Cincuenta y siete

Ramírez Verdejo recibió la llamada urgente de Andrade cuando estaba a punto de reunirse con el ministro de Defensa para informarse de los últimos detalles de la operación Boabdil.

—Presidente, acabo de hablar con los rusos. Dicen que eso del «mercurio rojo» es pura fábula.

—Pero no lo consideran imposible…

—No, claro. Hasta ahí no se han mojado. Ellos han utilizado explosivos altamente potentes con ese nombre en grandes obras públicas y defensivas. Lo que quería decirle es que Katushev no se ha inmutado cuando le he explicado el asunto.

Verdejo dejó pasar unos momentos de silencio hasta dejar caer con sequedad su propia información sobre la mesa.

—Hay malas noticias, director.

A Andrade se le secó la garganta. Ahora le tocó a él guardar silencio y mantenerse a la expectativa. Quizá había hablado demasiado.

—Acaban de detectar emisiones de una fuente radiactiva en la Alhambra. Nos lo han dicho los norteamericanos.

—¿Norteamericanos? Perdone, presidente, pero ¿qué pintan en esto los americanos?

—En cuanto se enteraron de lo de la Alhambra nos enviaron desde Alemania un equipo de detección radiactiva en un avión especial y unos cuantos técnicos. Tecnología punta de ultimísima generación. Les dije que sí; no podíamos negarnos.

—Bueno, ya está hecho. Sabe de sobra, presidente, que no soy antiamericano. Mi propio hijo estudia en Estados Unidos y yo he hecho varios cursos allí. Pero si pudiéramos resolver esto por nosotros mismos, sin depender de nadie, sería mucho mejor. Este tipo de ayudas siempre se cobran. Además, la publicidad nos perjudica y esos terroristas es lo que buscan. Lo mejor sería imponer una especie de censura convenida con la prensa, como hacen otros países en temas que afectan a la seguridad nacional.

—Sería lo ideal, pero aquí los periodistas no pasarían por eso. Pondrían el grito en el cielo, seguro. ¿Ha vuelto a llamar Jaleb?

—No me han dicho nada y estamos a la espera.

—¿Y el equipo negociador?

—Listo para actuar.

—Bien, infórmame de inmediato.

—Por supuesto, presidente.

Andrade colgó con cierta sensación de bochorno. La CIA le había metido un buen gol. Ya estaban también en la Alhambra. Y él, como los maridos cornudos, había sido el último en enterarse. Maldito Verdejo.