Por la cuesta que conduce a la cueva de Graciana, subieron al caer la tarde el Mesías y sus seguidores. Sus voces atropelladas rompían la mansedumbre de las últimas horas de luz del día primaveral, como heraldos perturbados de algún proyecto oscuro.
Una de las mujeres que vigilaban la entrada los vio acercarse y avisó a la vidente. Graciana dudó, hasta que por fin se decidió a esperar a la caterva en la puerta de la gruta con la única compañía de Constancio, que la seguía a todas partes como un perro fiel. El resto de sus acólitos quedó concentrado, como un hato medroso y acongojado, dentro de la cueva. Algunos de ellos, hincados de rodillas, oraban entre suspiros y ayes.
Cuando estuvo a poca distancia de la vidente, el Mesías levantó la mano e impartió órdenes. La mayor parte del grupo que le acompañaba permaneció quieta en el sitio, y él avanzó custodiado por lo que parecía ser su guardia personal. Cinco o seis individuos fornidos y de aspecto avieso que empuñaban garrotes gruesos con aire amenazador. Graciana, con el rostro sereno y sin perder la calma, los observó avanzar hacia ella.
A un gesto del Mesías, los guardianes pararon. Mientras, Luciano continuó avanzando hasta enfrentarse a Graciana.
—¿Qué quieres? —dijo la adivina.
—Vengo a denunciar tus maldades de bruja —gritó Luciano—. Tus ceremonias diabólicas en esta cueva de Satanás.
—Mis palabras son de amor y paz. Nada tengo que ver con el diablo.
—Dicen que puedes predecir el futuro y hacer milagros. Que curas a gente —sonrió Luciano—, ¿es verdad?
Graciana calló. Vio los rostros endurecidos de los guardianes del Mesías y supo que aquellos hombres estaban dispuestos a hacerle trizas en cuanto el Mesías se lo pidiera. Eran caras crispadas, enrojecidas por el sofoco de la subida a la cueva, marcadas con todas las señales del fanatismo agresivo. Sintió miedo.
—Contesta, bruja, hihaputa. ¿Haces milagros? ¿Te crees acaso Jesucristo?
—Creo en Dios —dijo Graciana—. Mis poderes, si alguno tengo, vienen del mundo que Él ha creado.
—¡Eres una arpía! —chilló el Mesías—. Merecerías morir quemada, como tus semejantes en otros tiempos.
—Regresa con los tuyos y no me amenaces —dijo Graciana con serenidad—. Nada malo hice.
—¿Llamas «nada» a predicar la palabra del diablo? ¡Márchate, mujer de Satanás! ¡Vete lejos y desaparece!
Luciano bajó la voz hasta convertirla en un susurro en los oídos de Graciana.
—Sé que te han contado cosas. ¿Ya se las has dicho a tu amigo el comisario?
—¿De qué hablas?
—La que hablas, y con quien no debes, eres tú. Pero te va a durar poco. Deberías marcharte de aquí. Desaparecer.
—No me asustas.
—Asustarte es poco. Voy a acabar contigo y con la mala hierba que te rodea. Todo ese montón de beatas.
Luciano dirigió la mirada al grupo de mujeres que se apiñaban temerosas a la entrada de la gruta. Alguna de ellas se evadió corriendo ladera abajo con los pies vacilantes, tropezando con piedras y matojos.
—Deberías cuidar más tu lengua —recalcó Luciano, mirando a la mujer fijamente.
Graciana observó a la turba que rodeaba al Mesías. Varias caras le resultaron conocidas. Eran de gente que había visto merodear en otras ocasiones cerca de la cueva o rodeando a su jefe en el Albaicín, como ahora. Una de ellas, surcada por una gruesa cicatriz en la mejilla, correspondía a un individuo de mirar patibulario, guardaespaldas permanente de Luciano. Otra de las caras encajaba con un individuo alto y barbado, de pómulos muy salientes y pelo rizado, que golpeaba constantemente el suelo con un garrote, como si estuviera practicando un extraño rito selvático.
Graciana se quedó también con el rostro de un hombre de cejas espesas y larga melena recogida en cola de caballo. En sus manos vio fulgurar algo que le pareció una navaja grande abierta.
Todos formaban parte de un grupo inconexo y vociferante, retenido solo por la correa del cabecilla, dispuesto a saltar y morder al menor gesto del amo. Fue entonces cuando Graciana empezó a sentir miedo, pero ya era muy tarde para retroceder. Por un momento deseó tener un arma y saber usarla. En realidad, nunca le habían atraído los pacifistas, aunque odiaba las guerras y había vivido más de una. Pero no le gustaban las víctimas indefensas ni los corderos silenciosos camino del matadero.
El Mesías avanzó unos pasos y el grupo le siguió. Graciana cerró los ojos y extendió los brazos en forma de cruz.
—No sigáis. No tenéis derecho.
—¿Derecho? Granada se hunde y las calles son un matadero. ¡Y tú me hablas de derecho!
La adivina percibió un brillo rojizo en los ojos de Luciano. Detectó que un pozo de turbiedad anidaba en el espíritu de aquel hombre, y las sombras de la confusión estaban a punto de desatarse y causar el mal.
El Mesías levantó un brazo y con la mano hizo una seña a la cohorte que le rodeaba. Graciana se volvió a las mujeres que permanecían detrás de ella y les pidió que escaparan. Intentó que su advertencia no sonase como un rebato desesperado, pero no lo consiguió. Dos o tres lo hicieron y las otras se quedaron quietas, rezando asustadas.
El Mesías apartó a la vidente de un empellón.
—Volveremos y prenderemos fuego a esta guarida diabólica.
Como un alud rebosante de ira, el grupo se abalanzó hacia la entrada de la gruta. Pero Luciano les detuvo.
—Ya llegará el momento. Nos vamos.
Obedientes, los acólitos del Mesías le siguieron otra vez cuesta abajo hasta perderse en dirección al Albaicín.