Sesenta y seis

Salieron hacia el sur en un volkswagen passat recién estrenado, y enfilaron la autovía A-44 que va hasta Motril y Salobreña, en la costa. Conducía Jordán, que se había empeñado en hacerlo. Veinte minutos después de abandonar el casco urbano de Granada se desviaron a Lanjarón, y al pasar por Órgiva se les unió la Guardia Civil. Un teniente y tres guardias en un land rover. Los cuatro iban armados. Berta les enseñó la foto del Emir en el móvil.

—¿Y este que ha hecho? ¿Tiene que ver con lo de la Alhambra? —inquirió el teniente.

—Seguramente. Pero ni siquiera estamos seguros de que esté en ese pueblo. Ni en La Alpujarra.

—No está mal para empezar —sonrió.

Berta le devolvió la sonrisa. Aquel teniente le caía bien.

—Seguro que las ha tenido peores.

—Y que lo diga. ¿Es peligroso?

—Es un fanático, y seguramente va armado. No se confíen.

—¿Está solo?

—No lo sabemos.

—Eso se llama información fiable —volvió a sonreír el oficial—. Creí que los del CNI lo sabían todo.

—Hay mucha leyenda.

—Ya lo veo, ya.

Arrancaron los coches. Media hora después estaban en Cádiar, y hacia las cinco y media de la tarde habían llegado a Válor. Un pueblo enclavado entre dos barrancos fragosos, bordeado de pitas, pinos, chumberas, olivos, matorral y campos de cultivo. Callejas intrincadas colgadas de la loma, de inconfundible aire morisco; casas blancas con persianas verdes, techumbres rojizas de teja rematadas en miradores y macetas en ventanas y balcones. Construcciones antiguas adaptadas al terreno quebrado como piezas encajadas de un puzle, y algunas urbanizaciones nuevas en las afueras. Al fondo, hacia el oeste, la imponente silueta de la sierra recubierta de encinares y matojos, que se perdía en el horizonte bajo un cielo impoluto de color cobalto en el que revoloteaban los vencejos.

Algunos gatos los observaron pasar curiosos, asomando la cabeza entre los barrotes de las balconadas.

Su entrada en el lugar, levantando polvo y despertando a los rezagados de la siesta, emuló al Séptimo de Caballería de las películas y dejó caer una capa de expectación y curiosidad entre los pocos habitantes que paseaban por la calle. Llegaron a una placeta convertida en aparcamiento de turismos y furgonetas y dominada por la torre mudéjar de ladrillo de una iglesia. Su reloj, como ojo vigilante, marcaba el centro del pueblo. Allí bajaron. No se veía gente y caminaron unos minutos al azar. Tras subir una pequeña cuesta vieron un letrero que decía: Centro Municipal, y se encaminaron al sitio. Uno de los guardias señaló un letrero pegado a una pared. Era la casa de Abén Humeya. Tres pisos ruinosos con un portalón cuadrado de madera rojiza y postigo en el centro, remachado de herrajes y con un pequeño aldabón. Las ventanas tenían los cristales rotos y la fachada blanca estaba desportillada. El teniente hizo un lacónico comentario al pasar:

—Así que aquí nació el famoso Humeya ese —dijo.

Unos metros más allá, formando esquina, había un Centro Municipal dedicado a la tercera edad y cerrado a cal y canto. Junto a la puerta, un contender de basura, y en la fachada una inscripción y una media luna en el centro de dos cuadrados entrelazados formando estrella de ocho puntas. Podía leerse:

Abén Humeya y los moriscos

cumbre de la libertad

para Al Ándalus

25 Diciembre 1568

26 Diciembre 1992

Yamaa islámica.

Berta pensó que allí había vivido un gran rebelde al que la rueda de la historia empujó a alzarse. Pero desde entonces había llovido un poco, y su espíritu, si es que existía, estaba ya en otro sitio.

—Lo mejor será hablar primero con el alcalde —dijo el teniente.

El pequeño edificio municipal, en cuya fachada campeaba el emblema de Válor: dos alfanjes cruzados con una media luna encima, estaba cerrado y pegado a la carretera, que era también la calle principal. Un hombre de rostro seco y arrugado con aspecto de parado permanente, que fumaba sentado en un banco próximo, les indicó que seguramente encontrarían al alcalde tomando café en un bar situado a la entrada del pueblo que también alquilaba habitaciones. Y señaló el sitio con precisión.

Fueron hacia allí. El local estaba en penumbra y era pequeño, con un mostrador de mármol, una máquina tragaperras, una televisión que sonaba no demasiado alta y tres o cuatro mesas. Solo una de las mesas estaba ocupada. Eran cuatro hombres que se jugaban el café y la copa a las cartas. No parecieron muy impresionados al ver el pequeño ejército que se les venía encima.

—¿Qué se les ofrece? —dijo uno de ellos con naturalidad impasible.

—¿Es usted el alcalde? —preguntó el teniente.

—Yo mismo.

—Querríamos hablarle unos momentos… A solas.

El alcalde era alto y fuerte, con el rostro moreno curtido por mil soles y vientos de serranías. Se levantó con lentitud y dejó las cartas sobre la mesa.

—Seguimos luego —dijo a sus compañeros de partida.

—Vamos a la plaza si quieren —añadió.

Cuando estuvieron fuera, el teniente le dijo lo que andaban buscando. Algunos vecinos empezaron a acercarse, alargando la oreja e intentando captar a qué se debía tanto despliegue de autoridad armada.

Berta le enseñó la foto del Emir en el móvil. El alcalde la estuvo contemplando un rato, hasta que pareció estar seguro.

—He visto a ese hombre hace cosa de un mes. Pero no está aquí mismo. Alquiló una casa en Nechite.

Berta recordó lo que había leído en Internet. Nechite, Mecina Alfahar y Válor formaban parte del mismo municipio.

—¿Y eso dónde está?

—Cerca. Poco más de un kilómetro siguiendo la carretera que va a Granada.

—¿Vive solo?

—Por lo que me han contado, es un buen hombre. Una especie de santo musulmán. Reza mucho y le acompañan siempre algunos discípulos que deben de vivir con él. No nos ha dado ningún problema.

—¿Cuántos discípulos?

—Dos o tres. A veces viene alguno de ellos a comprar alimentos. Paga y se marcha. Buena gente.

Jordán preguntó al alcalde cuántos musulmanes tenía censados en el pueblo.

—¿En el pueblo o en el municipio?

—En total.

—Unos cuarenta, casi todos son obreros de la construcción.

—¿Sospecha de alguno?

—¿Qué quiere decir?

Berta acudió al quite.

—Que si alguno de ellos es islamista radical.

—No sé bien lo que es eso —dijo el regidor, molesto—. Si se refiere a que cumplen con su religión y leen el Corán, casi todos son bastante estrictos. Aunque hay algunos que se dejan caer por el bar los fines de semana a tomarse una cerveza.

Decidido a abreviar, el teniente preguntó al alcalde si conocía la casa del Emir en Nechite.

—Claro.

—Entonces, por favor, venga con nosotros y nos lo indica.

—Bueno. Si se empeñan…