Cuarenta y uno

El asalto a la Alcazaba se produjo durante la noche siguiente a la muerte de Lojendio.

Un jefe de Estado Mayor hubiese calificado la operación de brillante, con ese punto de fortuna que todo éxito militar requiere y debería exigirse a los altos mandos antes de nombrarlos.

La noche aún no se había disipado cuando los yihadistas acometieron el ascenso a la Alcazaba desde el bosquecillo que rodea la Alhambra. Eran en total veintidós combatientes curtidos. Uno de ellos, recién llegado de Bagdad, la ciudad de las mil y una noches reducida a ruinas y tragedia.

Algunos de los asaltantes estaban desperdigados por el mundo y habían llegado a España hacía poco tiempo. Fueron convocados por mediación del Emir a través de un imán de El Cairo, y consiguieron desembarcar en Alicante y Valencia con documentos y nombres falsos. En realidad no les fue muy difícil entrar en España, un eslabón débil de la Unión Europea en materia de inmigración. Habían superado fronteras mucho peores. El más joven del grupo, Alí, acababa de cumplir dieciocho años y era el encargado de filmar el asalto con una cámara de vídeo digital. Eso les permitiría mostrar al mundo su hazaña en las televisiones y en Internet. Sabían que su guerra estaría perdida si, contando con muchos menos medios, hombres y armas, despreciaban la propaganda.

—El enemigo —les dijo Jaleb, su jefe— aún es muy superior a nosotros también en ese campo, pero las cosas pueden cambiar con la ayuda de Dios. Las ideas son más poderosas que las balas y solo se conocen si se difunden. Su expansión está en las manos de Alá, sí, pero también en el esfuerzo que hagamos para que se propaguen, como ocurrió en tiempos del Profeta, bendito sea su nombre, y en los primeros años del islam, cuando nuestro mensaje: «No hay más Dios que Alá y Mahoma es el enviado de Dios», se convirtió en un vendaval que cambió el mundo.

A una señal de Jaleb cruzaron a la carrera la escarpa y el talud exterior que antaño protegía la muralla, con el viejo foso ahora relleno de tierra y piedras, y lanzaron los garfios que sujetaron las cuerdas a los merlones de la pequeña torre de Machuca.

Gente entrenada.

Bastaron dos cuerdas para que subieran todos con rapidez, apoyando las piernas en la pared de piedra desnuda hasta alcanzar el adarve. Muralla lisa, cantería amarillenta sin mampuestos ni ripios; con el ventanaje reducido al mínimo. Nunca tomada al asalto, aunque sí rendida cuando Granada se entregó a los Reyes Católicos. Ese Boabdil, el último rey de esta maravilla almenada, debía de ser un personaje despreciable —piensa Jaleb—, porque estos muros podrían haber aguantado en aquel tiempo a veinte ejércitos. Pero una fortaleza solo vale el valor de los pechos que la defienden, y eso a los nazarís, demasiado apoltronados y blandos, no les debía de sobrar. El destino les vino marcado por su propia flaqueza, y Alá desatiende las súplicas de los faltos de arrojo.

Superada la muralla, se descolgaron por el lado contrario hasta caer en el patio lindante con el Mexuar, la sala donde se reunían los visires nazarís para lamentarse de sus continuas derrotas a manos cristianas: un par de hileras de árboles y arbustos, y en el centro una alberca con nenúfares que aún relucían en la noche con los últimos reflejos de la luna. A poca distancia del sitio se les unió el grupo de combatientes que apoyaban la operación desde dentro. Su misión era abrir fuego contra los guardias de seguridad en caso de que estos hubieran descubierto el asalto a la muralla, cosa que no sucedió. Los del grupo de apoyo, provistos de armas en bolsas y mochilas, habían entrado como simples turistas visitantes, fragmentados, y cuando el recinto cerró se quedaron escondidos en el jardincillo y en el foso alargado que bordea por el norte la iglesia de la Alhambra, próximo a la vereda que une los jardines del Partal y el Generalife con el palacio de Carlos V.

Desde el patio, reunidos todos en un solo grupo, irrumpieron en el espacio entre la torre del Cubo y la explanada de la plaza de los Aljibes, sobre el terreno que separa la Alcazaba del resto de la Alhambra, con toda la belleza nocturnal de Granada extendida como un mosaico de luces urbanas. Fue allí donde se toparon con los dos vigilantes que hacían la ronda. Llevaban gorras y uniformes azules y pertenecían a una empresa de seguridad contratada. Su sorpresa al encontrarse con los asaltantes fue completa. Uno de los guardias intentó dar la señal de alarma con el radiotransmisor. Ornar el Egipcio se lanzó hacia él y le tapó la boca. El transmisor se le cayó al suelo y el cuchillo de Ornar estuvo a punto de segarle la garganta. Jaleb tuvo que sujetarle la mano y a duras penas logró impedirlo.

Por señas, ordenaron a los vigilantes que se tumbaran boca abajo en el suelo con los brazos extendidos. Azzam, otro de los atacantes, les desarmó y los esposó, antes de sellarles la boca con cinta adhesiva. En ese momento oyeron un ladrido sordo y el ruido de las patas del perro de los vigilantes, que se abalanzó sobre ellos a toda velocidad. Se habían olvidado de él. Un feroz servidor de cuatro patas entrenado para acometer. Normalmente, los vigilantes le desataban la correa y le dejaban suelto durante la ronda, y el animal se movía en todas direcciones a su aire, atento siempre a la llamada de sus amos. Saltó sobre Azzam, gruñendo furioso al ver a los guardias en peligro, y el hombre ahogó un grito de dolor cuando el animal le mordió un brazo. La pelea terminó cuando Hussein descargó con fuerza sobre la cabeza del perro la culata de su fusil de asalto AK-47. Fue un golpe seco y crujiente. Asestado con destreza, partió la cabeza del can. El perro quedó tendido en el suelo desangrándose, sacudido por las últimas convulsiones.

Levantaron a los vigilantes prisioneros, que caminaban con mucha dificultad por la trabazón de las esposas, y los empujaron sin miramientos. Con algunas patadas y golpes los amedrentaron. Eran simples empleados que no estaban dispuestos a jugarse la vida por un sueldo mediocre.

Por la esquina sur de la muralla que delimita la parte fortificada de la Alcazaba, penetraron en el jardín de los Adarves, que discurre encajonado entre el espolón sur de la muralla exterior y la muralla interior de la fortificación: en la boca de esa especie de silueta de cocodrilo varado que es la Alhambra a vista de pájaro. Los ladridos del perro habían desatado ya alguna alarma porque vieron luces moviéndose por los bosques y paseos que rodean la edificación por el sur. Enseguida se oyó el mugido metálico y estridente de una sirena y voces entrecortadas de gente procedentes de las inmediaciones del palacio de Carlos V. Una construcción cuadrada y roqueña, manifestación imperial del puño cristiano en el corazón del lujoso monumento —pensó Jaleb— que los nazarís construyeron, malgastando lo que hubiera debido emplearse en guerrear.

Pasada la torre de la Pólvora, con Sierra Nevada al frente, quedaron de vigilancia dos de los asaltantes con los prisioneros. El resto alcanzó la torre de la Sultana, y desde allí giró hacia los baños de la Alcazaba y el barrio castrense en ruinas, donde en otro tiempo vivían los soldados de la guarnición que protegía la Alhambra.

Una vez ocupada la Alcazaba, sintieron por primera vez que la acción había tenido éxito. Sin problemas, se apoderaron de la torre del Homenaje y del torreón circular cercano que denominan el Cubo, donde quedaron Azzam y otro combatiente albanés. Luego ocuparon la torre de la Quebrada, que hace de cerrojo de toda la muralla interior de la fortaleza. El resto fue más fácil. Sorteando las ruinas de los baños, coronaron la torre y la Puerta de las Armas, y finalmente escalaron la torre de la Vela, la vieja atalaya. A sus pies quedó el foso y talud del Baluarte, cuando ya las primeras claridades del día ponían ante sus ojos exaltados el incomparable panorama de la ciudad, con la Vega perdiéndose en las lejanías todavía oscuras del difuso horizonte y los blanquecinos picachos de Sierra Nevada. Un lugar maravilloso donde Jaleb pidió para sus adentros, si esa era la voluntad de Alá, ser enterrado cuando llegara su final en la tierra.

Una vez que comprobó que el objetivo había sido ocupado y que todos sus hombres estaban vigilantes, Jaleb llamó por el móvil.

—Lo hemos logrado, Emir, con la ayuda de Dios.

—Alhamdulilah.

No tuvieron mucho tiempo para disfrutar del conmovedor espectáculo natural. Temblando de emoción, uno de los islamistas escaló la campana de la Vela y allí colocó la bandera verde del Profeta.

De una de las mochilas, Hussein sacó un radiocasete y dos altavoces. Insertó una cinta y el aire vibró como un hilo invisible. Se escuchó la voz de la criatura humana rindiendo profesión de fe al Creador, el grito de la yihad sobrevolando desde aquella altura la última ciudad del islam en España, todavía dormida a esas horas.

Todos a una, como impulsados por un resorte, sobrepasados por la emoción, dieron en tierra e inclinaron las frentes hasta rozar el suelo de piedra de la atalaya. Por los altavoces resonaron las palabras de la primera oración, la base inconmovible de la Fe, que se extendieron hasta los confines de la Vega y rebotaron por las laderas del pico Veleta:

«No hay más Dios que Alá y Mahoma es el Enviado de Dios».

A las siete de la mañana despuntaba el día y el teléfono sonó insistente en la casa del comisario. Dolores protestó, todavía adormilada.

—Diga —carraspeó Ayala.

Era Varela. Estaba de guardia en comisaría.

—Ven rápido. No te lo vas a creer.

—Es mala hora para acertijos. ¿Qué pasa?

—Una bandera verde, la bandera del islam, ondea en la torre de la Vela.

—¿Del islam? Algún gamberro. ¿Para eso me despiertas?

—Un grupo terrorista ha ocupado esta noche la Alcazaba de la Alhambra. Parece que son musulmanes.

Ayala se quedó sin habla y como atontado. No sabía qué decir. Mientras Varela le daba algunos detalles inconexos y las ideas se le revolvían confusas en el cerebro, murmuraba su frase favorita como si fuera un mantra.

—Joder, joder.

El comisario saltó de la cama y se vistió deprisa. Sabía que los geos habían hecho una redada de islamistas la noche anterior en el Albaicín, pero no habían conseguido trincarlos. Y ahora esto. Si no existía relación entre ambos hechos, él tiraba la placa de policía al río y se hacía monje tibetano.