Desde la plaza de Bib-Rambla de Granada bajaron las calles comiéndose a besos. Retozando entre paredes enfilaron por Pescadería y Capuchinas hasta caer en la plaza de la Trinidad, rumorosa por los chorros de agua que daban vida y frescor a la céntrica fuente octogonal del siglo XVIII. Un territorio noctámbulo por el que aún deambulaban grupos de gente bebiendo litrona a morro y fumando porros, a pesar de que ya era bien pasada la medianoche.
Vanesa era alta, morena y esbelta, con el pelo corto y un piercing en la parte superior de la nariz, entre dos ojos negros rientes que brillaban como ascuas por el alcohol y el deseo. Tenía veinte años, estudiaba Historia y había conocido a Pedro, su acompañante ocasional, esa misma noche en una fiesta de botellón organizada en las inmediaciones del mirador de San Cristóbal, atalaya occidental del Albaicín, en un lugar cercano a la muralla de los reyes ziríes en el siglo XI, cuando Granada era taifa poderosa.
La animación del guateque, la primavera, la noche, el calimocho y los «destornilladores» de vodka con naranja, avivaron la mutua atracción. Pasadas las once y media decidieron marcharse juntos. Pedro estudiaba último año de Políticas. Tenía el pelo largo y el rostro barbudo. Le habló a la chica de un piso que compartía con otros tres compañeros de facultad en la calle Martínez de la Rosa, y hacia el sitio se encaminaron con el entusiasmo del destino afortunado.
Sentados en uno de los bancos de hierro que puntean los paseos arbolados, al resguardo de miradas ajenas por la protección de un kiosco de bebidas, sintieron el relente nocturno como un acicate de avidez sensual. Con la blusa desabrochada, ella ofreció sus pechos desnudos, que la lengua de él recorrió hasta succionar con deleite los endurecidos pezones, rojizos como cerezas maduras. Vanesa le desabrochó el cinturón del pantalón y metió su mano tibia para agarrar con fuerza el miembro empinado, manejándolo hasta verlo surgir a la escuálida y amarillenta luz de una farola próxima. Con la urgencia de la excitación, ella hundió su boca en el abultado glande, intentando alargar el nirvana de su compañero.
—No pares —murmuró Pedro, moviendo suavemente la cabeza de la chica.
Recelando que él pudiera irse antes de tiempo, ella alivió la presión de sus labios en el miembro y pidió a Pedro que le bajara el tanga un instante antes de colocarse a horcajadas sobre su entrepierna, con la falda velando las partes púdicas a posibles fisgones. La agitación de los dos cuerpos unidos estaba a punto de alcanzar el clímax cuando apareció la sombra. Parecía haber salido de la nada, desde detrás de uno de los árboles, o quizá lo había estado atisbando todo agachado entre los aligustres. Vanesa lo vio primero. Avanzaba hacia ellos con pasos tranquilos, envuelto en una capa que llegaba a las rodillas, y ella lo tomó por un mirón, quizá un maldito depravado buscando masturbarse. Pero la explosión gozosa era más fuerte y se sintió incapaz de detenerla, ni siquiera sabiendo que alguien observaba de cerca. Fue consciente de que se trataba de un tipo alto y fuerte, con bigote y perilla a lo Búfalo Bill, y la mirada extraviada de un psicópata de película. Vanesa inclinó la cabeza sobre el rostro del estudiante cuando este aún no había llegado a la consumación.
—Vámonos al piso —dijo—. Hay un tío raro que nos está mirando.
Pedro aún no había visto al mirón y se sintió un poco decepcionado al tener que reprimir la urgencia, pero aceptó la indicación de Vanesa.
Junto a la fuente del centro de la plaza, fuera de la vista del Matador, voces beodas berreaban el torito enamorao de la luna del Fari.
Abrazados, abandonaron el parque. Ella, recelosa, lanzando miradas de reojo hacia atrás por si aparecía el extraño desconocido. Tras cruzar la plaza de los Lobos, llegaron a la calle donde vivían los estudiantes.
Cuando Pedro fue a abrir el portal, el Matador se les echó encima. A la chica la destrozó de un solo hachazo en la cabeza, aunque su compañero se defendió. Consiguió parar el segundo golpe y el hacha del asesino rebotó sobre la acera, pero quedó malherido, doblado en el suelo. El verdugo, entonces, remató a sus dos víctimas con el estoque que sacó de debajo de la capa. Luego, con tranquilidad, recogió el hacha ensangrentada.
Huyó al oír voces de gente que se acercaba, y en la fuga no captó la presencia de un vagabundo que dormitaba, mecido en la letargia alcohólica, entre cubos de basura de un portal próximo.