Cuarenta y seis

No hay gloria sin espinas. Tras recibir desde Madrid las calurosas felicitaciones de todos los jefazos y jefecillos de la agencia, que le anunciaron el inmediato envío de varios redactores de refuerzo, Bolaños se convirtió en un ídolo periodístico. Su trabajo a partir de entonces iba a ser el de una especie de oráculo. El pitoniso elegido por los asaltantes para anunciar sus planes, el canalizador de la noticia que estaba barriendo en las portadas y cabeceras de todo el mundo. Todos le preguntaban lo mismo: ¿por qué le habían elegido a él?, ¿qué relación tenía con los asaltantes?

Pronto, su nombre, y hasta su cara, fueron conocidos. La agencia difundió su fotografía a los cuatro vientos, con una extensa nota biográfica en la que, a falta de datos mayores dado el modesto currículo laboral del personaje, aparecían hasta los nombres de sus abuelos. Las principales radios y cadenas de televisión solicitaron entrevistarle, y la revista nacional de más difusión ya tenía previsto sacarlo en portada junto a una famosa tonadillera a la que habían cazado en pelota picada dándose el lote en una playa caribeña. De pronto, Bolaños cayó en la cuenta de que en esos momentos era un personaje popular, y podía aprovechar la situación para pedir que le hicieran fijo en la agencia de una vez.

A esas alturas, el CNI ya había empezado a actuar. Bolaños se había convertido en un informador indirecto importante. La subdelegación de Granada pasó, sin saberlo, al control directo de la sección del Centro encargada de escudriñar permanentemente cualquier material escrito, gráfico o emitido por radio, televisión o Internet que pudiera aportar datos útiles.

Partiendo del hecho de que los periodistas, a menudo y debido a la premura informativa, suelen descuidar la protección de sus fuentes, el Centro mantenía bajo vigilancia a Bolaños. Un seguimiento que en general proporcionaba buenos resultados en casos importantes, como este.

El guirigay informativo estaba en su apogeo cuando Medina y Berta llamaron a la agencia, que estaba llena de gente: periodistas locales, amigos curiosos y chismosos sin oficio. Bolaños se puso al aparato y Berta habló.

—¿Podemos hablar contigo un momento? Es urgente.

—¿Con quién hablo?

—Mi nombre no te dirá nada. Soy una funcionaría del Gobierno. Solo querríamos hacerte algunas preguntas relacionadas con el trabajo que estás realizando para la agencia. Muy bueno, por cierto —le doró la píldora Berta.

—Estoy muy liado ahora. Pasaos por la delegación y hablamos.

—Mejor no. ¿Por qué no quedamos fuera? Es muy importante. Seguro que ahí tienes demasiado barullo.

—¿Pero quién eres? —preguntó Bolaños, un tanto mosqueado.

Berta se puso seria y bajó la voz.

—Estoy con un colega. Pertenecemos a un departamento muy discreto del Ministerio de Defensa. Tenemos orden de hablar contigo.

—¿El CNI?

—Lo has dicho tú.

—¿Tiene que ser ahora?

—Si quieres lo dejamos para dentro de cuatro días. Cuando la Alcazaba vuele por los aires —respondió Berta de malhumor.

Bolaños se había leído casi todas las novelas de Le Carré, pero nunca se las había visto con agentes secretos de verdad, aunque fuera por teléfono. Se sintió importante.

—Vamos al bar de la esquina.

—No. Un sitio más tranquilo —propuso Berta—. ¿Por qué no paseamos? Hay un parque aquí cerca y hace buen día. ¿No te apetece estirar las piernas?

Bolaños puso a la ex becaria a cargo de todo y se dejó llevar hasta una placeta cercana, donde había varios bancos de madera alrededor de un surtidor de agua. Era cerca de la una de la tarde y se veía poca gente alrededor. Se sentaron los tres en uno de los bancos, y los agentes se presentaron como «amigos interesados en protegerle» y entraron pronto en materia. La misma pregunta obligada: ¿por qué le habían elegido a él como intermediario? Bolaños empezaba a estar harto, pero presentía que esta vez iba en serio.

—No tengo ni puta idea.

—No me lo creo —dijo Berta.

—Te lo juro.

—¿Has tenido algún contacto con musulmanes o fanáticos islamistas?

Reflexionó.

—Vamos a ver. Esto es Granada. Aquí hay muchos musulmanes. Solo en la Universidad hay cantidad de estudiantes marroquíes. Claro que me he relacionado con musulmanes. He tenido que cubrir actos culturales, conferencias y rollos de esos. Otra cosa son los fanáticos que decís. Esos no van por ahí pregonándolo.

—Pero ¿conoces a alguno? —insistió Berta.

—Fanáticos hay en todos lados.

—Lo sabemos. No vamos a hacer daño ni a detener a nadie. Esto no es Guantánamo. Solo queremos saber —dijo calmoso Medina.

—Danos nombres —terció Berta.

—Bueno, se habla de un tipo que se hace llamar «el Emir». Dicen que va y viene desde Marruecos, pero yo no le he visto nunca.

—Venga, Lorenzo, joder —dijo Medina—. ¿De dónde te has sacado lo del Emir?

—Tengo amigos musulmanes, todos moderados. Buena gente. Ellos también se ríen de los fanáticos. Una vez les escuché hacer chistes acerca del Emir. Se lo toman a broma, igual que nosotros, los católicos, hacemos con la gente muy beata. Los meapilas.

—¿Y cómo sabes que va y viene de Marruecos? —preguntó Berta—. ¿De dónde lo has sacado?

—Alguien lo dijo. No recuerdo bien.

—No es necesario que nos mientas —dijo Berta—. Simplemente, dinos lo que recuerdes. Hay muchas vidas en juego.

Bolaños se rascó la cabeza y se encendió un pitillo. Desde esa mañana había vuelto a fumar. Ofreció tabaco a los agentes, que lo rechazaron.

—Un amiguete español que se ha hecho musulmán lo mencionó. Me dijo que si todos fueran como el Emir, Granada sería un polvorín. Pero, oye, son conversaciones de copas. Cosas de periodistas con cubatas por medio. En realidad no tengo ni idea de quién cojones es ese Emir, ni lo que hace, ni dónde vive.

—Tranquilo, Lorenzo —Medina le puso una mano amistosamente en el hombro—. ¿Me dejas ver tu móvil?

Bolaños desconfió.

—¿Para qué?

—Solo quiero verlo.

Héctor comprobó el último número en la lista de llamadas recibidas.

—¿Lo volviste a llamar?

—¿A quién?

—A tu amigo Jaleb.

—Sí, lo he intentado varias veces —dijo Bolaños, un poco mosqueado por lo de «amigo».

—Y nada.

—Nada.

—Ha tirado el teléfono —dijo Berta—. Utilizará uno nuevo de tarjeta prepago cada vez que hable. Seguro. No va a ser tan gilipollas de utilizar siempre el mismo.

—De todas formas, la identificación del terminal usado nos podría ayudar.

Berta hizo un gesto de ponerlo en duda. Se encogió de hombros.

—Inténtalo.

Bolaños preguntó si podía regresar ya a la redacción. Estaba nervioso y aquello le empezaba a oler mal. Encendió otro cigarrillo.

—Mira, Lorenzo —le dijo Medina en tono amistoso—. A partir de ahora tus teléfonos de la agencia y de casa van a estar intervenidos. No te preocupes. Se trata de la seguridad nacional. Estoy seguro de que lo comprendes. Confiamos mucho, de verdad, en tu colaboración. De ahora en adelante siempre habrá alguien del CNI contigo y controlaremos tus líneas por si te llaman los de la Alcazaba. Sabemos que es jodido para ti, pero no hay más remedio.

—Vaya marrón —dijo Bolaños resignado—. ¿En mi casa también?

—Siempre. Lo siento, Lorenzo. Además, y esto es importante, cuando Jaleb te vuelva a llamar debes intentar alargar la llamada lo máximo posible. Hazle hablar todo lo que puedas, déjale que se enrolle y no le cortes.

—Como en las películas —sonrió Bolaños.

—Eso. Como en el cine.

El periodista se revolvió inquieto en el banco.

—Una cosa. ¿Habéis hablado de todo esto con el presidente de mi agencia? Yo aquí soy un currito y tengo que hacer lo que me mandan de Madrid. Tampoco puedo daros lo que me digáis así como así.

—¡Vaya por Dios! Si quieres llamamos al juez Garzón —refunfuñó Berta.

—Lorenzo —dijo amablemente Medina—. Esto se está llevando a nivel estratosférico. Muy por encima del presidente de la agencia y de nosotros. Por supuesto que tu jefe apoyará todo lo que le pidan los de arriba y lo que nosotros te digamos.

—No sé… Me gustaría…

—¿Quieres hablar con él, ahora mismo?

Bolaños les aclaró al fin la causa principal de sus inquietudes.

—Es que se me acaba el contrato dentro de dos semanas. Si no me lo renuevan estoy en el paro. Creo que con todo lo que estoy haciendo me merezco salir de dudas. Es lo menos.

Medina se levantó del banco, marcó su móvil y se alejó unos pasos. Bolaños guardó silencio, pensativo y ceñudo, mientras Berta fingía distraerse contemplando a una urraca saltarina que merodeaba entre los arbustos. Al poco rato, el agente se acercó y le tendió el teléfono.

—Toma, habla con tu presi.

Bolaños y el presidente de Efe estuvieron hablando más de cinco minutos. Cuando terminó la conversación, la cara de Bolaños transpiraba alegría.

—¿Todo bien? —dijo Medina—. ¿Más tranquilo ahora?

—Me ha dicho que me renuevan el contrato dos años. Que no me preocupe.

—¿Lo ves? Ahora, a trabajar —dijo Berta, que parecía haberse cansado ya de contemplar a la urraca.

—He oído que quieren evacuar la ciudad. Algunas personas ya se están marchando —dijo el periodista.

—¿Tienes miedo? —bromeó Berta.

Bolaños se molestó. Aquella mujer empezaba a caerle gorda. Él podía ser un pringao, pero no era un acojonado y no le veía ninguna gracia a ese airecillo de superioridad que Berta adoptaba con él.

—La agencia permanecerá abierta en Granada hasta que nos obliguen a cerrarla. Lo han decidido en Madrid —dijo Bolaños.

—Eres el rey de la fiesta, muchacho. Si te vas, nos quedamos sin saber qué quieren esos pirados —rio Medina.

Bolaños estaba impaciente por volver a la agencia, y Medina, después de hacer una llamada telefónica, le aconsejó.

—Vas a tener que despejar tu oficina un poco. Demasiada gente. Necesitamos tranquilidad para trabajar.

—Son colegas. No puedo echarlos.

—Invéntate algo. Una amenaza de bomba o algo así.

—Muy fuerte.

—Di que has recibido órdenes. Que te lo han ordenado de Madrid.

—No colará.

—Por cuestiones de seguridad —añadió Berta—. Puedes contarles que a partir de ahora la policía vigila la redacción, y todo el que quiera entrar tendrá que justificar la razón y pedir permiso a Interior.

—No me parece…

—Venga, Lorenzo, no empecemos con gilipolleces. O lo dices tú, o hablamos otra vez con tu presidente.