Tras la última frase, la inspiración del comisario sobre la vida y andanzas de Graciana se atascó. Ya no sabía qué más añadir, y cayó en la cuenta de que en realidad lo ignoraba casi todo de esa mujer. Le faltaban más datos para rellenar el informe pedido por el director general, posiblemente destinado al ministro.
Resolvió volver a hablar con la adivina cuanto antes, ya que la referencia corría prisa en Madrid. Iría personalmente a la cueva y se presentaría allí por sorpresa para ver con sus propios ojos el ambiente y las circunstancias del sitio.
La verdad era también que aquella mujer le había impresionado y sentía deseos de volver a hablar con ella. Iría solo, con un coche de la comisaría. Sara Lozano y Varela habían salido a realizar un servicio y el Chino había ido a su casa a comer y aún no había regresado. Llamó a la agente que hacía funciones de secretaria de la brigada y le dijo dónde iba a estar.
Por la línea interna solicitó un coche con un conductor para ir al Sacromonte.
El policía uniformado que hacía de chófer lo llevó, carrera del Darro adelante, hasta la entrada de la cueva. Cuando llegó al sitio, Ayala le pidió que se quedara en el vehículo mientras él entraba para hablar con Graciana. Eran todavía las primeras horas de la tarde y se veía poca gente por los alrededores. El sol caía con fuerza en las desnudas laderas del monte sagrado, el Valparaíso de las leyendas, pero Ayala pensó que ni siquiera el carácter excepcional del lugar le libraba de la basura en forma de envases, plásticos, latas y desperdicios que aparecía esparcida en las cercanías de la gruta. También se veían restos de fogatas apagadas y hasta un par de alpargatas usadas que alguien había tirado ya por inservibles. Joder, joder.
En la puerta de la cueva había dos mujeres con aspecto de gitanas que lo miraron con curiosidad. No era muy corriente ver a alguien de traje y corbata llegando a esas horas en un coche con chófer. Debieron pensar que solo podía tratarse de un adinerado impaciente por conocer su destino o un madero, y enseguida resolvieron la duda, porque no se movieron y al pasar Ayala junto a ellas desviaron la vista al suelo. El comisario preguntó por Graciana y una de ellas le contestó:
—Está pa dentro descansando.
Entró y observó las paredes renegridas cubiertas de estampas e imágenes de la Virgen y un nutrido santoral, mientras su vista se adaptaba a la penumbra fresca del sitio. Tumbado sobre una manta, arrimado a la pared, había un hombre dormitando. Supuso que era Constancio. Al fondo, distinguió la figura de una mujer sentada de espaldas en una silla de mimbre con almohadones. No necesitó verle la cara para saber que era la vidente.
Cuando caminaba hacia ella, se volvió y le dijo.
—Bienvenido, comisario. Estaba esperándole.
—¿Qué es esto? ¿Otro de sus trucos mágicos?
A Graciana le hizo reír la respuesta. Una risa suave que puso una nota risueña en aquel ambiente sombrío y duró un instante, antes de apagarse y dejar que la preocupación regresara a su rostro.
La mujer le ofreció una silla. Su expresión era cordial, aunque en aquella cara se marcaban ojeras de sufrimiento y noches de insomnio.
—¿A qué debo el honor?
—He venido para conocerla mejor —la respuesta le salió tan espontánea como el grito de un niño que juega al aire libre.
—Eso me alegra. Para usted no tengo secretos.
¿Un chispazo de coquetería o una pequeña burla? Sea lo que fuera, al policía le agradó.
—Es usted una mujer extraña. No lo niegue —sonrió.
—¿De qué quiere que hablemos?
Tras unas frases de tanteo, Ayala le preguntó por qué había venido a España y dónde había vivido antes. Ella le leyó la intención, aunque para eso no necesitó ningún poder especial.
—Suena a que quiere hacerme una ficha, comisario.
—Bueno, si así fuese, es mi trabajo.
—Una pena. Por un momento imaginé que se trataba de algo personal.
—El placer y el deber, mala mezcla.
—Una sabia norma que casi nadie cumple y ahorraría muchas tragedias familiares.
La risa abierta de la vidente, como un campanilleo, rasgó por un instante la penumbra tétrica del lugar. El subconsciente del comisario se hizo ilusiones. Graciana era una mujer todavía deseable. Que el Dios de los maridos adúlteros de pensamiento le perdonase. Cosas de viejo verde.
Graciana le dijo que desde niña se había sentido atraída por la idea romántica de España, con su sol y sus gentes bravas y generosas. Era su paraíso novelesco particular.
—Los caucasianos —Graciana alegró la cara— somos muy románticos. Queremos vivir las fantasías en la realidad y el resultado suele ser desastroso. Solo hay que ir allí para comprobarlo. Durante siglos combatimos los cañones rusos con lanzas. Ya ha visto lo que pasó con los chechenos. —La vidente se encogió de hombros y prosiguió—: De todas formas, los asirios no somos exactamente caucasianos. Fuimos un pueblo de conquistadores crueles del que hoy solo quedan sombras. Algo debió de fallarnos hace muchos siglos.
El comisario dejó que la vidente se fuese un poco por las ramas. Quería que la corriente de simpatía mutua que se había establecido siguiera su curso. Ella insistió en su particular visión ingenua del paraíso español.
—Por eso, en cuanto tuve ocasión vine a España. Antes viví en Turquía y el norte de Irak, donde aún quedan vestigios de la etnia asiría. Luego estuve unos años en el sur de Francia con una caravana de gitanos, recorriendo pueblos y acampando en una tierra donde aún perdura el recuerdo de los cátaros quemados y torturados por la Inquisición papal y los cruzados franceses. Es curioso. Incluso en Francia mucha gente piensa que la Inquisición es un invento español.
—¿Dónde vivió en la URSS? Sería ciudadana soviética, imagino.
—Todavía conservo mi viejo pasaporte soviético como una reliquia. Ahora tengo el ruso, para evitar complicaciones. Es más sencillo.
Se explayó poco a poco, aunque era evidente que no le gustaba rememorar aquellos tiempos. Le dijo a Ayala, sin entrar en detalles, que había dado conferencias sobre transmisión del pensamiento y fenómenos paranormales en la Universidad de Moscú y en una escuela del Ejército Rojo. La extrañeza del comisario le resultó normal. Falta de información, simplemente.
—Durante muchos años —le explicó—, en plena Guerra Fría, tanto los soviéticos como la CIA invirtieron muchos millones y tiempo en experimentos telepáticos y con videntes. Los americanos tenían mentalistas que trabajaban en Fort Meade, en Maryland, y los consultaban muchas veces con fines militares. Los soviéticos, naturalmente, no se quedaron atrás. Éramos bastantes los que trabajamos en esos proyectos. Teníamos categoría de científicos, y nos sometían a pruebas psiquiátricas que duraban semanas, hasta determinar que no sufríamos enfermedades mentales ni delirios inducidos por drogas u otras sustancias. La mayoría trabajamos en Moscú, pero también en otras ciudades de Rusia y en bases navales como Vladivostok. Se hicieron experimentos muy notables que he jurado no revelar, aunque quizá lo haga algún día si considero que es necesario. Se asombraría de los resultados, aunque todavía queda mucha gente, como usted, que se toma a cuento chino esto de la videncia.
—Es lo que pienso.
Ayala lo dijo con acento resignado y arriesgó otra pregunta.
—¿Le llamaron alguna vez para trabajar en el Kremlin?
—Ahora ya no es un secreto. ¿Recuerda a Brézhnev? Fue mandamás de toda Rusia antes que Gorbachov. Al final de su vida era un anciano al que le costaba trabajo hablar. Casi no podía articular las palabras y le daban frecuentes ataques cardiacos.
—Sé quién era Brézhnev. Es casi de mi quinta.
—No exagere. En los últimos años de su vida sufrió varios infartos. Unas cuantas veces el KGB vino a buscarme a casa para llevarme a la cabecera del gran jefe. Creo que en una ocasión, al menos, le salvé la vida, cuando su corazón se paralizó y los médicos le habían desahuciado.
—Milagro. ¿No me estará contando una fantasía caucasiana?
—No se burle. No hay milagro ni fantasía. Se lo dije. Puedo curar enfermedades cardiacas. Nunca he sabido por qué. Nací así.
De pronto, Graciana cambió de tema.
—Perdone, comisario. Le veo preocupado —Ayala no respondió—. Tiene motivos, seguramente. Antes de que usted viniera aquí estuve a punto de ir a verlo. Últimamente he tenido visiones. Malas visiones.
—¿Qué visiones?
—Terribles. Un sol oscurecido y una tierra plana cubierta de insectos repugnantes y criaturas humanas sin ojos. He visto volcanes que echan fuego y azufre, y monstruos de mil cabezas surgiendo de ríos de sangre. También veo en ocasiones una ciudad partida como por un rayo, en un valle triste con gentes hambrientas, y percibo confusión entre la luz y las tinieblas, como si un mismo espejo las reflejara a las dos en el mismo momento. Y entre todo este caos distingo un fuego encerrado en círculos concéntricos. No consigo saber qué quieren decir mis pesadillas, pero están conmigo y atormentan mis noches.
—¿Por qué me cuenta esto?
—Porque sé que algo malo va a ocurrir, y usted tiene que tratar de impedirlo, lo que quiero contarle tiene que ver con el robo de los Libros de Plomo en la abadía del Sacromonte. Sé quién lo hizo.
Ayala adoptó una actitud levemente despreocupada, como si la confidencia no le interesase mucho.
—La escucho.
—Fue Luciano. Ese al que llaman el Mesías.
—¿Cómo lo sabe?
—Yo también tengo mis fuentes. Granada es pequeña y mucha gente que pasa por aquí me cuenta cosas.
—Quiero pruebas.
—¿Pruebas? Eso es cosa suya. Pero le daré una. Ayer, cuando arengaba a sus seguidores, les mostró el pergamino de la torre Turpiana.
—¿Y qué?
—Pues que ese pergamino se guardaba en la abadía. Si lo tenía es porque lo robó. Él o sus secuaces.
Ayala recordó, en efecto, que en el inventario apresurado de objetos robados hecho por el coadjutor figuraba el mencionado pergamino. El comisario pareció acoger el dato acusatorio con frialdad. Graciana volvió a reír.
—Debe de pensar que estoy loca de remate.
El comisario estuvo a punto de decirle que no, que era toda una mujer con la cabeza bien asentada, pero se contuvo. El elogio le hubiera hecho sentirse tan ridículo como un pisaverde.
—Quizá lo más importante sea tener los ojos abiertos, observar el mundo como es y dejarse de complicaciones. No pretender ser águilas cuando no hay montañas.
—Pero usted no es de esos.
—No lo sabe.
—Lo percibo. Recuerde lo que le dije en la comisaría. Fui una niña muy infeliz porque sabía lo que les iba a pasar a otros. Podía ver dentro de ellos como a través de un cristal borroso. Lo suficiente para sufrir. Descubrir el futuro es condenarnos al infierno, porque el futuro es la muerte.
A pesar de la tristeza que impregnaban esas palabras, Graciana las soltó con naturalidad, constatando algo que le parecía evidente. El comisario no se atrevió a seguirla por esa senda. No supo qué decirle y su silencio debió de defraudarla. «Esta mujer me hace parecer más idiota de lo que soy», pensó.
Empezaron a llegar algunas personas a la cueva, en su mayoría mujeres de aspecto humilde y abatido, pero también hombres de catadura seria, con cara de fachada de asilo para pobres. El aire de la cueva se espesó y el comisario vio que los recién llegados le miraban con descaro y desconfianza. Graciana cerró los ojos. Empezó a cabecear de un lado a otro, como una niña que estuviera dormitando. Ayala dedujo que era un modo de ocultar el dolor que debía de sentir por dentro. Porque para él, ahora estaba claro que ella seguía sufriendo. Torpemente, cambió el tema de la conversación.
—¿Sabe que el Matador ha vuelto a las andadas?
—El espíritu del mal se mueve a impulso del viento y descarga su crueldad en cualquier sitio, cercano o remoto. Me dijeron que esta vez fueron dos las víctimas.
—Sí. Ya las mata a pares.
Tentado estuvo Ayala de preguntarle si en alguno de sus sueños aparecía algo que pudiera servirle de pista sobre los asesinatos, pero el sentido del ridículo pudo más. Pensó que resultaría risible pedirle ayuda a una vidente para resolver un caso criminal y rechazó la idea. Graciana abrió los ojos y habló.
—Es un individuo alto como un ciprés, camina a grandes zancadas y va encapuchado.
La vidente hundió la cabeza en las manos un buen rato. Luego se levantó de la silla y sacudió la cabeza, como si estuviera arrojando lejos un peso que le entorpecía el cerebro.
—Lo siento. No veo más. Ni siquiera estoy segura de que el asesino vaya encapuchado.
Aquello no le servía de mucho y el comisario decidió que ya era hora de marcharse. Se levantó y tendió la mano a Graciana. Por un momento le pareció que ella prolongaba el momento de soltarla. Debió de ser una ilusión.
—Volveremos a vernos —dijo Ayala.
—Eso espero.
Hasta el comisario llegaban los murmullos de los fieles desde la entrada de la cueva y el soniquete de algunos rezos y letanías.
—Sobre todo tenga cuidado con ese falso Mesías —dijo Graciana—. Lleva las siete plagas detrás y arrastra confusión y mentira.
—¿Qué me quiere decir exactamente?
—Sé distinguir la voz de Dios y la del diablo. Eso es todo.
Graciana/Dyuna bajó la voz y dejó caer unas palabras en los oídos de Ayala.
El comisario escuchó atentamente y se mantuvo imperturbable.
—¿Por qué está tan segura?
La vidente volvió a decir algo que solo Ayala alcanzó a oír con claridad.
—Sabemos que ese hombre está chiflado, pero me extrañaría que llegara tan lejos. No acabo de entender qué ganaría con eso —respondió el comisario.
—No lo menosprecie tanto. Ganaría el Paraíso. ¿Le parece poca recompensa? La dicha perpetua.
—Entonces está peor de lo que pienso.
—Solo le pido que tenga cuidado. La muerte es como una carretera. No siempre avanza en línea recta.
Ayala abandonó la gruta y emprendió el regreso a la ciudad. Al llegar a su despacho abrió el ordenador para rematar el informe. Cuando terminó su escrito, la actividad de la comisaría había recobrado su ritmo normal. Apagó el ordenador y en la pantalla creyó ver el rostro de Graciana. Meditó en lo que la vidente le había dicho al final de su conversación. Pero necesitaba algo más que una confidencia sin pruebas fehacientes. Tendrían que trabajar. Más interrogatorios. Más cacheos. Más registros. Más papeleo. Entonces comprendió que estaba cansado, muy cansado, y era hora de salir a dar una vuelta y despejarse.
Como todavía no había terminado la tarde, llamó a Sara Lozano, que en ese momento no parecía muy ocupada. La invitó a un chocolate con churros en el bar El Fútbol, de la plaza Mariana Pineda. Los mejores churros y porras de Granada, aseguran los entendidos. Antes de que Ayala llegara, ya estaba la subinspectora esperándole en la puerta, lista para entrar a saco en la churrería.
—Jefe, ¿no pensará ligar conmigo? Porque con los churritos a estas horas lo tiene fácil —bromeó la subinspectora.
—¿Y qué si lo hago, Sarita? ¿A mi edad me vas a denunciar por acoso sexual?