Setenta y seis

—Felicidades por lo del Emir, Berta. Tú y Jordán os habéis apuntado un diez y medio —dice Zaldívar.

—A ver si por lo menos me dan un diploma para colgar de la pared.

A Berta le resbala el elogio. No hubo mucho mérito en defenderse cuando los yihadistas se liaron a tiros. Además, murió el teniente y el Emir y los suyos se llevaron sus secretos a la tumba.

El coronel, que piensa quedarse en Granada hasta que acabe todo, ha ordenado a Jordán que regrese a Madrid a cubrir una baja y le ha indicado a Berta que si necesita ayuda psicológica puede tomarse unos días de permiso. Por toda respuesta, Santana le ha dicho que ella nunca toma vacaciones antes del verano. En cuanto a la psicóloga, prefiere que la invite a una buena cena. Gracias.

Zaldívar, con los ojos hinchados por el cansancio y la falta de sueño, escruta a sus dos agentes mientras cambia de tema y empieza a informar con lentitud.

—Está todo decidido. El asalto será dentro de unas horas, de madrugada. Los geos se encargarán de todo. Seguramente no dejarán títere con cabeza.

—O sea, que entran a matar. La especialidad de la casa —comenta sarcástica Berta.

—Bueno, ya sabéis cómo son las cosas. Los del turbante no se rinden y esto no puede durar ni un día más. Los norteamericanos han pedido mano dura. Son órdenes de muy arriba. El mundo está pendiente de lo que ocurre aquí y empiezan a considerarnos un país bananero (si es que han dejado de hacerlo alguna vez, pensó para sus adentros). A Verdejo le han colgado la etiqueta de blandito y se ha puesto nervioso. La broma tiene que acabar. Fin de la jugada.

—¿Y qué pasa si hay carga nuclear?

El coronel se encogió de hombros.

—Un farol, con toda probabilidad. El Faraón ha hablado con Langley, y los de la CIA se lo han reafirmado, aunque, como ya sabéis, han detectado una ligerísima concentración radiactiva dentro de la Alhambra. Nuestros técnicos creen que puede ser por alguna variable ambiental, o como se diga esa mierda.

—¿Una lotería de verdad o un número amañado? —preguntó Berta.

—Una quiniela altamente ganadora, diría yo. Noventa y ocho por ciento a que no hay explosivo nuclear, y eso siendo muy quisquilloso. Como mucho, una bomba sucia de baja potencia, aunque esto también sea una posibilidad remota. Si no fuera así, los aparatos de la OTAN la habrían detectado.

—Una baja potencia que elevaría la Alhambra a los cielos, junto a Alá, Jehová y la Santísima Trinidad —apuntó con sorna Medina—. Por no contar las miles de personas que volarían al paraíso en un instante. Milagro, milagro.

Zaldívar también prefirió tomárselo a broma. Soltó una risotada hueca.

—Y nosotros volaríamos con ellos, muchacho, y traeríamos información operativa de los angelitos. Seguro que están más enterados de lo que pasa en la tierra que nosotros.

Mientras hablan en el piso franco que utilizaba Lojendio en Granada, cerca del severo y magnífico Hospital Real construido por los Reyes Católicos, la noche se avecina sobre los cerros de la Cartuja, surcados por la vieja muralla árabe. Granada, en esas horas que preceden al anochecer, acentúa su recogimiento y se viste con sus mejores galas de seducción. Casas y gentes parecen flotar en espera del halo nocturnal que transformaba a la ciudad y la envuelve cada noche en el manto de las mil historias que entretejen su pasado.

Zaldívar interrumpe su labia. Dice que tiene la boca seca y les pide que traigan algo de la nevera para beber. Medina se levanta y al poco regresa con tres latas de cerveza. Berta se queja de que no haya vasos. «No me gusta beber a morro» —dice—, y saca del mueble-bar una copa grande en la que vierte la cerveza. Medina y Zaldívar observan con curiosidad cómo la agente llena hasta el borde la copa. Los dos hombres intercambian una ligera sonrisa y luego abren sus latas.

De nuevo, el jefe de la 503 toma la palabra. Con cierta parsimonia despliega una fotografía en papel que parece enviada por fax o Internet.

—Existe un pequeño problema. Los americanos nos acaban de dar esto. Un regalo recién sacado por sus satélites o lo que cojones tengan espiando desde el cielo.

El coronel señala con el pulgar el cielorraso, como si se estuviera refiriendo a una deidad celestial.

Medina revisa la fotografía y después de examinarla un par de minutos se la pasa a Berta, que también la escudriña: el espolón sur de la Alhambra que desciende hacia la barranca del Darro a vista de pájaro. Se distinguen perfectamente, enfocados por el buitre metálico del cielo, el recinto amurallado, el pico redondeado del baluarte, la Puerta de las Armas, la torre de la Vela, el gran patio de Armas de la Alcazaba y la torre de Comares.

Pese a la poca calidad del papel, la nitidez de la imagen es excelente y permite distinguir objetos y personas con mucha exactitud, como si la foto estuviera sacada desde pocos metros.

—Cuento hasta diecinueve malos. Demasiada gente. Si se defienden bien puede haber matanza —dice Medina.

—Yo digo lo mismo —ratifica Berta—. Aunque a mí solo me salen dieciocho.

—Fijaos un poco más. Algo que os llame la atención y no parezca estar en su sitio.

—Coño, jefe. Esto parece un concurso de la tele —bromea Medina—. Sin ánimo de frivolizar, claro.

Los dos agentes vuelven a escudriñar la fotografía y entran en el juego del pequeño desafío que les propone Zaldívar. Se esfuerzan por hallar el cabo suelto, hasta que por fin Berta distingue un bulto pegado a la cara interior de la torre de la Vela. Parece una mochila grande o una bolsa redondeada. De uno de los extremos, afinando con lupa, sale un rastro muy fino. Podría ser un cable.

Con rechifla, Zaldívar sonríe a Medina.

—No es por nada, pero me parece que alguien te ha mojado la oreja.

—El mundo es de las mujeres, coronel. Usted, que lleva casado tanto tiempo, debería saberlo mejor que yo.

Al coronel no le hizo mucha gracia la réplica, aunque eso no desdibujó el forzado gesto sonriente en su rostro.

—Bueno, bueno. Vamos a centrarnos. Lo que quería deciros es que tenéis que encargaros de esa mochila, o lo que sea. Primero, impedir que estalle, por la cuenta que nos tiene a todos; y segundo, conservarla intacta si es posible para que los expertos la examinen a fondo. También necesito que seáis los primeros en echar un vistazo a la documentación, papeles o cualquier cosa que esos locos lleven cuando acaben cosidos a tiros por los geos. Es importante que tengamos información propia de la traca en la Alcazaba. Para eso estáis vosotros. Todo lo que recojáis nos puede valer, pero sobre todo papeles: agendas, cartas, planos, cosas así.

—¿Lo saben ya los geos? —preguntó Berta.

—Sí.

Medina sabía que Zaldívar le sacaría jugo a la información que él y Berta consiguieran. La utilizaría para intercambiarla con algunos mandamases del tinglado secreto internacional: la CIA, el MI6, el SEDEM francés, el Mosad, el BND alemán, el FSB ruso…, sin contar los servicios secretos de países árabes. Era una cosecha que bien dosificada le liaría ganar puntos no solo ante el gobierno, sino también entre sus pares en eso que los pomposos denominan la «comunidad de inteligencia».

Berta y Medina se miraron un tanto extrañados. En este tipo de misiones los geos actuaban solos. No estaba previsto que tuvieran compañía extraña. Serían dos intrusos mirados con recelo.

—Sé lo que estáis pensando —se adelantó el coronel—. Nadie os ha dado vela en este entierro, es verdad. No participaréis en el grupo de asalto, pero les acompañaréis en calidad de «incrustados». Como hicieron los periodistas en la Guerra del Golfo.

—Explíquese, coronel —dijo Medina, ahora completamente serio. La palabra «incrustado» le traía muy malos recuerdos—. Mis nociones de periodismo son más bien escasas, y no he escrito ningún titular desde que siendo niño embadurné con espray una pared en mi barrio.

Al jefe de la 503 aquello pareció hacerle gracia. Apuró la lata de cerveza y les contó el plan con la misma soltura que si estuviese relatando el argumento de una película recién vista.

—Vosotros iréis detrás del grupo de asalto. Vestidos como ellos, para que no haya confusión. Una vez dentro del fregado, tenéis que alcanzar los primeros esa jodida mochila, maleta o lo que sea. Si hay que disparar, disparáis. Los del equipo de explosivos llegarán enseguida para quedarse con la «cosa», y entonces vosotros —¿lo digo a lo bestia?— os dedicáis a registrar los bolsillos de los islamistas muertos. Tenéis que revisar también el campo de batalla. Puede que encontréis algo interesante, nunca se sabe. Luego me lo dais todo a mí y yo se lo doy al Faraón. Así de fácil.

—Jefe, si no fuera por el cariño que le tengo, diría que esto es una cabronada o algo parecido. Los geos se van a cabrear mucho —dijo Medina, sabiendo que Zaldívar, como así ocurrió, se echaría a reír.

—Nada de cabronada. Es una hijoputada —remachó en serio Berta—. Haremos de chacales aprovechando que los geos abaten la pieza. Lo último.

—Chica lista. Lo has explicado a la perfección —dijo Zaldívar.

La agente rezonga, mordaz.

—Por lo menos, los geos sabrán que vamos con ellos, ¿cómo has dicho, coronel?… Ah, sí: incrustados. En lenguaje llano, de pegote.

—Ningún problema —zanja Zaldívar—. Ya están avisados.

—Seguro que les hará mucha gracia cuando nos vean registrando a los muertos.

—Bueno, tampoco estamos en un concurso de chistes.

—Ya. ¿Y qué pasa con los dos rehenes? Me imagino que hay un plan para salvarlos —dijo Medina.

El coronel puso cara de circunstancias.

—Eso es cosa de los geos y del gobierno. Suponiendo que estén vivos —añadió—. Nosotros vamos a lo nuestro.

—Si mueren, se va a liar —objetó el agente—. Toda la operación será una mierda.

—Pobres de ellos. No quisiera estar en su pellejo, muchacho.

Por el tono neutro en que habló el coronel, ni Berta ni Medina entendieron bien si con lo de «pobres» se refería a los islamistas o a los desgraciados vigilantes que seguían en su poder.