Cuarenta y siete

Cuando el remolino de periodistas y curiosos empezó a dispersarse, llegó la persona que estaba destinada a ser la sombra de Lorenzo Bolaños. Un tipo grandón, de pelo muy corto y nariz rota de boxeador, bigote espeso y cara amable, que pertenecía al núcleo de Apoyo Operativo enviado desde Madrid. El bigotudo saludó efusivamente a Bolaños y a la redactora, que parecía muy acelerada con todo lo que estaba viviendo ese día.

Lorenzo llamó a un número de móvil que le habían dado los agentes.

—Ha llegado aquí uno para intervenir los teléfonos. ¿Es de los vuestros?

—Es un genio, Lorenzo. Lo tendrás siempre a mano. Buen tipo. Dale tu móvil y déjale hacer.

Cuando se cortó la comunicación, Bolaños entregó su teléfono al grandón. Éste lo abrió y empezó a destriparlo allí mismo.

—Habrá que enviarlo al laboratorio —dijo decepcionado después de manipularlo un rato.

El técnico del CNI, a quien acompañaba un operario con mono azul de faena y cara cetrina, no perdió el tiempo. Los dos bajaron al sótano del edificio, examinaron el recorrido del cable a lo largo de la pared hasta la caja distribuidora, que manipularon a placer. El bigotudo acopló un dispositivo inductor a la línea, sin contacto con el cable, y el del mono azul seleccionó la conexión buscada. Luego adosaron un minúsculo transmisor de pilas a una cañería pegada al techo, lo conectaron al cable del inductor y unieron el transmisor a una antena que situaron en una ventana de la agencia, antes de activar el transmisor y comprobar satisfactoriamente el resultado del trabajo. La señal captada por la antena iba a parar a la furgoneta de una falsa empresa instalada en las cercanías y provista de un equipo receptor de señales. Todo lo grabado se recogía en una cinta que se enviaba directamente al Centro.

Como una hora después, y en vista de que Jaleb no se ponía en contacto con la agencia, Medina llamó a Zaldívar, que se mantenía a la expectativa en Madrid.

—Tenemos una pista. Le llaman «el Emir» y viene y va desde Marruecos con frecuencia. No hay más datos.

Medina sugirió avisar a los de Coordinación Antiterrorista, y pasar el nombre por el ordenador del SICOA, el Sistema de Coordinación de Operaciones Antiterroristas. Un artilugio mágico, con fama exagerada de almacenarlo todo, en el que participaban policías, guardias civiles y los del CNI.

Berta observó cómo su compañero escuchaba atentamente lo que su interlocutor le decía y daba un respingo.

—¿Qué?

—Hostia, qué embolado, jefe. ¿Cuándo hay que estar ahí?

—O sea, ahora mismo.

—Éramos pocos y la abuelita parió trillizos —murmuró Medina cuando terminó su conversación con la central.

—¿Qué pasa ahora? —dijo Berta, impaciente.

—Quieren que nos peguemos al equipo que va a negociar con los de la Alcazaba.

—Vacilas.

—Tengo que ir al aeropuerto. Me está esperando un helicóptero para volar a Madrid. Zaldívar aguarda en la Casa.