Cuarenta y tres

El presidente Ramírez Verdejo convocó esa misma mañana una reunión en Madrid, en la sede del Gobierno en la Moncloa, para hacer frente a la situación. Acicalado con traje y corbata a juego y con el habitual ceño feliz un tanto trastocado, el mandatario ocupó la cabecera de la gran mesa ovalada en la que se hallaban congregados los hombres y mujeres del gabinete de crisis avisado urgentemente: la vicepresidenta primera; los ministros de Defensa, Interior y Exteriores; el director del Centro Nacional de Inteligencia; la secretaria de Estado de Interior; el secretario de Estado de Seguridad; el director del Centro Nacional de Coordinación Antiterrorista, creado a raíz de los atentados del 11-M; el director general operativo de la Policía, el director de la Guardia Civil, y el asesor civil de la presidencia, Paco Ruidera, antiguo compañero de instituto de Verdejo, profesor de Ciencias Políticas con fama de gran componedor, aunque en realidad nadie sabía muy bien en qué consistía su cometido. El término de «asesor» era lo bastante vago como para significar cualquier cosa.

Todos los convocados llevaban voluminosos portafolios y cartapacios repletos de papeles. A un gesto de Verdejo, se impuso el silencio, roto pronto por la voz impostada, cantarina y algo gangosa del presidente.

—Y bien, señores. Todos ustedes están ya informados de lo que pasa. Se trata de algo que nos pone en un terrible aprieto ante los ojos del mundo. Hay quienes están empeñados en romper la paz.

»De momento, no quiero echar la vista atrás para averiguar si ha existido negligencia en el cometido de determinadas funciones. Habrá que afrontar responsabilidades, pero ya tendremos tiempo para eso. Seamos positivos. Ahora lo que quiero y les pido son soluciones. Quiero que hablen todos con entera libertad, sin formalidades. ¿Alguien desea empezar?

De nuevo se impuso el silencio. Nadie parecía muy dispuesto a romper el hielo. Algunas miradas convergieron sobre el director del CNI y Andrade sintió que le tocaba decir algo, aunque, por desgracia, no era mucho lo que podía revelar. Comenzó a hablar. Algo se olían, desde luego, después de la muerte del agente en Toledo y la extraña explosión del coche que se produjo en la carretera secundaria cerca de Madrid. De lo cual ya había informado en su momento. Se trataba de un explosivo muy potente, proporcionado al parecer por un traficante de armas moldavo detectado en España por esas fechas, pero al que luego se le había perdido la pista, aunque la Interpol había sido alertada. Granada, en concreto, ya estaba considerada un posible objetivo terrorista por el CNI, tanto por el alto número de población musulmana que allí vivía como por el desconcierto provocado por el reciente terremoto, aunque, afortunadamente, hasta ahora no se habían producido desórdenes públicos de importancia. Muestra de esta previsión era el envío de algunos de los mejores agentes del Centro a la ciudad, aunque no habían tenido mucho tiempo para detectar lo ocurrido. Sí, nos informaron de rumores sobre gente balcánica, kosovares probablemente, que se habían infiltrado en la ciudad. Pero se trataba de individuos sin fichar, que parecían actuar por libre, sin conexiones con la comunidad musulmana granadina. Esto era algo que él podía asegurar porque tenían varios confidentes de relieve, bien situados, que hubieran avisado de haberlo sabido. Nada dijo de la muerte de Lojendio, aunque el presidente y algunos más de los presentes lo sabían. Pero también callaron. El secreto sigue acompañando a los buenos espías después de la muerte, pensó Andrade.

—Un momento —interrumpió el presidente—. Esto es muy importante. No queremos que en la prensa, y menos en la opinión pública, se desate ninguna actitud que perjudique la pacífica hermandad de los musulmanes con los no musulmanes en España. Los que han hecho esto son delincuentes que no tienen nada que ver con la inmensa mayoría islámica, que quiere paz y no apoya al terrorismo islamista. Esto hay que recalcárselo a los medios antes de que metan la pata.

—Tiene mucha razón el presidente —añadió el asesor Paco Ruidera—. Prácticamente los setecientos mil musulmanes que hay en estos momentos en España son contrarios a la violencia y quieren vivir en paz. Es necesario insistir en que los extremistas constituyen un porcentaje minúsculo. Una minoría, que en ningún caso representan al gran conjunto de musulmanes integrados, que viven y trabajan en…

—¿De qué porcentaje real estamos hablando? —intervino la secretaria de Estado de Interior, Mercedes Enciso. Una mujer fibrosa y delgada que frisaba los cincuenta años, pelo muy corto y rostro manzanal, que antes de ascender fulminantemente en el partido gobernante daba clases de biología en la universidad.

La pregunta pareció sorprender un poco al asesor, que dudó unos segundos.

—Si nos referimos a los extremistas, mínimo. Quizá un uno por ciento.

—Eso hace unos 7000 —razonó el director de la Guardia Civil—. Siete mil posibles activistas. Si actuaran conjuntados sería catastrófico. Un daño inmenso —recalcó.

—No es el caso —aseguró Ruidera—. Lo principal, como ha dicho el presidente, es que la población mantenga la calma y no se produzcan enfrentamientos de rivalidad étnica.

—Pero ¿sabemos por lo menos qué quieren los que han ocupado la Alhambra? —inquirió José Alcaide, el secretario de Estado de Seguridad, encargado de coordinar a la Policía y la Guardia Civil.

—Aún no. Estamos esperando —dijo la vicepresidenta Remedios Carrascosa, una mujer joven y físicamente agraciada.

—¿Hay alguno identificado, por lo menos? —insistió Alcaide.

—De momento, no. Aunque estamos tocando palos para conseguirlo. Tenemos fotos de algunos sacadas con teleobjetivos potentes, pero todos llevan la cara tiznada o con pasamontañas —replicó Carrascosa.

—Vamos a repasar la situación —dijo el presidente—. La Alcazaba, o sea, el antiguo reducto militar de la Alhambra, está ocupada por una banda armada. Al parecer tienen dos rehenes. Las primeras disposiciones ya han sido tomadas. Se ha instalado un perímetro de seguridad alrededor de todo el recinto de la Alhambra, y los geos han ocupado todo el complejo, exceptuando, claro está, la Alcazaba. El problema que tenemos ahora es bastante claro, compañeros y compañeras, y se reduce a dos palabras: ¿qué hacemos?

—Yo diría —habló con lógica Mercedes Enciso— que la alternativa es clara. O asaltamos la Alcazaba cuanto antes, y acabamos con ellos, o negociamos.

Verdejo rebajó lo que le pareció un tono demasiado belicoso.

—Un asalto sería demasiado arriesgado. Podría haber muchas bajas. Eso sin contar con el peligro para la vida de los rehenes. Si algo se tuerce, la opinión pública se nos echaría encima. («Y las elecciones ya están al caer», pensó). Tenemos que negociar y ganar tiempo. Es la mejor solución. Además, no pueden resistir mucho. No tienen agua ni comida, que sepamos.

—¿Hemos activado el Plan de Prevención y Protección Antiterrorista? —quiso saber el ministro de Exteriores. Se refería al plan destinado a proteger instalaciones estratégicas y zonas de gran concentración de personas, como estaciones de ferrocarril, puertos, aeropuertos y lugares de ocio masivo.

—Estamos en ello —le respondió Alcaide. Dirigió una mirada al director general de la Policía y la Guardia Civil, que amplió la información:

—En efecto. Una de las cosas que más nos preocupan es que el grupo terrorista utilice algún tipo de arma química, además, por supuesto, de alguna bomba de gran potencia. Pudiera ser incluso un arma atómica. Por eso también están alertadas las unidades de Defensa Nuclear Radiológica, Bacteriológica y Química de la Guardia Civil.

—¿Se ha pensado en la posibilidad —dijo Ruidera— de que los asaltantes de la Alcazaba puedan ser reducidos con gas? Tengo entendido que hay gases paralizantes muy efectivos. Podrían ser lanzados a distancia.

La observación del asesor parecía razonable y merecía un estudio, aunque alguien dijo que habría que considerar muy bien las condiciones del viento y el tiempo atmosférico. Además, en un espacio abierto tan amplio como la Alcazaba, situado en la cresta de una colina, sería muy difícil la paralización simultánea de todos los terroristas. Si llevaran explosivos, bastaría con que a uno o dos les diera tiempo a actuar para que todo saltara por los aires.

—Lo más preocupante, desde luego, es el riesgo de que cuenten con un explosivo radiactivo. ¿Es posible que hayan podido meter una cosa así? —se asombró Verdejo.

—No es tan difícil, presidente —dijo Ruidera—. Dicen que un arma atómica pequeña puede fabricarse con elementos caseros.

—Tonterías. No es tan sencillo —objetó Alcaide.

El ministro de Defensa, Ferrán Domènec, que hasta entonces había permanecido silencioso, consideró llegado el momento de echar su cuarto a espadas.

—Estamos sobrevolando la zona con helicópteros y un avión de reconocimiento, además de contar con la información puntual que recibimos de los satélites. Tenemos prácticamente situados a todos los componentes del comando y controlamos los lugares que defienden. Constantemente tomamos fotografías por si podemos identificar a alguno. Además, están los satélites de la OTAN y la Unión Europea, que nos dan información milimétrica de lo que ocurre en la Alcazaba. No pueden mover un dedo sin que lo sepamos.

—Muy milimétrica —dijo Andrade con sorna—, pero no sabemos qué piensan los asaltantes ni qué planes tienen.

—Bueno, para eso precisamente contamos con el CNI, ¿no? —arguyó el responsable de Defensa, molesto con la observación.

—Ya he dicho antes que tenemos agentes en Granada.

—Que al parecer no se han enterado de mucho —comentó Domènec con sorna.

—Su labor no era fácil, y es ahora cuando pueden ser más útiles.

—El problema es que aún no sabemos ni lo que quieren —saltó el director de la Policía—. Por fortuna, tenemos a los geos en posición.

—¿Qué opina su majestad el Rey? —interrogó el ministro de Defensa.

—Acabo de hablar con él —dijo el presidente—. A su majestad, naturalmente, esto le parece una barbaridad, como a todos nosotros, y nos da carta blanca para resolverlo. Lo deja todo en manos del Gobierno, pero recomienda calma y prudencia. Ya sabéis que no le falta serenidad en los momentos difíciles —remató Verdejo, con invocación pelotillera.

Se produjo un vacío verbal embarazoso ante la falta de respuesta adecuada. El presidente carraspeó y anunció que tenía prevista una rueda de prensa a las cinco de la tarde. Los medios de comunicación se le estaban echando encima y algo había que decir para que no fantasearan demasiado. Aparte de eso, nadie parecía tener muchas soluciones. La imaginación les pillaba con el paso cambiado.

—También habrá que hablar al Congreso —dijo la vicepresidenta.

—Eso después —replicó Verdejo.

En ese momento, la entrada apresurada de un edecán, comandante de Estado Mayor, interrumpió la reunión. El militar entregó una cuartilla escrita al presidente, que, a medida que leía, iba alterando el pronunciado sobrecejo.

—Por lo menos ya sabemos lo que quieren. Lee, por favor —dijo al tiempo que soltaba un suspiro y pasaba la cuartilla a la vicepresidenta—. Son las condiciones que los secuestradores, quiero decir, los asaltantes, han hecho llegar a la agencia Efe de Granada.

Los presentes afilaron la atención. La vicepresidenta inició su lectura con voz un tanto atropellada, y alguien le pidió que leyera más despacio. Algo irritada, la vicepresidenta recomenzó la lectura:

—«Lo que piden los terroristas es, Primero: la puesta en libertad de todos los presos políticos palestinos en Israel».

Uno de los presentes silbó.

«Segundo: Que se hagan públicos los nombres de todos los prisioneros encarcelados en Guantánamo, se distribuyan sus fotos a la prensa internacional y se ponga en libertad inmediata a los menores de edad recluidos en esa prisión.

»Tercero: Que se informe al mundo de la suerte de los islamistas “desaparecidos” desde el 11-S del 2001, y se ponga fin a los barcos-prisión que se encuentran en aguas internacionales o en cárceles secretas de algunos países, entre ellos europeos, donde se tortura y se mantiene en condiciones inhumanas a prisioneros cuyos nombres se mantienen en secreto.

»Cuarto: Liberación de todos los musulmanes detenidos en España que han sido juzgados por la Audiencia Nacional, a cambio de la vida de los dos guardias de seguridad que están en nuestro poder.

»Quinto: Treinta millones de euros para ayudar a las familias de los musulmanes detenidos o desaparecidos por motivaciones relacionadas con la yihad islámica.

»Sexto: Fuera las tropas españolas de Afganistán. “Allahu Akbar”. Dios es Grande». Y lo firma la organización, o lo que sea, «Mártires de Gaza».

—¿Y esos quiénes son? —preguntó Verdejo.

—Ni idea, presidente —contestó el ministro del Interior.

—Por lo menos, sabemos a qué atenernos —dijo cautamente el mandatario ante el silencio del resto. Un silencio que, a los pocos segundos, se transformó en guirigay de opiniones diversas, hasta que la vicepresidenta hubo de poner orden.

—Un poco de atención, les ruego. Lo mejor será que hablemos por turnos para entendernos todos.

—Esto no tiene sentido —dijo la secretaria de Estado. Su cabeza se movía de modo pendular, como el tictac de un reloj de pared, en reafirmación evidente de su asombro.

—Aún no he terminado. No he leído el final —dijo con tono autoritario la vicepresidenta. El guirigay se apaciguó y todos se concentraron otra vez en lo que faltaba por leer.

—En el caso de que estas condiciones no sean satisfechas, los terroristas de la Alcazaba amenazan con volarla. Dicen que tienen explosivo suficiente… —observó con cuidado las palabras de la nota—, suficiente para destruir la Alhambra.

—¿Se menciona algún plazo? —preguntó Andrade a la vicepresidenta.

—No.

En pocos segundos, el ambiente se hizo tétrico. Verdejo parecía querer decir algo, pero no sabía muy bien qué. Finalmente, tuvo que intervenir porque todos estaban pendientes de sus palabras. Verdejo adoptó una actitud de arenga. Supo que debía mostrarse enérgico. Era lo que tocaba.

—Señoras y señores, esto es inadmisible, intolerable, no podemos aceptar un chantaje así. Hay que poner fin ejemplar a esta actitud fanática de un grupo de violentos.

El director general de la Policía descendió de los cielos retóricos a la tierra.

—¿Cómo ha llegado la nota a la prensa?

El presidente pulsó un botón y el edecán galoneado apareció como por arte de magia.

—Comandante, ¿cómo han hecho los asaltantes para hacer llegar la nota?

—Han telefoneado con un móvil al jefe de la subdelegación de la agencia Efe de Granada, un tal Bolaños. La tienen ya todos los medios de comunicación.

—O sea, que la información está fuera de control —comentó el ministro Domènec—. ¿No ha habido manera de obligar a ese periodista a retener la noticia? Estamos hablando de una emergencia nacional.

—En Inglaterra eso no hubiera ocurrido —le dio la razón la secretaria de Estado—. Allí la prensa colabora con el gobierno cuando el asunto afecta a la seguridad nacional.

—¿Por qué le han pasado las condiciones al periodista de Efe precisamente? ¿Quién es? ¿Tiene algún contacto con los secuestradores? —quiso saber el ministro del Interior—. Tenemos que saberlo.

—Ponte inmediatamente manos a la obra —indicó Verdejo a Andrade—. Que te lo averigüen enseguida.

El Faraón dio las órdenes oportunas por el móvil. La vicepresidenta encaró con la mirada al ministro de Exteriores, Xavier Martorell, que parecía abrumado y rebasado por el desarrollo de los hechos. Era un hombre de modales reposados, un tanto obeso y con gafas de muchas dioptrías, antiguo seminarista y militante en su juventud de un partido ultranacionalista catalán. Condenado a pagar una multa por quemar banderas españolas durante la Transición.

—Seguro que está pensando lo mismo que yo —le dijo la vicepresidenta, con una leve y amarga sonrisa en los labios—. ¿A que sí?

—Esa gente está loca. Estamos tratando con locos, y eso es lo más preocupante —se quejó Martorell.

—Pero ¿quiénes son? —dijo la vicepresidenta.

—Talibanes. Seguro.

El resto de los presentes quedaron atentos a la conversación entre la vicepresidenta y Martorell.

—Lo que esos individuos piden no tiene ni pies ni cabeza —se lamentó el ministro de Exteriores. Le habló al presidente, que parecía tan desconcertado como cualquiera—. Aunque estuviéramos de acuerdo en aceptar sus condiciones, no depende de nosotros. ¿Cómo íbamos a forzar a Israel o Estados Unidos a bajarse los pantalones de esa manera y soltar a sus presos? Ni siquiera se lo podemos pedir.

—Lo único que podríamos negociar con ellos serían los treinta millones —dijo la vicepresidenta—. Ahí no habría problema.

—Y la libertad de los islamistas juzgados por la Audiencia Nacional que están en la cárcel —agregó Martorell—. Aunque los jueces y la prensa se cabreen.

—Y la salida de nuestras tropas de Afganistán —recordó el ministro de Defensa—. Aunque quedaríamos en muy mala situación con nuestros aliados, sobre todo después de la retirada de Irak.

—Pues les decimos que no, y se acabó —dijo enérgico el jefe de la Guardia Civil, un técnico de la Administración central recientemente nombrado que aún no había cumplido los cuarenta años de edad.

—Y la Alhambra salta por los aires. Esos tipos no están en sus cabales —le contradijo el ministro del Interior—. No empecemos con actitudes maximalistas.

En la reunión estaba también presente el director general de Protección Civil y Emergencias, Gonzalo Saldaña, un hombre grueso y achaparrado, casi calvo, de rostro sanguíneo y ojillos inteligentes.

—Tenemos que considerar la evacuación —insinuó Saldaña, entre muestras de general asentimiento.

—Eso supone darles ya un triunfo a los terroristas —cuestionó la secretaria de Estado—. Además, existe el problema del pánico. Si hay estampida será una tragedia.

—No veo otra solución —dijo Verdejo—. Las consecuencias pueden ser catastróficas si no iniciamos la evacuación inmediatamente. Es necesario un plan de emergencia rápido y que se informe regularmente a la prensa y a la población. Hay que atajar los rumores apocalípticos.

—¿Participarían efectivos de las Fuerzas Armadas? —dejó caer Domènec.

—¿Sería necesario? —preguntó el presidente a Saldaña.

Éste revolvió su corpachón en el asiento. No era partidario de que los militares metieran las narices en asuntos de protección civil, pero no podía decir que no.

—Es probable que los necesitemos —dijo Saldaña con escaso entusiasmo.

—¿Podemos hacerlo sin que se considere una medida excepcional? No me gustaría recurrir a decretos ley —dudó el jefe del Gobierno, que dirigió la vista al ministro de Defensa.

—Sin problema —dijo Ferrán Domènec—. Me he estado enterando. Hay legislación sobre criterios básicos de la Defensa Nacional que establece que, en casos de grave riesgo, las Fuerzas Armadas pueden colaborar con la autoridad civil. Si esta se lo pide.

—Mejor.

—Lo que resulta imprescindible —volvió a intervenir Saldaña— es que las Fuerzas de Orden Público aseguren el funcionamiento de los diferentes servicios y garanticen la circulación y la calma de la población. Me estoy refiriendo a la Guardia Civil, la Policía Nacional y la local. Sería conveniente un puesto de mando que unificase todos los esfuerzos.

—Podríamos situarlo en Granada, en algún edificio oficial.

—Yo lo llevaría más lejos, presidente. No olvidemos que estamos hablando de un posible artefacto radiactivo. Algún pueblo de la Vega sería más seguro.

—De acuerdo. ¿Cuál sería el área a evacuar?

—La capital y un radio de seguridad de veinte kilómetros. Creo que con eso sería suficiente.

—¿Seguro?

—Estamos hablando de una zona bastante extensa. Casi medio millón de personas. Nunca hemos hecho antes una evacuación así.

—Pero ¿estamos preparados? ¿Tenemos un plan a punto? —Saldaña dijo que sí. Parecía un tipo competente, capaz de inspirar confianza y mantener la cabeza fría. Enumeró la lista de cosas necesarias: desde pastillas de yoduro potásico contra los iodos radiactivos y equipos preparados para medir la radiactividad ambiental hasta centros médicos, bancos de sangre, voluntarios de Cruz Roja y preparación de locales, como escuelas, polideportivos y grandes superficies, que acogieran el alud de evacuados. El presidente pareció impresionado por la fluidez de las explicaciones.

—Quedas encargado de coordinarlo todo, atento siempre a las directivas del ministro del Interior, la vicepresidenta y mías. Quiero que me informes permanentemente. De momento vamos a hacer una evacuación discreta para evitar pánicos.

—¿Una evacuación voluntaria?

—Eso.

El director general fue consciente de lo que se le venía encima, pero lo aceptó con la seguridad de quien conoce bien su oficio.

—Hay que reunir los medios de transporte colectivos necesarios y fijar los puntos de concentración de la gente. Los servicios más necesarios, luz, agua, teléfonos, policía…, tendrán que permanecer en sus puestos hasta el último momento.

Verdejo hizo un gesto cortante con las manos, como si se tratara de un pase de prestidigitador.

—Ya he dicho que a partir de ahora te ocupas de todo. Tienes plenos poderes, contando conmigo, el ministro y la vicepresidenta. Pero no te precipites. ¿Qué más?

Un rumor sordo se extendió entre los reunidos, que iniciaron conversaciones separadas con sus vecinos de mesa.

—Vamos a tranquilizarnos. Un poco de calma, por favor —impuso el presidente, a pesar de que la discusión se estaba produciendo en términos bastante mesurados—. Lo primero es informar oficialmente de las condiciones de los terroristas a Bruselas y a los americanos. Hablaré inmediatamente con nuestro embajador en la OTAN y con los presidentes de Israel y de Estados Unidos. Con ellos, nada de secretos.

—Los israelíes disponen de una unidad altamente especializada para este tipo de situaciones —señaló el ministro de Defensa—. Son muy eficientes y me consta que no tendrían inconveniente en echarnos una mano.

—Ya veremos. De momento tenemos a los geos, que son tan buenos como ellos y controlan la situación. ¿Verdad? —dijo Verdejo, señalando al ministro del Interior.

—Totalmente. Eso está garantizado. Además, a los geos no les sentaría nada bien que vinieran otros de fuera a hacer su trabajo.

—Entre tanto, señores, a negociar. Es fundamental buscar un enlace permanente con esa gente. Formar un grupo negociador.

El Faraón, que estaba en el otro extremo de la mesa, levantó la mano.

—Presidente, si está de acuerdo, creo que sería muy conveniente tener algún enlace del CNI con los geos. Necesitamos información de primerísima mano en un asunto tan delicado. Nuestros agentes en Granada también hablarán con ese periodista para averiguar algo más.

—De acuerdo. ¿Quién más podría formar parte de ese grupo? Un representante del Gobierno, desde luego. Tú, Paco, encárgate de coordinar.

El asesor asintió. En realidad, le encantaba el cometido. Su nombre volvería a ser noticia, y si las cosas salían bien se cubriría de gloria. Si salían mal…, mejor no pensarlo. Pero lo más probable en esos casos es que los fallos se diluyan, y al final la gente se olvide. Poniéndose en lo peor, la bomba lo borraría todo.

—Mientras —prosiguió el presidente—, todos los cuerpos de seguridad del Estado, que estén alerta y refuercen las investigaciones. Lo primero es saber a quién nos estamos enfrentando y hablar con ellos.

El edecán reapareció. Esta vez parecía un poco desencajado. En la mano llevaba un teléfono portátil.

—¿Qué pasa ahora?

—Presidente. Parece el jefe de los terroristas. Quiere hablar con usted. Dice que es muy importante.

Verdejo iba a coger el teléfono, cuando la vicepresidenta, nerviosa, le hizo un gesto severo para que no lo hiciera.

—Presidente, usted no debería negociar personalmente con ellos. La oposición se nos echaría encima y cargaría con toda la responsabilidad si algo sale mal. El jefe del Gobierno de España no puede tratar con esa chusma. Deje que hable yo.

El presidente, tras pensárselo dos veces, accedió. Le parecía razonable. Al teléfono, tras aclararse un poco la voz, se puso la vicepresidenta.

—Soy la vicepresidenta del Gobierno de España —dijo—, ¿con quién estoy hablando?

—Mi nombre es Jaleb.

—¿Es usted el jefe del grupo terrorista?

—Soy combatiente de Alá. Dios es jefe nuestro.

—Le estoy escuchando.

—Quiero hablar con presidente.

—El presidente no se puede poner. He sido designada por él para hablar en su nombre, y en el del gobierno, a todos los efectos.

—No, señora. Yo pido hablar con él solo. ¿De qué tiene miedo?

—No es cosa de miedo. Existen unos cauces que debemos respetar, Jaleb. Debe usted comprenderlo. Pero estamos dispuestos a pactar en todo lo que sea posible con tal de que no lleven a cabo sus amenazas y respeten la vida de los dos guardias de seguridad que tienen en su poder.

—No hay nada que negociar, las condiciones son muy claras.

—Escuche…

—No trataré con mujer.

La vicepresidenta se apartó el teléfono de la oreja y miró extrañada al aparato, como si le hubiera mordido.

—¿Qué pasa? —dijo Verdejo.

—Ha colgado.