A la luz de las antorchas de los seguidores de Luciano, la plaza de San Nicolás era un punteado de fuegos movedizos. Un bosque de polífemos oscilantes en las sombras. Alrededor, parpadeaban las farolas, y en las calles empedradas las sombras rasgadas escondían rincones donde acechaban siluetas ominosas. Habían callado los pájaros y el viento de la noche traía efluvios y sonidos dispersos que ascendían desde la ciudad como un vaho de sensaciones difusas.
Subido a un estrado situado junto a una de las fachadas de la biblioteca pública del barrio, el Mesías pidió a todos sus fieles que dirigiesen la vista hacia la mole arquitectónica de la Alhambra, escindida del Albaicín por la cortadura del Darro.
Rodeado de arboleda envuelta en una neblina que sube del río, el viejo palacio-fortaleza nazarí, con su desgaste de siglos atenuado por las tinieblas, infundía respeto y semejaba el espectro de una remota leyenda perdida para siempre. A oscuras, la Alcazaba parecía hibernar en la noche de los tiempos, encerrada en sí misma, con la presencia sepulcral de infinitos recuerdos perdidos entre sus muros.
Gritos de ira y maldición, surgidos de mil gargantas, reverberaron en la hondura del valle y llenaron la noche como un temblor amenazador y desesperado.
Con un gesto de autoridad, Luciano impuso silencio a los congregados. Volvieron hacia él sus cabezas anhelantes de reafirmación y guía. Alguien colocó en sus manos un altavoz. Tras haber calmado por completo a la agitada marea de la multitud, empezó a hablar. Era una voz recia, convincente, provista de ruda armonía. Una voz que parecía sincera porque emitía vibraciones que impulsaban a seguir pendiente de su arenga y conjuraban fuerzas colectivas casi anuladas, adormecidas, que ahora parecían resucitar y adquirir un sentido trascendente.
—¡Hermanos, hermanas! Ahí tenéis la Alhambra, ocupada, escarnecida, un símbolo de la humillación y deshonra de toda Granada y de toda España. ¡De nuevo los infieles, los enemigos de Cristo, han traído la desolación y el enfrentamiento a nuestras calles!
»Quieren llenarnos de su basura, imponernos su miserable ley y hacer que reneguemos del verdadero Dios. Y yo os pregunto: ¡¿Vais a consentirlo?! ¡¿Os dejaréis arrebatar vuestras propias señas de identidad?! ¡¿Es que ya no hay corazones en España dispuestos a morir por la fe cristiana?!
Un ¡nnnooo! rotundo y furioso resonó en la hondonada del valle hasta perderse entre los pinos que rodean la Alhambra y diluirse en las alturas del Generalife. Luciano volvió a aplacar a los suyos y continuó. Por momentos, sus ojos brillaban en la noche cargados de un raro magnetismo.
—Ya conocéis la noticia —dijo el Mesías—. Los Libros de Plomo, los libros santos del apóstol Santiago que se guardaban en la abadía del Sacromonte fueron robados anoche. De forma cobarde y traicionera los ladrones entraron y expoliaron el santuario. ¡Las tumbas sagradas de nuestros mártires! Lo han profanado todo, han revuelto las reliquias, pero curiosamente solo se han llevado los Libros de Plomo… ¿Y por qué esos libros?, diréis algunos, y yo os lo voy a explicar. En esos libros se habla de la venida de Santiago a esta tierra, mucho antes de que llegaran a ella los musulmanes… Cuando ellos vinieron, la cruz de Cristo llevaba aquí ocho siglos… Granada era ya la ciudad elegida del catolicismo, como lo fue Jerusalén… ¡Era nuestra Jerusalén!… ¿Y quién podría tener interés en borrar ese pasado, en eliminar ese testimonio? No eran los paganos, que por fortuna ya no existen en esta tierra de Dios… ¡Solo los musulmanes, hermanos y hermanas, los descendientes de aquellos que combatieron a la Cruz, pueden tener interés en despojarnos de ese legado salvador y divino!
Un grito saltó de los congregados en la plaza como un puñal lanzado al aire.
—¡A la Alhambra! ¡Asaltemos la Alhambra! ¡Quememos la mezquita!
Los más exaltados iniciaron un movimiento de marcha hostil hacia las calles aledañas que conducían a la Mezquita Mayor. Parecían decididos a todo, pero el Mesías se apercibió y los detuvo:
—¡Esperad, esperad, hermanos y hermanas! ¡Paciencia! ¡Ya llegará el momento de ajustar cuentas! ¡Yo os diré cuándo! ¡Confiad en mí!
Luciano prosiguió con su arenga. Su voz vibrante y ferrosa se impuso, gobernando sobre el oleaje de las antorchas.
—¡Esos libros que nos han robado eran el Quinto Evangelio revelado a los discípulos que llegaron con Santiago a España, a nuestro santo patrón san Cecilio! ¡En ellos, el apóstol san Juan nos revela el fin del mundo y se defiende el carácter inmaculado de la Virgen María! ¡Nuestra santísima Madre, exenta del pecado original! ¿Queréis que os lea la profecía de san Juan sobre el final del mundo?
Una ola atronadora de voces pidió entonces que fueran leídas las palabras del apóstol. El Mesías no se hizo de rogar. Sus palabras resonaron como campana, acallando el vocerío de la multitud.
—¡Calma, hermanos, calma!
—¡Vamos a recuperar los libros! —exhortó una voz desde la multitud—. ¡Vamos a por ellos ahora mismo!
—¡Hermanos y hermanas! ¿Queréis saber lo que dicen los Plomos que esa turba de idólatras y descendientes de falsos profetas os han robado? ¿Queréis saberlo de verdad?
El bosque de antorchas abrió paso a un vocerío apasionado, y hubo algunos desmayos entre el remolino de fieles.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Estaremos siempre contigo! ¡Dinos lo que pone en los libros!
El Mesías extendió la mano derecha como si se tratara de una guadaña dotada de poderes mágicos sobre las cabezas del gentío.
—¡Aquí lo tengo! —voceó Luciano, al tiempo que sacaba un pergamino enrollado del interior de su túnica, el ropaje que le daba aire sacerdotal, con el que se cubría desde la cabeza a los pies—. ¡El manuscrito de la torre Turpiana, que Dios nos envió por mediación del mensajero San Gabriel, y que ahora, Dios, milagrosamente, ha querido que llegue a nuestras manos! —cientos de gritos desgarradores tronaron en la inmensidad de la tarde. Luciano extendió cuidadosamente el viejo pergamino y lo mostró a la multitud. Algunos seguidores se acercaron al Mesías y, temblorosos, le besaron los pies y las manos.
El tumulto creció a medida que las palabras del Mesías fueron haciendo mella en los congregados. Pudieron oírse más gritos que pedían venganza.
—¡Sufrimos por nuestros pecados, dice san Juan! ¡Las gentes se consumirán y habrá infortunios y tinieblas! ¡El terremoto ha sido solo un aviso, el primero, porque vendrán nuevos castigos y peores!
Luciano empezó a leer el pergamino, y su voz volvió a elevarse como un soniquete de angustias.
—«¡Densas tinieblas se levantarán en Oriente y se extenderán por Occidente!
»¡La luz se eclipsará, y el templo del profeta y su fe padecerán graves persecuciones!
»¡Habrá más tinieblas que se alzarán en las partes del Aquilón, el viento del norte, y de ellas emergerá un dragón. La bestia que por su boca arrojará fuego y sembrará la simiente del mal!…
»¡La fe, hijos míos, quedará rota, dividida en sectas, y de Occidente saldrán los enemigos que hundirán a los puros en la sensualidad y el desenfreno de las pasiones, y con lepra nunca vista infectarán al mundo!».
Parte del gentío que llenaba la plaza se arrodilló y empezó a entonar cánticos de penitencia. Una mujer se desmayó y las antorchas se arremolinaron a su alrededor como luciérnagas frenéticas, mientras Luciano seguía con su prédica.
—¡Soy un mensajero de Dios!… ¡El género humano está amenazado por el Anticristo, que intenta hundir a los hijos de Dios en el abismo de Satán! ¡El Anticristo, hijos míos, ya está en la Tierra y el Juicio Final se acerca! ¡Ahí mismo, en la Alhambra, ruge la Bestia!… ¡Armaos para hacerle frente, porque san Juan nos ha dejado escrito que del Mediodía, de Granada, saldrá el Juez de la Verdad, y nosotros debemos seguirle para combatir a Satán! ¡Que nadie os confunda! ¡Debéis estar preparados y seguirme! ¡Las señales del Apocalipsis ya están aquí y esta ciudad es ahora el baluarte de Dios!
La marea de voces rebota con el estruendo de un alud entre las callejas y rincones del Albaicín y traspasa la noche hasta alcanzar las murallas de la Alcazaba. Allí, los combatientes de la yihad escuchan el vocerío y aguardan su hora del sacrificio con las armas listas. Las antorchas que divisan a lo lejos se mueven ahora cuesta abajo como orugas procesionarias luminosas, y una sensación aciaga se extiende por el valle como un sudario de pavura. Los perros abandonados han empezado a ladrar enloquecidos, como si barruntaran señales de muerte, y Luciano ha dado instrucciones a sus seguidores de vigilar bien el barrio alto. El Mal —les ha dicho— surgirá de las sombras.