Setenta y dos

Esa misma noche, después de dejar aviso en comisaría, la vidente consiguió hablar por teléfono con Ayala desde un ventorro cercano a la cuesta del Chapiz. La voz del policía sonaba cansada a esas horas, después de una larga jornada de ajetreo y tensiones, pero escuchó con atención todo lo que Graciana, angustiada, le contó con frases entrecortadas.

—Tengo miedo —resumió la mujer.

—Cálmese. Nadie puede saber lo que hemos hablado.

—Luciano y su gente estuvieron aquí. Me amenazó de muerte. Se había enterado de que estuve con usted. En Granada, hasta las piedras tienen ojos. Debería saberlo.

Ayala escuchó un sollozo reprimido.

—Le enviaré un policía a vigilar la cueva para que esté tranquila.

—No. Hasta ahora he sido una mujer fuerte y no quiero dejar de serlo. He conocido seres mucho peores que Luciano.

—Hace mal. Por lo que usted misma me ha contado, ese individuo es peligroso. Ya no está en sus cabales. Prométame, al menos, que se lo pensará.

—Prometido. Si vuelve a amenazarme, le llamaré.

—Espero que sepa lo que hace. Cuídese.

—Es lo que he intentado hacer desde que era niña, comisario.

Cuando terminó de hablar con la vidente, el comisario oyó un ronroneo en el cielo. Localizó con la vista el origen del sonido. Un helicóptero negro sobrevolaba la Alhambra, como un buitre amenazador atisbando la carroña. Su vuelo denso y pesado, casi estático, describía círculos sobre la Alcazaba y las murallas de la vieja fortaleza. Ayala dedujo que el aparato estaría provisto de una amplia panoplia de equipo fotográfico de avanzada tecnología, capaz de emitir imágenes de objetos y personas en tiempo real a una base terrestre, encargada de procesar y analizar el material obtenido. Supuso —y acertó— que la máquina volante iría también equipada de infrarrojos y sensores térmicos con capacidad para detectar explosivos, minas y escondites de armas. Le habían hablado de las posibilidades de observación, cercanas a la ciencia ficción, que tenían esos «ojos de Dios», siempre listos, de día y de noche, con niebla o sol, nieve o lluvia, para reproducir con exactitud infalible la situación de cada uno de los asaltantes sobre el terreno.

Absorto, el comisario contempló las evoluciones de la gran ave negra, que de repente, cumplida su misión, se elevó en el aire como una flecha, ascendiendo casi en vertical y alejándose con la rapidez de un cohete.

Intuyó que el quiste islamista de la Alhambra no tardaría en ser extirpado, y aquel vuelo formaba parte de los preparativos del asalto. Él, seguramente, lo hubiera hecho de otra manera. Siempre había confiado en la astucia y la paciencia más que en la fuerza bruta, pero a fin de cuentas solo era un simple comisario al filo de la jubilación, que ni siquiera había conseguido impedir que un asesino suelto sembrara el terror en Granada. Además, era consciente de que las palabras no son eternas. Tienen su tiempo y su límite y luego acaban pudriéndose. Cuando eso ocurre, el diálogo es pura farsa. Un golpe bien asestado a tiempo puede ser más justo y efectivo que todas las pláticas, admitió para sus adentros.