Sesenta y nueve

Al quinto día del inicio de la operación yihadista, el cerco de la Alhambra se mantenía. La noticia acaparaba la atención mundial. A Granada se habían desplazado periodistas de más de veinte países, pero el turismo casi había desaparecido, y los pocos visitantes extranjeros que quedaban hacían las maletas para marcharse cuanto antes.

Cadenas de televisión, medios escritos y radios intentaban sacarle jugo a un suceso que la atención mundial deglutía con avidez.

Periodistas, cámaras, técnicos, fotógrafos y gentes de la radio se habían infiltrado hasta los últimos rincones de la ciudad. Desprovistos de información verificable, terminaron por alimentar toda clase de rumores y hacer leña informativa de cualquier cosa, incluyendo prolijas entrevistas a pacíficos paseantes, jubilados aburridos que holgazaneaban por la calle y amas de casa que entraban y salían de los supermercados.

Pero los ocupantes de la Alhambra no parecían tener mucha prisa por negociar. Seguían parapetados entre los fosos y muros de la Alcazaba, entonaban rezos y a veces se asomaban a lo alto de la torre de la Vela, donde seguía flameando desafiante la bandera del islam. En esos breves momentos, cuando alguno de ellos se dejaba ver al exterior, su rostro cubierto por la kefiya se convertía en noticia mundial instantánea, como una imagen repetida en una galería de infinitos espejos extendida por todo el mundo, difundida por toda la parafernalia tecnológica moderna y virtual.

La ocupación terminó convertida en un espectáculo en el que todos los ciudadanos de Granada hacían de espectadores. Un circo con tantas pistas como barriadas, plazas o vecindarios. Todo el mundo tenía algo que decir y los comentarios se repetían. Como creados por generación espontánea, proliferaban los chistes sobre la situación en la Alhambra y sus posibles consecuencias. La gente continuaba abandonando la ciudad, pero a un ritmo mucho más lento. Como si no se creyera de verdad lo que estaba pasando.

Desde las alturas del Albaicín, a todo lo largo de la hondonada del Darro, y desde las lomas del Sacromonte o cercanas al Generalife, el vecindario se congregaba para darle vueltas al desarrollo de aquella ocupación, sin precedentes en el historial terrorista, que la mayor parte de los medios calificaban de «desesperada», la obra de un grupo de lunáticos. Hombres y mujeres comentaban los pormenores o variaciones de las últimas horas con la misma pasión que pondrían en discutir sobre un partido de fútbol o la boda de una cantante famosa con un torero.

Los ciudadanos se acostumbraron muy pronto a la nueva realidad, y el temor colectivo parecía ir descendiendo a medida que transcurría el tiempo, a pesar de que ya se habían filtrado rumores de que en la Alhambra los terroristas guardaban una bomba «muy gorda». Pero nadie creía en el fondo que la «china» de la amenaza, en caso de materializarse, le fuese a tocar precisamente a él. La propia monotonía del peligro latente le restaba valor y el éxodo ciudadano disminuía por horas.

Los granadinos acompasaban así sus vidas al gran suceso, y se adaptaban a él ante la imposibilidad de eludirlo o manejarlo. Se sobrellevaba con normalidad la alarma, pero las relaciones personales —sobre todo las familiares o de pareja— se resintieron bastante. Personas de toda condición pasaban ahora muchas más horas que antes en la calle, dejando oír sus voces en esquinas, parques y sitios públicos como cafés y bares, o charlando en las terrazas y heladerías de la parte baja de la ciudad, la zona nueva de abolengo cristiano que se extiende al sur y en los alrededores de los ejes de la Acera del Darro y Recogidas, hasta fusionarse con el Arabial y la carretera de Circunvalación. Formaban un gentío confuso, instalado en el caótico presente, sin muestras demasiado aparentes de vínculos de amor o amistad duraderos, quizá porque el futuro exige fe, y en este caso el porvenir parecía indeciso y confuso, desprovisto de esa necesaria solidez que estimula las esperanzas colectivas.

En esa época de duermevela general, la memoria se avivó más de lo normal. Todo el mundo recordaba cosas que quería transmitir a los demás. La ciudad era como un semillero de historias ocultas, súbitamente recobradas, que se aireaban a los cuatro vientos, con la pretensión de que nada quedara oculto, como si los temores al qué dirán hubiesen sido anulados repentinamente por algún efecto extraordinario. Eso provocaba muchas discusiones, insultos y deseos vengativos por parte de quienes se veían en la picota de las murmuraciones, convertidos en objetos de mofa y personajes de chiste por sus convecinos. Pero había quien aceptaba el ridículo o la murmuración con la indiferencia que proporciona el sopor de una siesta o el distanciamiento que otorga poco valor a las cosas. Como si lo que ocurriera a su alrededor fuese una especie de entretenimiento virtual, sin conexión con la realidad.

Así, en muy poco tiempo, el carácter de la ciudad cambió más que en el transcurso de muchas décadas. Se hizo más volátil y movedizo. Las iglesias se llenaron, proliferaron los atracos a punta de navaja en plena calle y se rompieron los escaparates de muchos comercios a pedradas o alunizajes. Había cristales en el suelo por las principales calles. Con frecuencia, las líneas telefónicas quedaban interrumpidas.

También se apreció otro hecho notable: la separación radical entre el Albaicín y la parte alta de la ciudad y el resto. El Albaicín, sobre todo, se había convertido en una especie de territorio comanche, que escapaba cada vez más al control de las autoridades, pese a la acumulación de fuerzas del orden repartidas alrededor de la Alhambra y en los aledaños del antiguo barrio morisco.

En algunas partes de España se habían producido manifestaciones antiislámicas y agresiones aisladas a individuos de rasgos norteafricanos o árabes. Pese a estos actos de violencia esporádica, la nota predominante entre los ciudadanos era la apatía, una especie de contemplación cinematográfica del suceso, sin duda histórico, que se estaba desarrollando.

Por otra parte, salvo un extraño vídeo atribuido a Al Qaida en el que aparecía hablando un individuo borroso que podía ser el egipcio Al-Zawhiri, probable «número dos» de esa red, y algunas octavillas repartidas en París y El Cairo firmadas por la organización Mártires de Gaza, no hubo ningún comunicado de apoyo explícito a los ocupantes de la Alcazaba, que parecían limitarse a rezar y esperar.

El Ministerio de Asuntos Exteriores español, tras unos titubeos iniciales, hizo gestiones discretas sobre países árabes amigos para que hicieran de intermediarios con los asaltantes, pero las diligencias diplomáticas no dieron resultado, porque ningún gobierno musulmán quería admitir vinculación alguna con los terroristas.

Las fuerzas políticas españolas también se mostraban muy divididas, como era de esperar, en cuanto al modo de solucionar algo que, tan solo unos días antes, hubiera rebasado lo fantástico. El desacuerdo era la norma general del país. España, políticamente hablando, se había convertido en un revoltijo de opiniones contrarias y con frecuencia incoherentes. Un coliseo romano donde los partidos ejercían de gladiadores y combatían todos contra todos, sin preocuparse de las razones del adversario.

Entre tanto, los técnicos de las Fuerzas de Orden Público y el Gobierno, reforzados por el grupo de especialistas enviado desde Estados Unidos, intentaban dilucidar si realmente el comando islamista disponía de algún ingenio nuclear.

En todo el entorno de la Alhambra se efectuó un barrido de ondas con un anulador de mandos a distancia para impedir explosiones accionadas por radiofrecuencia. Y en la parte de la Alhambra no ocupada, que incluía los jardines y palacios nazarís, se instalaron detectores de radiactividad y radiocromatográficos. Los aparatos, parecidos a maletas compactas, eran capaces de medir radiaciones ínfimas y enviaban sus datos directamente a ordenadores manejados por científicos recubiertos de monos blancos antirradiaciones, expertos que descifraban la información reflejada en pantallas de cristal líquido.

También se habían instalado dosímetros de alta sensibilidad radiactivos dotados de espectrómetros con capacidad para identificar cualquier fuente de radiación, fuera esta de neutrones, o de rayos alfa, beta o gamma.

Pero existían discrepancias entre los expertos españoles del Consejo de Seguridad Nuclear, la Red de Vigilancia Radiológica Ambiental españoles y los norteamericanos enviados por la CIA, todos dedicados a establecer la peligrosidad real de la amenaza nuclear terrorista en Granada.

El equipo norteamericano había detectado dosis de radiación gamma ligeramente superiores a las habitualmente existentes en la naturaleza. Una alteración que para los técnicos españoles no era significativa, ya que, decían, el radio de oscilación normal en la detección gamma podía ser fácilmente alterada por los componentes radiactivos naturales que contiene el suelo, por la altitud y por la radiación cósmica, que en el límpido cielo de Granada era muy alta.

Sin embargo, persistía el hecho de la leve emisión radiactiva por encima de lo normal como algo inexplicable. El debate científico proseguía, mientras las horas pasaban sin que la amenaza se cumpliera o se viera eliminada. Una situación que podría calificarse de callejón sin salida.