Lo dijo y lo mantiene. A Berta, Jordán le parecía un muermo de tío. Estirado y rezongón, aunque en la sección 503 tenía una buena hoja de servicios, pero le han comentado que una vez estuvo a punto de ser empapelado por acoso sexual. Un salido, cercano ya a los sesenta años, y un auténtico veterano procedente de las filas del antiguo Cesid. Eso, por lo menos, no se lo quitaba nadie.
Tal como Zaldívar le ordenó, Jordán —que había sido enviado urgentemente desde Madrid para reforzar la «marca» del CNI en Granada— se reunió con Berta. Los dos juntos fueron a sacar a Bolaños de su guarida de Efe.
Berta llamó al periodista por el móvil. Bolaños rehuyó el encuentro pretextando que estaba muy liado y que no podía abandonar la redacción. Su renuencia se vino abajo cuando Berta le recordó lo furioso que se iba a poner su presidente si recibía alguna queja directa desde la Moncloa.
Aunque refunfuñando mucho, Bolaños tuvo que pasar por el aro. Quedaron en verse en la plaza de Mariana Pineda, a los pies de la efigie pétrea y rodeada de flores de la heroína liberal, la que murió a garrote vil por orden del desalmado Fernando VIL Hablaron de naderías mientras caminaban los tres a paso lento alrededor de la estatua, entre niños que jugaban y familias que dejaban transcurrir la mañana del domingo en la venerable plaza que antiguamente llevó el nombre de Bailén. Berta se preguntó para sus adentros si para Granada era más importante Mariana Pineda que la primera derrota de Napoleón en Europa, y se quedó con la duda.
El periodista estaba muy molesto porque llevaba dos días enviando comunicados de Jaleb a la central de Efe en Madrid, donde quedaban sepultados e inéditos. Además tenía encima continuamente al experto en comunicaciones del CNI.
—Tengo la impresión de que soy el último mono en todo esto —dijo abatido. Berta asintió seriamente y le dio la razón. Eso le cabreó un poco.
—Cuando esto termine —metió baza Jordán con aire paternalista— te harás famoso, chico. Ten paciencia, que ya queda poco.
Bolaños no había nacido ayer y preguntó lo correcto.
—Pero, bueno, ¿qué queréis esta vez? Yo tengo que volver a trabajar.
Se lo explicaron. Necesitaban que hiciese un esfuerzo y tratase de recordar algo más sobre el Emir. A cambio, le volvieron a contar el rollo de que si todo salía bien le darían primicias informativas importantes, y su prestigio en la agencia subiría como la espuma. Bolaños era lo suficientemente cuerdo como para no creerse nada de lo que le decían, pero recordaba la conversación con el presidente de la agencia y sabía que estaba obligado a colaborar en todo.
—Os lo dije ya. Se habla de un personaje que respetan los islamistas radicales de Granada. Le llaman «el Emir», pero puede que todo se trate de una leyenda urbana. Si ese Emir existiera, los periodistas sabríamos algo más. En Granada es imposible guardar un secreto mucho tiempo.
Berta siguió insistiendo. ¿Quién le había hablado del Emir? ¿Cuándo? ¿Dónde? Pero Bolaños se mantuvo en sus trece. Charlas de copas. Todos los periodistas de Granada habían oído algo, pero nadie sabía exactamente de quién era la historia, ni de dónde había salido el bulo. Era inútil buscar nombres. Se lo podía haber dicho cualquiera.
—Ráscate bien el cerebro. Algo que se te haya olvidado, por poco que sea, podría ser importante. ¿No tendrá algo que ver el Emir con la Mezquita Mayor del Albaicín?
—Creo que no, joder. Ese tipo, por lo que se rumorea, es clandestino. Además, los de la Mezquita Mayor se llevan de puta madre con las instituciones. Desde luego, el Emir no ha predicado en esa mezquita, ni nada parecido.
Repasaron el tema. Circulaban rumores en Granada de que un extraño ulema, imán, emir o lo que fuera, reclutaba adeptos para la causa islamista radical en la numerosa comunidad musulmana de Granada, que incluía en sus filas españoles conversos al islam. De hecho, tanto el decano de la Comunidad Islámica en España como el director de la Mezquita Mayor llevaban apellidos españoles aunque hubieran adoptado también nombres propios árabes. En esa comunidad musulmana, alguien que conocía al Emir había filtrado algo que había llegado a los mentideros de los periodistas. También era posible que Bolaños no fuera tan inocente como aparentaba, y supiera mucho más de lo que decía. Además, estaba el informe del servicio secreto marroquí. Musab estaba ahora en España.
—¿Cuál sería el mejor escondite en Granada para un tío como el Emir? —preguntó Berta a Bolaños—. Piensa.
—Y yo qué sé…
—¿El Albaicín? ¿El Sacromonte? ¿La Vega?
Bolaños se mostraba inquieto y miraba constantemente alrededor. No quería que alguien conocido le viera junto a aquellos dos polizontes, o espías, que para el caso era lo mismo. Le marcarían de chivato. Cuanto antes se marchara de allí, mejor. Habló deprisa.
—La Vega es cristiana hasta la médula. Sería muy difícil que un musulmán de respeto pudiera pasar desapercibido. Pero el Albaicín es otra cosa, ahí hay metido de todo: musulmanes, cristianos, marginales, obreros parados, drogatas, extranjeros, artistas de pacotilla, anarcos, artesanos, contrabandistas, antisistema… De todo.
—¿Y el Sacromonte?
—También cristiano, básicamente, aunque por las cuevas y las laderas, además de gitanos, se refugia también mucha gente paya rara. Sectas y cosas así… Un personaje como el Emir también llamaría la atención, pero… —Bolaños dudó unos momentos. Parecía estar recordando algo y los agentes dejaron que siguiera dándole vueltas—. Hay un sitio —terminó diciendo— que aunque no está en la ciudad es como si fuera Granada… Alguien lo mencionó.
Parecía ir encajando algunas piezas en el rompecabezas de los recuerdos.
—¿Un sitio? ¿Qué sitio? —Berta le animó a escurrir bien todos los aliviaderos del olvido, hasta que finalmente Bolaños agarró algo surgido en la bruma del olvido.
—Me acuerdo que alguien dijo una vez, hablando en plan de cachondeo, que si el Emir existía, el mejor sitio para esconderse y borrarse de todo sería la Alpujarra. Cualquier casetilla abandonada o cualquier aldea… Esa es una zona aislada de verdad, con mucha guarida oculta. Y es como estar en Granada. Desde la ciudad puedes llegar allí en media hora.
Añadió Bolaños que esa sí que era la Andalucía secreta de verdad. Abrupta y montañosa, a un paso de Sierra Nevada, y con cortijillos y casas rurales ocupadas por gente propicia al aislamiento o extranjeros, mayormente británicos. Resultaría fácil ocultarse en un sitio como ese si no llamabas la atención. No te encontrarían ni en siglos.
—Piensa un poco más —le dijo Jordán—. ¿Te suena algún sitio concreto de las Alpujarras que podría estar vinculado al Emir?
—Ahí sí que me has pillado, tío. Ni idea.
Los agentes le marearon a preguntas otros diez minutos, hasta que ambos se convencieron de que era inútil insistir. En cuanto le dieron permiso, Bolaños regresó a paso rápido a la agencia. Berta y Jordán se quedaron dando vueltas por la zona, desmenuzando lo poco que el periodista les había dicho. Lo de las Alpujarras le seguía sonando a Berta como un tantán. «Llamarlo intuición femenina —pensó— será una chorrada, pero tampoco perdemos nada intentándolo».
—Apuesto por las Alpujarras —le dijo a Jordán, que la agarró del brazo mientras caminaban. Un gesto de familiaridad que Berta soportó unos momentos con desagrado, hasta que se soltó de la zarpa.
—Vale, supongamos que sí, ¿pero dónde? No podemos rastrear un territorio tan grande puerta por puerta. Buenas, ¿vive aquí alguien a quien llaman «el Emir»? Venimos a detenerle.
Debatieron el asunto sentados en un opulento café que hace esquina a la plaza del Carmen, frente al Ayuntamiento. En el local había poca gente. Granada parecía alicaída por los últimos acontecimientos. Como en cualquier ciudad, predominaban los hábitos, el orden previsto de las cosas y las conductas personales, y cuando estos se rompen todo se descontrola. El temor se había adueñado ahora de los ciudadanos, que parecían caminar tristones por la calle, como hormigas ciegas que hubieran perdido el rastro del hormiguero. Los accesos a la Alhambra habían sido totalmente bloqueados por tropas del Ejército, y al caer la tarde se formaban grupos en la plaza Nueva que daban pábulo a toda clase de rumores y alargaban los comentarios sobre las novedades del día. Era como si una losa gigante pendiera sobre toda la ciudad. Primero el terremoto, y luego lo de la Alhambra, donde seguía ondeando la bandera verde.
El humor de la gente era cambiante y movedizo. Pasaba de la protesta airada a la docilidad sin causa aparente, como condicionado por alguna marea colectiva interior. Habían aumentado mucho las desapariciones. Gente que se largaba de sus casas por las buenas, sin que se sospecharan los motivos y sin dejar ninguna pista del paradero. Esto acentuó los rumores de que algunos de los desaparecidos eran víctimas del largo brazo del Matador, pero nada se pudo demostrar y, por otra parte, resultaba evidente que ningún asesino en serie podía cargarse a tanta gente en tan poco tiempo sin dejar rastro alguno y sin que los cadáveres apareciesen.
También eran muy frecuentes los impagos de hipotecas y otras deudas, algo que venía arrastrándose desde hacía tiempo por la crisis económica que se había instalado con carácter crónico. Ante la situación, bancos y cajas de ahorro habían cerrado el grifo de los créditos y solicitaban de la Junta de Andalucía ayudas urgentes.
Otro indicador del desajuste general era el alto índice de suicidios, que registraba cotas alarmantes desde que se produjera el terremoto. La mayoría de la gente que se quitaba la vida lo hacía de manera incruenta, con el gas, los somníferos o los barbitúricos. Pero se dieron casos de ahorcamientos en plazas públicas, saltos desde terrazas y azoteas, coches despeñados en el valle del Darro o personas que se abrieron las venas en el agua tibia de la bañera. Hubo una mujer que decidió acabar sus días ingiriendo detergente a cucharadas.
Después de la toma de la Alcazaba, nunca faltaban grupos congregados en la plaza Nueva y en las plazoletas de la parte alta el Albaicín en espera de ver lo que hacían los asaltantes. Muchos iban provistos de prismáticos y bocadillos, y algún listo, incluso, había instalado un telescopio y cobraba a euro el minuto por poner el ojo. Pero la mayor parte del tiempo los espectadores quedaban defraudados. Los yihadistas permanecían invisibles, parapetados tras las almenas, y solo muy de vez en cuando alguno cambiaba de posición o se asomaba unos instantes a la muralla. Cuando esto ocurría, el gentío voceaba, pregonando la aparición como si se tratara de un descubrimiento o estuviera contemplando el espectáculo en el fútbol o en los toros.