Cuarenta y cuatro

Hasta que el dedo de la fama periodística señalara con su indeciso antojo a Lorenzo Bolaños, este desempeñaba con más pena que gloria su puesto de jefe de la subdelegación de la agencia Efe en Andalucía Oriental, con oficina en Granada. No eran buenos tiempos para el periodismo en general, y menos para los redactores dedicados a la información pura y dura, como era el caso de quienes trabajaban en agencias.

Salvo para los detritos noticiosos relacionados con asuntos de bodas, divorcios, bautizos, noviazgos, boberías en directo, rupturas de pareja y otras pelagras que afectaban al escalafón social de los «famosos» de la prensa del corazón, el periodismo sobre asuntos que presuntamente debían afectar al interés general era ahora un pantanal donde solo unos cuantos abnegados (y sobre todo abnegadas) intentaban chapotear lo más dignamente posible para mantener a flote la leyenda del periodista profesional libre e independiente, inasequible a las corruptelas o el desaliento. Un mito que a medida que pasaba el tiempo adquiría contornos de fábula en la memoria de los veteranos que habían vivido la Edad de Oro de la Transición, cuando abundaban los proyectos, corría el dinero y políticos y periodistas compadreaban juntos, y a veces revueltos, en un ambiente de cotilleo amable, con el objetivo declarado de salvar a toda costa la democracia y echar por la borda (a veces con el niño dentro) el agua de la bañera con los restos del régimen que durante cuarenta años manejó Francisco Franco, Caudillo por la Gracia de Dios.

Bolaños andaba esos días muy preocupado, y no era para menos. Su contrato con la empresa estaba a punto de expirar, aunque se lo iban renovando por años desde hacía seis. Pero en esta ocasión la dirección de Efe parecía impenetrable a cualquier signo favorable de renovación, pese a que últimamente las prejubilaciones y la regulación de empleo habían hecho estragos entre los más veteranos de la casa, obligados a retirarse antes de tiempo para aburrirse más de la cuenta en la mayoría de los casos, recordar batallitas y cuidarse la salud, ya un tanto quebrantada por la tensión arterial, la mala leche derrochada en conspiraciones y murmuraciones de pasillo, y los subidones de colesterol producto de los insanos hábitos del gremio en el comer, el fumar, el desajuste horario y el trasiego espirituoso.

Bolaños todavía era joven. Solo tenía treinta y siete años y por fortuna se había librado de esa quema. Le quedaba mucho camino por delante, aunque, como ya se ha dicho, su situación no era halagüeña. No hacía mucho que había roto con Margarita, una tía de bandera, profesora de instituto con la que llevaba conviviendo un par de años. Margarita, que ya rozaba los treinta y seis, quería tener hijos antes de que «se le pasara el arroz», y así, con esa misma cruda expresión, se lo había hecho saber al interesado. Pero ese era un tema del que Bolaños se negaba a hablar en absoluto. Vivía al día y no quería hacer planes. Además, pensaba que de los hijos al matrimonio solo había un paso, y lo de casarse le parecía un rollo anticuado. Sobre todo teniendo en cuenta que desde el invento del divorcio exprés los casamientos solían durar menos que la jaculatoria de un ateo. Eso sin contar con que las separaciones con papeles y juzgados de por medio te podían joder la vida para los restos, y más si había piso o dinero en litigio, que de eso él sabía mucho por lo que le habían contado los amigos y los ejemplos prácticos que diariamente tenía a la vista.

En la redacción de Granada, aparte de Bolaños, faenaba también una redactora y antigua becaria con contrato en prácticas. Era de Sevilla y se mantenía aferrada al ordenador por pura vocación, porque con lo que Efe le pagaba no tenía ni para llegar a mitad de mes. Si lo conseguía era porque su padre, que tenía un negocio de ferretería en Triana, le enviaba dinero regularmente, y con eso iba tirando. La redactora era dicharachera y se enteraba de las cosas. Tenía mañas para sonsacar datos y escurrirse en los sitios, aunque le costaba mucho trabajo escribirlo y a veces se le escapaban faltas de ortografía. Eso, y algunas espinillas en la cara, la tenía muy acomplejada. Pero con el roce de los días y la costumbre había terminado por entenderse bien con Bolaños, que le tenía aprecio y hasta en algún momento de arrebato lúbrico estuvo a punto de proponerle compartir lecho. Aunque luego, ya en situación serena, se alegró de que tal cosa no hubiera sucedido. Los ardores eróticos en el trabajo suelen dejar mala huella. Lo sabía por experiencia propia y ajena.

Envuelto en todos estos dilemas, la sorpresa de Bolaños fue mayúscula cuando a primerísima hora de la mañana, estando todavía en la cama de su modesto apartamento alquilado en el barrio del Realejo, Jaleb le llamó por el teléfono móvil para anunciarle que un comando de «devotos de Alá» (esas habían sido las palabras exactas) había tomado la Alcazaba de la Alhambra, y exigían una serie de condiciones a cambio de no volar la vieja y orgullosa fortaleza nazarí. Bolaños, algo acojonado por la emoción, apuntó cuidadosamente, palabra por palabra, el comunicado que el portavoz o cabecilla del comando le transmitía en un español tosco y terminante.

—Por favor, puede hacer público esta información —dijo Jaleb—. Usted será nuestro contacto con prensa. Solo hablaré con usted.

Bolaños le preguntó entonces a la voz cómo podría confirmar que la noticia que le daba era verdad, y no se trataba de un cuento.

—Vaya a plaza Nueva y mire la torre de Vela. Verá puesta bandera de islam.

El periodista iba a continuar preguntando al desconocido cómo había conseguido su número, cuando, de repente, se cortó la comunicación. Comprobó el número del remitente en las llamadas recibidas, y remarcó pulsando el botón de su teléfono, pero del otro lado ya no se oía nada.