Apagado el ordenador, y tras dejar una moneda en el mostrador a la mujer voluminosa, salieron a la calle y Berta se lo explicó a Jordán. Los dos supuestos asesinos de Ruano en Toledo dejaron un nombre escrito en el margen de una guía turística encontrada en su habitación. Umeya, o sea, Abén Humeya, un personaje coronado rey de la Alpujarra por los moriscos en el siglo XVI, que procedía del pueblo alpujarreño de Válor.
—Ahora bien, a Musab lo llaman «el Emir», palabra equivalente en árabe a príncipe o rey. Es probable que la toma de la Alhambra tenga sobre todo valor simbólico, de recuperación de la vieja herencia musulmana en Granada. El Emir ha venido a tomar posesión emblemática de su antiguo reino en La Alpujarra. Significaría que se considera heredero de Abén Humeya.
—El sexto sentido femenino. ¿Lo venden en las farmacias? —se burló Jordán.
—Suponiendo que el Emir esté en España, si mi pálpito es correcto, te juego veinte cenas a que se oculta en Válor o muy cerca.
Jordán volvió a burlarse.
—Bueno, pero todo eso son suposiciones, intuición femenina. Cagadas.
—¿Tienes algo mejor?
—Además, no sabemos ni qué aspecto tiene ese bastardo.
—¿Tienes algo mejor? —repitió Berta, encrespada.
Discutieron en plena calle tratando de no levantar mucho la voz y llamar la atención. Cualquier curioso observador podría haber pensado que se trataba de una peleílla amorosa, aunque ninguno de los dos estaba por dentro para muchos amores.
Al poco, el móvil de Berta avisó. Mensaje de Zaldívar. Recibido. Lo abrió. Allí estaba la foto del Emir. Con nitidez suficiente como para reconocerle a unos cuantos metros. Apúntate un diez, coronel, pensó la agente. Jordán también miró y sus críticas amainaron. Al final, cedió.
—Bueno, vamos a ese pueblo, aunque será como jugar a la ruleta. Si al final tienes razón, será pura chiripa.
Berta llamó a Zaldívar, que seguía en Granada, para confirmarle que le había llegado la foto y le explicó su teoría que relacionaba Válor con el Emir. El coronel la escuchó sin hacer comentarios. Cuando la agente terminó de hablar, se hizo cargo de los detalles.
—Bueno —dijo—, pero ya sabéis que no podéis detenerlo, eso es cosa de la policía. Además, necesitaréis un coche. ¿Dónde está ese pueblo, más o menos?
Se lo dijo:
—Ciento diecinueve kilómetros.
—Espera —pidió. Debió de consultar con alguien y unos minutos después retomó la comunicación—. Irá con vosotros una unidad de la Guardia Civil de Órgiva. Os esperará en la carretera a la entrada del pueblo. Tenéis que pasar por ahí. Ahora mismo os mando un coche, pero el conductor me lo devolvéis porque lo necesito. ¿Dónde estáis?
—Plaza Nueva. Frente a la Chancillería.
—Una cosa más —dijo—. Ni que decir tiene que lo quiero vivo y hablador.
—Por supuesto. Si se deja.
—Claro. Si se deja.