A través del amplio ventanal que daba a la gigantesca pista de aterrizaje, el Faraón y Santiago González, jefe de la División de Operaciones del CNI, distinguieron con nitidez al cuatrimotor plateado de la U.S. Air Force surgiendo de las nubes para enfilar la inacabable cinta de asfalto hasta tomar tierra.
Un viento racheado procedente del industrial Corredor del Henares barría la base aérea de Torrejón, situada en las cercanías de Madrid y ocupada por los reactores de combate del Ala 12 y los aviones oficiales del Gobierno y la Casa Real. Construida hacía más de medio siglo por los norteamericanos, la base —ahora bajo mando único español— albergaba también el Centro de Satélites de la Unión Europea (CSUE): una pieza fundamental en el engranaje de la política europea de seguridad común, compartida por todos los países aliados, que permitía identificar desde el espacio exterior imágenes, obtenidas por satélites, de objetos tan pequeños como una pelota de golf.
—A ver qué nos cuentan estos —gruñó el Faraón—. Sobre todo, nada de lamerles el culo. Que no nos tomen por aprendices.
Cuando el avión norteamericano tomó tierra y cesó la turbulencia de sus motores, Andrade y González salieron de la estancia y subieron a un mercedes negro, con los cristales tintados, que condujo a los dos pasajeros hasta un edificio de vestíbulo de mármol y techos altos. En el interior, acompañados del personal de seguridad de la base, que les fue franqueando varios controles, el director del CNI y su acompañante llegaron a una sala de reducidas dimensiones y sin ventanas, provista de aire acondicionado, luces halógenas, sillas, una mesa ovalada, que ocupaba el centro de la estancia, y un sofá y dos sillones con una mesa baja de acero y cristal en un rincón. Allí esperaron unos cinco minutos hasta que la puerta se abrió y apareció el hombre que estaban esperando. Venía acompañado de los guardias de seguridad de la base y otros dos norteamericanos, que se quedaron fuera. González y el recién llegado ya se conocían, y, tras estrecharse efusivamente la mano, el español hizo en inglés la obligada presentación.
—Director, aquí Frank Murray, una leyenda viviente de la CIA. Frank, este es Andrade, director del CNI.
Tras saludarse, Andrade preguntó qué tal había ido el viaje y ofreció asiento a Murray, un individuo alto y desgarbado, de mirada gris lobuna, con gabardina y un pequeño sombrero, que se instaló en uno de los sillones. Sus anfitriones le imitaron. Andrade ocupó el otro sillón y González, el sofá. Después de unas cuantas frases protocolares y amables, Murray se quitó la gabardina y el sombrero y entró directamente en el asunto.
—Creo que podremos entendernos perfectamente en inglés, y no necesitamos traductor. ¿Están de acuerdo?
Ante el asentimiento de sus colegas del CNI, el norteamericano extrajo de una fina carpeta de piel un pequeño memorando que dejó sobre la mesa baja. Lo ojeó un momento antes de empezar a hablar.
—Lo primero sería decirles que tanto la Agencia como el gobierno de mi país estamos sumamente impresionados por la audacia perversa de este acto terrorista. Por nuestra parte, vamos a colaborar en todo lo posible. De hecho, ya hemos empezado a hacerlo.
Andrade asintió. Con calculada lentitud, se esmeró en la fluidez de su inglés.
—Ante todo, muchas gracias por la rapidez con la que han respondido. No dude de que sabremos corresponder cuando llegue el momento. Vamos al grano. Nuestra principal inquietud, desde el principio de este maldito asunto, obedece al temor de que los terroristas puedan disponer de un explosivo nuclear, como parecen insinuar en su comunicado. Queremos saber si la CIA considera tal cosa posible, y en qué modo podrían ayudarnos si se confirma dicha posibilidad.
Murray hizo un gesto de conformidad con la mano. Había entendido perfectamente la pregunta.
—Hemos analizado con mucho interés este problema. Sabemos que lo que hoy ocurre en España podría tocarnos a nosotros mañana. Pero primero quiero adelantar una buena noticia… —Murray volvió a echar mano al memorando—, en realidad existen muy pocos grupos terroristas relacionados con armas nucleares o radiológicas.
—Es lo que imaginábamos —dijo Andrade. Murray movió afirmativamente la cabeza.
—Exacto. Se ha hablado mucho de eso, la verdad, y es mejor para todos que se siga hablando, para no bajar la guardia, pero en Langley no tenemos constancia de ninguna organización terrorista que disponga de este tipo de armas.
—¿Ni siquiera el terrorismo yihadista? —inquirió González.
—No, mi amigo. Ni siquiera ellos. Aquí, en este informe que les voy a dejar, se explica con detalle la situación actual. Hace tiempo hubo una secta japonesa —Murray se caló unas gafas de cristales finos y escrutó el documento—, una secta llamada Aum Shiurikyo, que llevó a cabo atentados con agentes neurotóxicos y que, al parecer, intentó adquirir un arma atómica en Rusia. Estamos hablando de los años 92-93, en pleno desmadre de la antigua URSS, con Yeltsin al mando y las mafias de los magnates financieros actuando a su capricho…
El norteamericano se quitó las gafas y fijó su mirada gris en Andrade. Hizo una pausa antes de proseguir.
—… pero no existe ninguna constancia de que lo consiguieran. Incluso se dice que adquirieron una mina de uranio en Australia para fabricar la bomba con sus propios medios, aunque al final desistieron. Fabricar, transportar, almacenar y manejar un arma nuclear no es tan fácil como parece en las películas de James Bond.
—Es decir, que sería altamente improbable que los terroristas dispusieran de una bomba atómica de verdad —dijo Andrade.
—Cierto, pero deberían ustedes considerar la posibilidad de que tengan un explosivo de dispersión radiológica, lo que conocemos como «bomba sucia». Una bomba que contiene material radiactivo no fisionable, que no produce explosión nuclear. Los terroristas chechenos pusieron una bomba de estas características hace años en un parque de Moscú. Afortunadamente, por razones que ignoramos, el artefacto no llegó a explosionar y nunca fue encontrado.
González estuvo a punto de preguntar al hombre de la CIA cómo sabía que los chechenos tenían el artefacto en el parque si nunca lo encontraron y tampoco hubo explosión, pero decidió dejarlo para mejor ocasión.
—Por lo que me han dicho, hasta ahora no han detectado ningún tipo de radiación, aunque hubo dos terroristas que murieron en una gran explosión cerca de Toledo.
—Es verdad —dijo González.
Murray entregó el memorando a Andrade y se enfundó las gafas en el bolsillo superior de la chaqueta.
—Lo cierto es que resulta muy difícil analizar con objetividad la amenaza atómica del terrorismo islamista. Nos movemos en un campo de sombras. Por ahora se trata sobre todo de insistir en la amenaza del terrorismo nuclear para crear sensación de alarma permanente. La gente no puede bajar la guardia. Estamos hablando de guerra psicológica, mi amigo.
—¿Qué hay de los llamados «maletines nucleares» rusos? —preguntó el Faraón. Se refería a las armas nucleares tácticas escamoteadas. Un asunto que saltó a la prensa cuando el general ruso Lébed, héroe de la guerra de Afganistán, informó de que habían desaparecido más de cien de esas armas, cuyo tamaño permitía que fuesen transportadas en maletines—. ¿Es posible que los islamistas hayan comprado alguno en el mercado negro? —insistió.
Murray pensó unos segundos la respuesta, y negó con la cabeza.
—Altamente improbable —dijo—. Una compra así roza lo imposible. Tenemos muchos agentes infiltrados en ese terreno, y no hay ningún caso confirmado de robo en los arsenales rusos. Nuestra colaboración con Moscú…, bueno, digamos que en cuestión de contar y guardar bombas nos entendemos.
—¿Y qué me dice —insistió Andrade— de las fuentes nucleares de la India y Pakistán?
El norteamericano negó también esa posibilidad.
—Solo puedo decirles —enfatizó Murray— que las armas atómicas de esos dos países están controladas, y el ejército paquistaní no está tan loco como para entregárselas a Ben Laden o a los talibanes. Aunque, claro, en estas cuestiones la certeza absoluta no existe.
El hombre de la CIA barajó la posibilidad de que los yihadistas de Granada dispusieran de una bomba sucia con el residuo radiactivo de alguna central nuclear. Lo que los técnicos denominan el combustible gastado de los reactores nucleares ¿Se había producido algún robo de esta clase de material en España?
—Aquí apenas se produce ya energía nuclear —le aclaró el Faraón—. La política del gobierno es contraria a las centrales nucleares. Lo que —entre nosotros, amigo Murray— considero una tontería y un atraso, pero los espías como nosotros —bromeó— solo estamos para obedecer y pensar lo justo. Cuando pensamos mucho nos hacemos incómodos.
—Esa es nuestra desgracia también en Estados Unidos. Podría contarles miles de historias sobre esa cuestión. La pifia de Irak, por ejemplo. Nosotros sabíamos que Sadam Hussein no tenía armas de destrucción masiva. No quedaba ni un solo metro cuadrado de territorio iraquí que no hubiésemos fotografiado. Naturalmente, cuando los del gobierno nos preguntaron si podíamos asegurarlo al ciento por ciento, dijimos que no. Somos espías, no dioses. ¿Quién es capaz de asegurar ningún negocio humano al ciento por ciento?… El resultado ya lo conoce. Agarrándose a esa posibilidad remota, el presidente Bush y sus halcones decidieron invadir. Ahora, el problema es cómo sacar los pies del estiércol.
Durante un rato, Andrade y Murray rumiaron sus respectivas frustraciones en el trato con los gobiernos de turno y los políticos.
—Nuestro oficio —resumió el español— se hace cada vez más difícil y molesto. Los gobiernos solo escuchan aquello que está de acuerdo con lo que piensan. Cuando la información que les llega no les gusta, matan al mensajero. Se niegan a aceptarla. Trabajar así es very… ¿cómo podríamos decirlo? —Andrade dudó. Se le había atragantado la palabra. El norteamericano le ayudó.
—Hard, is very hard.
—Eso.
Siguieron dándole vueltas al tema principal y el resultado siempre era el mismo. Iba contra toda lógica que los yihadistas de Granada dispusieran de un artefacto nuclear. Murray insistió en que en ese sentido los españoles debían estar tranquilos. Súbitamente inquirió:
—Por cierto. ¿Qué intención tiene su gobierno para resolver lo de la Alhambra? ¿Negociar?
González y el Faraón se miraron, y el director del CNI habló.
—El presidente español no es partidario de utilizar la violencia. Está totalmente decidido a negociar.
Murray desvió la mirada de sus dos colegas. Por un momento pareció estar dirigiéndose a los tubos fluorescentes del techo. Le brilló la mirada lupina.
—Con los terroristas no se negocia. Sería un mal ejemplo para todos. La Guerra contra el Terror no admite componendas. Alguien debería decírselo a su presidente.
González estuvo a punto de decirle que Verdejo era muy obstinado. Con la testarudez de los niños pequeños cuando se le metía algo entre ceja y ceja. Pero se calló y asintió levemente a la recomendación del norteamericano.
A punto de despedirse, el hombre de la CIA dejó caer, como si se tratase de algo que se le olvidaba:
—Ah, una pequeña información. Para que vean que ya hemos empezado a ayudarles. Ese moldavo traficante de armas que localizaron en España…, me temo que ya no podrán detenerle y hablar con él, pero por lo menos no les molestará más. Seguro.
Andrade y González guardaron un atento silencio.
—Lo secuestraron en Limasol, Chipre, donde tenía su residencia. Utilizaron gas nervioso que dejó fuera de combate al chófer y al guardaespaldas cuando el traficante estaba a punto de subir a su coche. Los restos del vehículo aparecieron en la orilla del mar, cerca de un acantilado. Probablemente se despeñó. Un accidente. Ni rastro del cadáver del señor moldavo. La policía chipriota no sabe qué pensar. Ese hombre tenía bastantes enemigos, seguramente, aunque tengo entendido que los secuestradores mantuvieron con él una charla productiva antes de que falleciera.
—¿Muy productiva? —inquirió Andrade.
—Bastante aclaratoria, sí, diría yo. Pronto tendrán más noticias en lo que les atañe.
Murray bajó la voz, como si estuviera revelando un secreto de confesión.
—Ajuste de cuentas entre bandas mafiosas. ¿No creen?
—Muy posible —admitió Andrade.
—La Biblia dice que quien a hierro mata, a hierro muere —sentenció González, que no había leído la Biblia en su vida, poniendo falsa cara de pena.