a Dios? ¿Y si la sangre de las víctimas tuviera más valor para Alá que la yihad? ¿Y si las bombas y el terror fueran el camino equivocado?

Piensa que Satán le está tentando en esos últimos momentos que seguramente le quedan de vida, y sacude la cabeza para ahuyentar los malos pensamientos. Recita mentalmente la declaración de fe: No hay más Dios que Alá y Mahoma es el enviado de Alá.

Una sombra se mueve agachada hacia las dos figuras susurrantes, y Jaleb reconoce a Mansur, el tayiko. Un combatiente de la primera hora, desde los tiempos de la decadencia y caída del comunismo, cuando la Unión Soviética empezó a desmigajarse como un pan blando picoteado por los pájaros y en Asia Central comenzaron otra vez los rezos en las mezquitas.

—Hay movimiento al otro lado de las puertas —dice Mansur—. Creo que ya están aquí.

Jaleb se incorpora y asiente. Todos sus hombres están en sus puestos y saben lo que deben hacer. Lo han repetido mil veces. Silencioso, se dirige a revisar la guardia en la torre de la Vela, donde a los asaltantes les aguarda la sorpresa que hará temblar Granada.

—¿Qué hacemos con los rehenes? —pregunta Mansur.

Jaleb lo piensa un instante, y luego se cruza la garganta con el filo de la mano derecha. Sus dudas han desaparecido. Que Alá, el Misericordioso, le perdone.

—Han matado al Emir. Que paguen por eso.