Cincuenta y cinco

En Madrid, el coordinador de la Policía para situaciones de acción terrorista con rehenes estaba muy molesto por lo que consideraba una irregularidad, y así se lo había hecho saber al director del CNI en el propio despacho de Andrade, donde se había convocado una reunión en la que participaba Medina, que había viajado urgentemente en helicóptero desde Granada a la sede del Centro.

Zaldívar ya había aleccionado a Medina, con quien se había visto unas horas antes:

—Tenemos que llevar las riendas de este asunto —le dijo—. Si sale mal, la jodimos, tuerta. Es demasiado grave. Recuerda hacerte el loco si los de la policía se mosquean. Eres solo un mandado. Confío mucho en ti, y blablablá, blablablá.

Cuando Medina se presentó y tomó asiento ante el Faraón, el coordinador volvió a la carga.

—No entiendo muy bien qué quieren que hagamos. Nosotros no entendemos de política. Solo actuamos, pero para eso necesitamos tener las manos libres. No hacemos de niñera de nadie.

—Lo comprendo. Solo pido que alguno de mis agentes se mantenga cerca de ustedes. Así me informa directamente y ahorramos tiempo.

—Eso espero.

El policía se encaró con Medina, que le mantuvo la mirada con gesto áspero.

—¿Qué sabe usted de mediación en situaciones de crisis?

—Hice un curso.

—¡Un curso! No me joda.

Héctor calló y miró al Faraón en demanda de ayuda. En gesto de solidaridad, Andrade le guiñó un ojo.

—Mire, Medina —reconvino el coordinador—. Lo primero que debe de tener en cuenta es olvidarse de cualquier película sobre rehenes que haya visto. Lo más importante en esto es el equipo. Repito: e-qui-po. Usted nunca actúa solo. Siempre tiene un equipo detrás. Si la mediación sale bien, el éxito es del equipo, nunca del negociador; y si sale mal y fracasa, lo mismo. ¿Está claro?

A Héctor le patinó el freno de la paciencia. Sintió que aquel listo le estaba faltando al respeto. Estalló.

—Oiga, como se llame. Me importa tres cojones el reglamento del perfecto geo en caso de rehenes. Yo solo quiero hacer mi trabajo, igual que usted, espero.

El coordinador se encalabrinó. La cara se le puso roja y miró al director del CNI para reiterar su disgusto, pero el Faraón mantuvo cara de palo, sin mover ni una pestaña. Luego refunfuñó y terminó tranquilizándose. Posiblemente, sus válvulas cardiacas ya no daban para más. A partir de ahí, la conversación se hizo más sosegada, y todos se entendieron un poco mejor.

—Hablemos en serio —insistió el coordinador—: ¿Qué sabe sobre la doctrina de administración de crisis?

—¿Por qué no nos dejamos de chorradas y empezamos a pensar en algo práctico? Por ejemplo, ¿qué vamos a hacer? Ya sé que usted es el sabio en esto, pero tampoco hace falta que lo repita tanto.

El Faraón esbozó una sonrisa y levantó con disimulo el pulgar de la mano derecha. La cara del coordinador volvió a enrojecer y las venas del cuello se le hincharon. Por un momento pareció que el corazón podría darle un disgusto allí mismo. Pero se controló en unos instantes y el flujo sanguíneo volvió a la normalidad.

—De acuerdo. Vamos a correr un tupido velo.

—¿Por qué no se dan la mano como buenos chicos y vamos al grano? —instó Andrade.

Los dos hombres se estrecharon la mano no sin reticencia. Lo primero de todo, dijo el coordinador, era ganar tiempo, dejar que los ocupantes de la Alhambra se calmaran un poco, y entre tanto conseguir la mayor información posible sobre ellos.

—¿Cuántos son? ¿Quiénes son sus jefes? ¿A qué organización pertenecen? ¿De qué tiempo disponemos?

El coordinador se dirigía al Faraón, que permanecía flemático parapetado tras su mesa de despacho.

—Demasiado pronto para eso —le respondió Andrade.

—¿Al Qaida?

—No lo sabemos todavía. El comunicado, como sabe, lo firma una organización llamada «Mártires de Gaza».

—¿Prosirios? ¿Proiraníes? ¿Yemeníes? ¿Magrebíes? ¿Quién está detrás?

—Lo estamos averiguando.

Medina aventuró que Andrade se estaba tirando un farol monumental y el CNI estaba casi a oscuras. El coordinador debía de pensar lo mismo. Parecía deprimido ante el panorama negociador que le esperaba…

—Me imagino que saben cuál será la alternativa si la negociación fracasa —masculló.

—¿Se refiere a emplear la fuerza?

—Exactamente. Un asalto. A eso me refiero.

Andrade guardó silencio. En cualquier caso, por fortuna, eso no era asunto suyo.

—Lo deseable sería arreglarlo con palabras —dijo Andrade—. Para eso estamos aquí. El gobierno no quiere tiros.

El coordinador mencionó tres opciones. Una, decidir pronto negociar o emplear la fuerza (lo que él llamaba «operaciones tácticas»). Dos, negociar sin límite de tiempo. Y tres, intentar resolver el problema negociando, mientras el grupo destinado a llevar a cabo la operación táctica se mantenía desplegado y listo para actuar en cuanto la negociación fracasara. Resumiendo, amagar con la izquierda, pero tener la derecha lista para golpear. En cualquier caso, no entregar nunca nada a los ocupantes sin recibir algo a cambio.

—¿Me imagino que, por lo menos, les han cortado ya la luz y el agua, y están procediendo al barrido de las emisiones telefónicas? —planteó el policía.

Andrade dijo que sí, aunque Medina percibió un punto de duda en su respuesta. Seguramente no lo sabía.

—Se trata de hacerles concesiones menores para irles aplacando. ¿Cuántos rehenes tienen? —el coordinador parecía caviloso y preocupado.

—Creemos que solo dos —dijo Medina—. Dos guardias de seguridad del recinto. Pero no estamos seguros de que todavía estén vivos. Quizá los hayan matado.

—La verdad —dijo el coordinador— es que estamos ante un caso muy atípico, ya se habrán dado cuenta. No se trata de un secuestro de rehenes, sino de una ocupación territorial. En rigor, estamos hablando de un acto de guerra sin precedentes. Una cosa es ocupar una embajada o un centro institucional con mucha gente dentro, algo que se ha hecho varias veces, y otra atrincherarse en un edificio emblemático y amenazar con volarlo. No recuerdo ningún caso.

El coordinador parecía un tanto desconcertado. Era fundamental, recomendó, alejar a la prensa del lugar y establecer un estricto cerco perimetral. Andrade se encogió de hombros.

—Eso es asunto de ustedes, de la policía. Aquí estamos para otra cosa.

—Lo ideal sería que nuestro Grupo Táctico iniciara su despliegue en cuanto estuviera cerrado el cerco y los negociadores comenzaran su tarea.

—No es mi asunto —insistió Andrade.

Medina pensó que aquello iba camino de estancarse en un diálogo de besugos.

—Lo primero que tendríamos que saber es qué vamos a negociar —dijo—. Luego, si le parece, podemos hablar del cómo.

—Exacto. Eso me lo tendrían que decir ustedes. ¿Qué es lo que ofrecemos a esa gentuza, y a cambio de qué?

El coordinador y el agente del CNI miraron a Andrade, que parecía enfrascado en escribir algo en una agenda. Medina sabía que el Faraón había hablado una hora antes con el presidente Verdejo, y por tanto debería tener algo que decir a esas preguntas. Transcurrieron unos segundos mientras Andrade terminaba su anotación y dejaba caer su respuesta.

—No hay mucho que negociar.

Al ver que el coordinador ponía cara de asombro, se lo explicó.

—El gobierno, como le he dicho, no quiere riesgos, pero las condiciones son tan radicales y faltas de realismo que casi todas resultan imposibles de cumplir. Además, no depende de nosotros. Ni los norteamericanos ni los israelíes van a ceder en nada de lo que esos chiflados piden.

Se lo pensó un poco más antes de seguir hablando.

—Yo que usted, de todas maneras, les diría a los geos que fueran preparando el asalto. La decisión no está tomada y hay varios intereses en juego. De momento —dijo con aire enigmático— no puedo hablar más. No tengo ni que decirles que si algo de lo hablado en este despacho se filtra a la prensa se juegan el empleo. Creo que me estoy expresando con bastante claridad.

La rotundidad de Andrade no dejaba dudas, pero no atenuó la perplejidad de Medina. Acertado o equivocado, lo importante era tener un plan dirigido a un objetivo concreto. Algo que brillaba por su ausencia. La mayor duda, por supuesto, era el explosivo en manos de los islamistas.

Aunque eso le hiciera quedar como un cínico o un monstruo, Medina pensó que unos cuantos muertos en un asalto valdrían la pena si con eso se evitaba la destrucción total de la Alhambra. Estaba seguro de que como él pensaban muchos, aunque de boquilla dijeran otra cosa. Lo comentó con Andrade ante la mirada desaprobatoria del coordinador.

—Quiero hacer constar —dijo éste— que para mí la vida de cualquiera de los nuestros está por encima de todo. Un ser humano vale más que todas las obras de arte del mundo.

Se produjo un silencio que Medina rompió con la pregunta innombrable, la que más les inquietaba.

—¿Qué pasa si el artefacto explosivo es nuclear y estalla?

—Intentaremos que no sea así —dijo Andrade con voz grave—. Además —añadió—, no tenemos ninguna prueba de que exista en realidad tal artefacto.

Medina captó que el director parecía guardarse algún as en la manga. Estaba demasiado tranquilo. Volvió a preguntar.

—¿Usted qué cree?

Andrade escrutó unos momentos a su agente. ¿Hasta qué punto Medina sabía que él sabía?

—Soy optimista… —se salió por las ramas, y dejó la frase inconclusa—. En este oficio siempre hay que contar con un poco de suerte…

El coordinador policial se revolvió inquieto en su asiento.

—Todo eso me parece muy bien, pero lo que no acabo de ver es qué pinto yo y mi equipo de negociadores en todo esto —dijo—. Quiero dejarles claro que no somos trabajadores sociales o algo parecido. Somos profesionales que gestionamos el miedo y las debilidades en este tipo de conflictos. Buscamos soluciones para que los malos no se salgan con la suya y el número de víctimas se reduzca. A cero, si es posible.

—Su concurso es totalmente necesario —zanjó Andrade—. A todos los efectos, usted es el jefe del equipo negociador. En cuanto a mis agentes, serán meros observadores y harán lo que usted les diga. Medina y el coronel Zaldívar regresarán hoy mismo con usted a Granada y ayudarán en lo que les pida.

—No estoy muy convencido —sacudió la cabeza el coordinador. Una vez más, eran otros los que decidían y a la policía no le tocaba sino obedecer. Torció el ceño y en ese momento sonó el teléfono. Andrade lo cogió. Con un gesto de la mano se despidió de sus dos interlocutores. No quería testigos.