Cuarenta y cinco

Bolaños reaccionó con instinto de periodista de raza. Sabía que la delegación de Sevilla, de la que dependía Granada, estaría aún cerrada a esas horas, por lo que telefoneó directamente a Madrid, a la central situada en la calle de Espronceda. Tuvo suerte. En Madrid todavía estaba el turno de noche, y se puso al teléfono una becaria que parecía adormilada.

—Tengo un notición de la hostia. Apunta —dijo, y la becaria se sobresaltó. Se despabiló enseguida y tecleó en el ordenador el comunicado.

Después de vestirse y tomarse un café, Bolaños salió disparado hacia la oficina. Entre tanto, en Madrid la suerte seguía acompañándolo. Como el redactor jefe de turno, Romero, un perro viejo y resabiado, estaba en ese momento desayunando café con leche y porras en una cafetería cercana abierta para los más madrugadores del barrio, la becaria lo consultó con un redactor veterano que zascandileaba en busca de una nota archivada que no encontraba por ninguna parte. El veterano dudó porque la noticia le parecía demasiado fuerte. Pero como estaba cabreado con Romero por sus frecuentes escapadas al pub de la esquina, y por haberse negado a un cambio de jornada que le había pedido (amén de estar más enojado aún con el mundo y la agencia por motivos familiares, personales y económicos), se impusieron las circunstancias. Ante los emocionados ojos de la joven redactora, que nunca había experimentado una palpitación informativa semejante, el veterano opinó que la noticia debía de pasarse con carácter de boletín urgente. El ambiente de la redacción se cargó con vibraciones de gran suceso, de exclusiva mundial, del capitán Ahab clavando el arpón a la ballena blanca, del cazador contra el tigre y del gol solitario que decide el mundial. Así, la noticia llegó a todas partes y la agencia se apuntó un tanto glorioso, aunque el redactor jefe y el encallecido redactor se enzarzaran en cuanto aquel apareció eructando las porras del desayuno, al enterarse de que no habían esperado para consultarle. Mientras, la becaria, discretamente, se encerró en el cuarto de baño deseando que se olvidaran de ella y no la pusieran en la calle esa misma mañana.

La trifulca terminó pronto porque a los pocos minutos todos los teléfonos de la redacción empezaron a sonar al mismo tiempo. El presidente de la agencia, la Moncloa, las radios, los corresponsales extranjeros y el sursuncorda. Ante la avalancha de timbrazos, el redactor jefe reaccionó con sabiduría heredada de los clásicos en el oficio. Ignoró y descolgó todos los teléfonos menos uno, aquel por el que llamaba el presidente de Efe, su jefe natural, que por fortuna, y ante su sorpresa, reaccionó bien.

—Hubieras debido avisarme antes de pasar la noticia, pero ya que está hecho, yo asumo la responsabilidad. Somos una agencia informativa y estamos en un país con libertad de prensa.

—Perdona por no haberte consultado personalmente —dijo el redactor jefe aliviado—, pero eso mismo pensé yo cuando di la orden de pasarla. Estaba a punto de llamarte, de todas formas.

—Has hecho bien. Te felicito, Romero. Estoy muy orgulloso.

—Estamos a lo que mandes.

—Felicita también al chico de Granada. ¿Cómo cojones se ha enterado? Si la noticia es falsa y ha metido la pata, no quiero ni pensarlo.

—Ahora mismo iba a hacerlo. En cuanto hable con él, te vuelvo a llamar.

Cuando Romero dejó el teléfono ya habían empezado a llegar los del turno de mañana y todos quedaron a la expectativa con caras largas. Se temían lo peor.

—De parte del director, que os felicite a todos los del turno de noche por lo de Granada, y yo me uno personalmente a la felicitación. Enhorabuena, muchachos. Sois cojonudos.

Romero se acercó a Losada y le dio un abrazo a la vista de todos. Le palmeó la espalda como si fuera un tam-tam, echándole el tufo de las porras por la cara.

—Eres un tío grande, mariconazo.

En ese momento entró la becaria dispuesta a recoger sus bártulos y pirarse subrepticiamente para siempre. Romero, al verla, gritó exultante.

—¡Eres la hostia, Rocío! ¡El presidente te felicita! ¡Has pasado a la historia de Efe!

A la redactora le dio un vahído que casi la tumba. Se le aflojaron las rodillas y tuvieron que sentarla y darle un poco de agua. Demasiadas emociones en media hora.