Setenta y cuatro

Medina, el coordinador de la policía y el delegado del Gobierno en Andalucía se habían reunido en un despacho de la subdelegación del Gobierno en Granada para examinar la cinta sonora de Jaleb. La pregunta clave es muy simple: ¿qué hacer? El debate les lleva a la conclusión de que Jaleb no negociará. Busca el martirio.

Nervioso, el delegado del Gobierno marca en el móvil el número del presidente de la Junta de Andalucía.

Solano es un hombre inquieto y rechoncho, de rostro casi plano, nariz chata, ojos hundidos y una calva de media cabeza. Antiguo ingeniero civil, no le gusta la política y se ha visto arrastrado al cargo por afinidad con su hermano, que es director general en el Ministerio del Interior. Aunque el episodio con Jaleb no le ha dejado satisfecho, ha seguido las instrucciones que ha proporcionado el coordinador: generar confianza en el interlocutor, pero sin dejarse ablandar. «No olvide que nuestro fin es detener al malo, y si el malo gana, nosotros hemos perdido».

—Usted tiene dotes de habilidad social, o no hubiera llegado a ser delegado. Utilícelas de forma espontánea. Trate de ser más persuasivo. No amenace. Cualquier negociador es un manipulador, y usted además es un funcionario y un político. Manipule y, sobre todo, escuche. Debe escuchar activamente. Es fundamental. Trate de aprender lo que pueda del terrorista que le hable —dijo el coordinador.

—No soy un profesional de esto —se excusó Solano.

—Anímese, todo está en Sun Tzu, el mejor estratega de todos los tiempos. Decía que si conoces a tu enemigo y a ti mismo, nunca serás derrotado. Si no conoces a tu enemigo pero te conoces a ti mismo, tus oportunidades de ganar o perder están igualadas. Pero si no conoces ni a tu enemigo ni a ti mismo, entonces es cuando estás de verdad jodido. Seguramente usted ya lo sabe.

—No. A mí no me suena el Chun Tu ese —contesta el funcionario, algo molesto.

Mientras el coordinador habla, los malos recuerdos, sepultados en el inconsciente de Medina bajo siete llaves, hormiguean de nuevo. Su única experiencia en secuestros fue aquel en el que todo salió mal. Era un belga sospechoso de venderle armas a ETA al que venían siguiendo desde hacía más de un mes por media Europa. Cuando llegó a España fueron a detenerle al salir una mañana de su apartamento. El belga se resistió y consiguió desasirse de los agentes que intentaron meterle en un furgón estacionado a pocos metros. Ahí vino lo peor. El traficante capturó a una mujer que tuvo la desgracia de pasar por allí y le puso una pistola en la cabeza. La mujer pensó que le estaban robando y sollozaba sin parar. Quizá fuera eso lo que puso nervioso al tipo. Caminó arrastrándola con la idea de capturar un coche, y cuando fue a parar uno, los agentes se lanzaron sobre él. Liquidó a su rehén de un tiro en la nuca y los sesos de la víctima salpicaron la acera. Los agentes dispararon y la mujer murió. Ama de casa con tres hijos. Todo fue una mierda. Un completo desastre.

En una habitación cercana, el grupo de apoyo de la Policía Nacional esperaba instrucciones. Había una mujer cuadrada de hombros, alta y rubia, y un técnico especializado en detectar perfiles de personalidad a través de las voces.

—Lo principal —había dicho el coordinador al delegado— es comprender la mente del terrorista. Nunca amenace o vocifere. Si lo perciben temeroso no confiarán en usted, y si lo ven demasiado enérgico lo considerarán un riesgo, una amenaza. En cualquiera de los dos casos, ellos también se volverán imprevisibles, y un terrorista imprevisible es una granada sin seguro. Puede estallar en cualquier momento. La táctica a seguir pasa por extremar la amabilidad, hablar con esa gente como si en el fondo nos cayeran simpáticos y estuviéramos dispuestos a comprenderles. O sea, venderles la moto. Agradezca cualquier gesto benévolo de esos cabrones hacia los rehenes, y nunca diga «no». En eso tendrá que ser como las putas. Está terminantemente prohibido negarse.

—Tendré que hacerlo —dijo el delegado, que aguantó sin ninguna demostración de desaliento todo aquel chaparrón de consejos.

—¿Hacer el qué? —dijo el policía—. No haga nada. Solo hable.

—Negarme. No puedo darles ninguna de las condiciones que piden, salvo la del dinero. Si se conformaran con ser ricos y desaparecer, yo lo arreglaría enseguida. Pero lo dudo. Estamos hablando de fanáticos. Más duros que mulas.

Medina mostró su desacuerdo con el pago, aunque sabía que el gobierno estaba dispuesto a dar lo que fuera.

—Esa gente solo quiere el dinero para una cosa. Son fanáticos. Los estaríamos alimentando para seguir matando.

—Puede que tenga razón, pero yo hago lo que me mandan —respondió el delegado—. Ya le he dicho que no soy político. Me considero un simple funcionario del Estado que cumple órdenes.

—Como un robot.

—Ahora que lo dice, pues sí. Como un robot. ¿Y usted qué? ¿Acaso cobra todos los meses por desobedecer? No me venga con tonterías —replicó ceñudo el delegado. La crítica de Medina parecía haberle tocado, aunque no pensaba adoptar ninguna iniciativa que provocase el cabreo de la Moncloa. Todo menos jugarse el cargo.

Alguien vino ofreciendo café y la tensión se disipó un poco.

El coordinador pasó la cinta de voz a una psicóloga forense rubia y a un perito en material sonoro del grupo de apoyo. Los dos se concentraron en cada palabra, como si estuvieran indagando un tesoro. Parecían competentes en su oficio. Finalmente, ambos alcanzaron una especie de consenso y dieron su opinión.

—La voz de ese Jaleb presenta, desde luego, elementos psicopatológicos, pero no estamos hablando de un tipo «rayado» convencional. Parece capaz de autocontrolarse bastante —resumió la rubia.

—Creemos que su personalidad encaja en lo que denominamos «Síndrome de Ícaro» —agregó el especialista.

El delegado gruñó.

—¿Y eso qué coño es, si puede saberse?

Los expertos intercambiaron miradas, antes de que la psicóloga, tras un ligero titubeo, empezara la lección.

—Se trata de una personalidad con rasgos predominantemente narcisistas. Individuos que se encuentran limitados para formarse juicios objetivos sobre la realidad que les rodea. Viven una vida de fantasías exaltadas y sienten un intenso deseo de ser admirados y amados. Desean ver el mundo entero rendido a sus pies y alabando sus grandiosas hazañas.

—Así que Jaleb tiene complejo de Ícaro —sonrió Medina—. Quién lo diría. Yo pensaba que era un simple terrorista.

—No se burle —dijo la rubia, a quien desconcertó el comentario del agente.

—Aquí no se burla nadie —dijo el coordinador, fulminando a Medina con los ojos—, y disculpe usted si lo que ha dicho este compañero lo ha parecido. Es muy interesante lo que nos está diciendo.

La psicóloga se aclaró la voz antes de proseguir. Se la notaba nerviosa y acalorada.

—Esa clase de individuos creen que la comunidad se va a poner en pie de guerra para respaldarlos en sus demandas, y se desilusionan cuando su llamamiento a la acción no produce la respuesta esperada. En ese momento, como ocurrió con el Ícaro mitológico, se estrellan.

Medina no era muy ducho en cuestiones mitológicas y tardó en comprender.

—¿Cómo que se estrellan?

—Quiero decir que el choque con la realidad los destruye.

—¿Y eso le pasó a Ícaro?

La rubia creyó que Medina le estaba tomando el pelo y se molestó.

—¿Por qué no abre un diccionario y lo mira?: Ícaro. Está en la I.

A Medina todo aquel intercambio de perogrulladas psicológicas le parecía pueril. Una pérdida de tiempo. Pero sus neuronas frenaron a tiempo.

—Seguiré su consejo —dijo Medina amablemente a la mujer, con un tono de voz que parecía sincero.

—Bueno, haga lo que quiera —dijo la psicóloga, más amansada—. Tampoco es que sea tan importante. Ícaro era un personaje mitológico. Intentó volar hacia el sol con alas de cera, pero el sol las derritió y cayó.

—Ya lo sé. El problema es que nuestro Ícaro fundamentalista va cargado con explosivos. Si Jaleb cae a tierra y estallan, media ciudad puede quedar reducida a un montón de polvo.

Cuando el acaloro de la discusión hubo pasado, el agente del CNI se acercó a la psicóloga.

—Le pido disculpas. No tenía ninguna intención de ofenderla.

La rubia aceptó el descargo con una sonrisa dando por terminado el incidente.

—Vamos a acabar con esto y luego la invito a unas copas —se guaseó Medina.

A ella se le escapó un mohín de riente complicidad.

—Tendrá que invitar a mi marido también. Estoy casada.

—Entonces que la invite su marido. Más le vale.

Media hora después, Solano ha salido de la subdelegación y se mantiene en contacto directo con el presidente del Gobierno. La comunicación se establece por medio de un par de pantallas de vídeo e imágenes, enlazadas vía satélite con la Moncloa e instaladas dentro de un gran camión, parecido a los utilizados para hacer mudanzas, que está aparcado en el parador nacional construido sobre el antiguo convento de San Francisco, dentro del recinto de la Alhambra. Al presidente Verdejo le ha desconcertado mucho el rechazo de Jaleb a continuar negociando, aunque el mismo mandatario reconoce que no quedaba mucho por negociar. Ni los israelíes ni los norteamericanos quieren hablar de concesiones, y él no podía dar a los islamistas lo que pedían, excepto lo menos importante en este caso: dinero. «Siga intentándolo», se despidió el presidente sin mucha convicción. «Pero ¿pasamos al plan B?», dijo el delegado. Más que pregunta era una afirmación. Y Verdejo, dando por concluida la conversación, respondió negativamente. «Sería una matanza», piensa.

Cuando el delegado sale fuera del camión, el viento arrastra ecos de la oración ritual de Jaleb y sus compañeros, postrados hacia La Meca: la Ilaha Il-a’lahu Muhammadur Rasul-ul-lah. No hay más Dios que Alá y Mahoma es el mensajero de Dios. Es la hora del ashr, la oración de la tarde ya declinante. Desde donde estaba, podía ver la ciudad como un rompecabezas de casas bajas blancas y ocres de tejados marrones. Un conjunto salpicado de cipreses y los reducidos espacios verdes que marcaban los cármenes, las villas con jardín umbrío y patio de azulejos repartidas por toda Granada como oasis de quietud familiar, semiocultas al paseante. Un panorama de muros encalados y vergel urbano y floreciente, solo afeado por algunas altas grúas que aportaban tonos incongruentes, como pájaros de mecano con las patas apresadas en el fangal del entramado de calles y techumbres.

El sol brillaba oblicuamente e iniciaba su caída hacia el oeste, donde la ciudad de Granada se extendía en un tridente de largas avenidas desde la plaza del Triunfo hacia el aeropuerto y la autovía que se perdía en lontananza hacia Jaén y Madrid.