Sesenta y cuatro

Algo pugnaba por salir del pozo de la confusa memoria de Berta. Era como trastabillar en un túnel oscuro sin agarres en el que parecía necesario seguir avanzando hasta distinguir la salida. Con paciencia, tras largo rato, se encendió la chispa y entonces, por fin, prendió la luz. Recordar es insistir —pensó—, y solo sabemos lo que recordamos, aunque sea una banalidad decirlo.

Marcó en el móvil el número seguro de la jefa de la Dirección de Inteligencia. Laura Acebes no estaba, pero quedaron en que la avisarían. Diez minutos después, Laura llamó. Berta preguntó si en el caso de los dos magrebíes de Toledo había algún vestigio, por mínimo que fuera, que los ligara a Granada. Más concretamente a la zona de la Alpujarra. Acebes lo pensó unos segundos.

—Reviso el archivo y te vuelvo a llamar.

Jordán insistía en que habían sido demasiado blandos con Bolaños. Hubieran debido obligarle a dar los nombres de quienes habían mencionado lo del Emir. Berta lo dejó quejarse. Bolaños era un periodista con derecho a proteger sus fuentes, y una confesión así le hubiera dejado probablemente como un chota entre los de su propio gremio. Era normal que cerrase el pico.

Daban las dos de la tarde en la esfera del reloj del Ayuntamiento de Granada, en la plaza del Carmen, cuando Acebes devolvió la llamada. Le comentó a Berta las partes fundamentales del informe hasta llegar al registro que la policía practicó en la habitación de la pensión donde se alojaban los dos musulmanes.

—Lo único que hallaron fue un mapa de carreteras con la ciudad de Granada marcada. En la última página había un nombre escrito con bolígrafo, casi ilegible: Umeya. La palabra estaba escrita en árabe.

—Me suena, Abén Umeya.

—Un rebelde morisco. Capitaneó la rebelión de las Alpujarras contra Felipe II en el siglo XVI. ¿Te sirve de algo?

—Creo que no mucho. Pero debe significar algo. Seguramente relacionado con las Alpujarras.

—Puede ser.

—Buscamos a un tal Musab, a quien llaman «el Emir». Una especie de sombra peregrina. Nadie sabe nada de él, pero los de Rabat aseguran que está en España. Zaldívar cree que dirige lo de la Alhambra.

—¿Y tú?

—No es seguro. Estamos tirando a bulto.

—Haced lo que podáis. Suerte.

Laura recalcó a Berta que la llamara a cualquier hora si necesitaba algo. Lo que fuera. Son detalles —pensó Santana— que siempre se agradecen.

Jordán, que estaba a la escucha, puso cara de fatiga al darse cuenta de que no tenían nada más sobre Musab.

—No sé por qué me huelo que se nos ha estropeado la excursión a la Alpujarra —dijo. Intentó que fuera una broma, pero le salió con tono de queja.

Salieron del café y cruzaron la plaza, pisando el gran escudo de la ciudad que rubrica el empedrado, y subieron por la calle de los Reyes Católicos a la plaza de Isabel la Católica. Berta preguntó a un joven con aspecto de estudiante si conocía algún cibercafé o local de Internet por allí cerca. No estaba muy seguro, pero el chico habló con otros dos transeúntes. Entre los tres, después de debatirlo un rato, fijaron por fin el sitio en una calle cercana, no lejos de la plaza San Juan de la Cruz. Jordán refunfuñaba por lo bajo y no entendía nada. Empezaba a cabrearse en serio.

El lugar de Internet era una covachuela regentada por una mujer voluminosa que hablaba español con dificultad. Había también cabinas telefónicas de las que salían voces en idiomas lejanos. Uno de los ordenadores estaba ocupado por una chica que navegaba por la estratosfera virtual con cara de aburrimiento, manejando el teclado con una sola mano.

Berta entró en Google y tecleó Abén Umeya. El ordenador propuso que quizá quería decir Abén Humeya, con cuatro resultados, tres de ellos anuncios de hoteles. El cuarto, de Wikipedia, contaba que el personaje correspondía a un noble morisco de nombre cristiano Fernando de Córdoba y Válor, cuyo nombre musulmán era Mohamed ibn Ummaya, miembro de una distinguida familia granadina que se proclamaba descendiente de los omeyas de Córdoba. A cambio de su conversión durante la conquista de Granada, los Reyes Católicos habían concedido a su abuelo el señorío de Válor, donde la familia fijó su residencia. Cuando estalló la insurrección de los moriscos en la Alpujarra en 1568, Fernando de Córdoba, que era miembro del cabildo municipal de la ciudad, abjuró del cristianismo y se unió a los rebeldes, que le eligieron jefe máximo y le proclamaron rey, pero el cetro le duró poco. Fue asesinado en su palacio de Lauja de Andarax en 1569, dos años antes de que la revuelta fuese aplastada por las tropas cristianas.

—Válor. ¿Te dice algo?

Jordán, con el ceño torcido, no parecía estar muy atento a la pantalla del ordenador.

—¿Es un apellido?

—Sí, y también un pueblo.

—Ni idea.

Tecleó otra vez en el buscador, esta vez la palabra «Válor». Lo que apareció le alegró el día. Municipio de 907 habitantes a 119 kilómetros de Granada; incluye además los núcleos urbanos de Nechite y Mecina Alfahar. Situado en la ladera sur de la Sierra Nevada, en el corazón de la Alpujarra Alta, etcétera, etcétera.

—Creo que nos ha tocado la pedrea —le dijo a Jordán, que se encogió de hombros y murmuró algo sobre encontrar una aguja en un pajar.

—Por probar que no quede —aceptó el agente—. Pero sería mejor que me contaras algo. Estoy empezando a aburrirme.