Cuarenta

—En el nombre de Dios, el Poderoso, el Misericordioso, nos quedaremos hasta un poco antes de que amanezca —dice Jaleb el Bosnio a su lugarteniente, el cejijunto y barbudo Hussein, un antiguo contrabandista hijo de las montañas de Kosovo. Este asiente y hace una señal a los hombres que se mantienen cerca, quizá unos veinte, para que se aplasten contra el terreno y se dispongan a esperar.

Cierra la oscuridad en el bosquecillo de pinos que rodea la colina de la Alhambra. Mirando hacia arriba, entre los estrechos claros que dejan los árboles, el viejo palacio fortaleza parece la mansión pétrea de algún gigante dormido. La noche, bajo un cielo limpio que deja contar las estrellas, es tibia y serena, de las que dan fama a Granada. Hecha para ser cantada en versos, piensa Jaleb, si no fuera porque todos los versos no valen lo que una oración. Es una noche para rezar.

El Bosnio hunde el rostro en el frescor de la tierra húmeda, y aspira la fragancia boscosa. Puede que esta sea la última madrugada de su vida, y si es así tampoco sería tan malo. Una vigilia llena de aromas de la Sierra Nevada como antesala del martirio, casi el paraíso para un yihadista nacido en una aldea de las montañas que rodean Mostar, en la humillada y martirizada tierra del Balcán. A pesar de que es ahora cuando empieza lo peor, se siente aliviado porque ha podido escapar de la trampa que la policía les ha tendido. La captura en el piso del Albaicín que les servía de guarida hubiera sido cuestión de horas, quizá minutos. La contravigilancia de los hermanos del barrio les permitió descubrir el acecho. Entonces pidió ayuda al Emir. Sus hombres trabajaron bien, gracias sean dadas a Alá. Eso les había permitido salir de la casa, amparados por la oscuridad, para cumplir con la misión que les haría entrar y vivir para siempre en el Paraíso, entre los elegidos de Dios.

Piensa en su madre, una pobre mujer de mejillas hundidas que tuvo seis hijos y nunca aprendió a leer. Él sí. Estudió en el instituto. Aquello era en la época de Tito, cuando Yugoslavia estaba unida, el país era respetado y por lo menos había paz. Recuerda su paso por Afganistán, antes de la guerra. Un combatiente de Alá ayudando a otros hermanos. Pasó por Pakistán y cuando llegó a Peshawar estuvo en una comunidad de fieles, nada que ver con Al Qaida de Ben Laden, que por entonces ni siquiera existía. La comunidad o Casa de los Voluntarios era un edificio de tres pisos con un bonito patio detrás. Tenía una sala de visitas utilizada también como dormitorio, una enfermería, un comedor, una mezquita y una sala de seguridad donde se guardaban los pasaportes y objetos de valor de los ingresados. Cerca estaba el campo de entrenamiento. Jaleb lo recuerda. Un pedregal con unas cuantas chozas de ladrillo, alambradas, zanjas, obstáculos y paredes lisas. También había marchas casi diarias, veinte o treinta kilómetros monte arriba cargados con mochilas llenas de piedras, y no todos aguantaban. La cena era pan duro, un poco de queso y té muy aguado. Perdió quince kilos en dos meses.

Le hubiera gustado comentar esas cosas con Hussein si no fuera por lo inoportuno del momento y porque al kosovar no le gustaba hablar. Sabía escuchar, eso sí, y asentía cuando estaba de acuerdo. Cuando no, se quedaba callado y miraba fijamente al interlocutor, hasta que este se sentía obligado a inquirir las razones del rechazo o la duda. Entonces el kosovar hablaba, pero no mucho, solo lo justo para hacerse entender. Sabe de él que estuvo en Afganistán y que pasó a Sudán en 1989, cuando gobernaba allí el Frente Nacional Islámico. También le ha dicho que a su hermana y a su madre las violaron un grupo de paramilitares serbios borrachos. A su hermano lo deportaron y nunca volvió a verlo. Probablemente esté enterrado en alguna fosa común. Quizá alguna vez aparezcan sus huesos como testimonio de la maldición de Dios sobre este mundo abominable.

El Bosnio siente avanzar acuclillado a Hussein, que continúa en silencio cuando llega a su altura. Los dos hombres, lo mismo que el resto del grupo, visten pantalones de campaña y guerreras. Ropa ancha, con bolsillos amplios para guardar las granadas de mano y la munición. Todos cargan con mochilas y van armados con fusiles de asalto, pistolas y cuchillos. También llevan un par de sacos, como si fueran grandes macutos, cargados con el potente explosivo que les dará la fuerza para imponer sus condiciones. Suficiente para estremecer y derruir las murallas del viejo palacio fortaleza nazarí. Las armas habían sido recogidas en un punto de la costa africana y desembarcadas en una cala despoblada cercana a Salobreña. Luego, otros se encargaron de llevarlas en camión hasta Granada y ocultarlas. Cada uno había hecho su parte. Ellos eran solo el grupo de los tiros, y otros les habían allanado el camino. Uno recopiló información y envió los datos del objetivo; alguien suministró todo lo necesario y enterró las armas. Otros las recogieron. Ellos están aquí para hacer el trabajo final.

—Queda una hora —susurra Hussein.

—Mejor descansar —dice Jaleb—. Ya todo está en las manos de Alá.

Cuando vuelve a quedarse solo, Jaleb rememora su entrenamiento en la frontera entre Afganistán y Pakistán.

Por la noche se oían disparos. Te despertaban para mantenerte alerta. El adiestramiento estaba a cargo de antiguos combatientes afganos. Enseñaban a fabricar explosivos con un tubo de aspirinas, mezclando ácidos, y con el mercurio de los termómetros; también a elaborar nitroglicerina, muy peligrosa de manejar, y fosgeno. La verdad es que de eso ya no se acuerda mucho. Necesitaría más horas para recordarlo… Todos eran ansar, voluntarios, y disparaban sobre todo con fusiles de asalto. También aprendieron a manejar armas antiaéreas…, los misiles Stinger que acabaron con los helicópteros soviéticos. Gracias sean dadas a la voluntad de Alá, murmura Jaleb para sus adentros.

El inminente amanecer le trajo impresiones de otros amaneceres en Peshawar, cuando se levantaban para hacer una hora y media de ejercicio después de la primera oración. Un creyente le propuso unirse con los buenos musulmanes para luchar por el islam, pero el Bosnio en aquel tiempo no lo tenía muy claro. Durante una de sus estancias en Afganistán (le cuesta algún trabajo ordenar el pasado, pero cuenta con seguridad que fueron tres) había conocido en su cuartel general al norte de Kabul a Masud, el León de Panshir, después de que rechazara la gran ofensiva soviética que invadió su valle, donde gobernaba como un rey. Eso había sido en el verano de 1987, pocos meses después de la batalla de Yayi. Masud no era talibán. Quería llevarse bien con los países de Occidente y era tolerante con los infieles, le gustaban algunas de sus costumbres y dicen que recibía dinero norteamericano. Es posible que lo manejara la CIA. La noticia de su muerte le conmovió porque entonces lo consideraba un buen musulmán. En Bosnia-Herzegovina apenas había musulmanes practicantes en tiempos de Tito, antes de que la torpeza y la cobardía europeas los creasen. Se acuerda del día que hizo el bayat, el juramento a sus jefes, y también del día en que conoció al egipcio Abu Banshiri, que fue el primer comandante militar de Al Qaida y murió ahogado en el lago Victoria, en Kenia. Un extraño accidente del que seguramente algo podrían saber los servicios secretos que imagina. Eso era en el año 1996, antes del 11-S, cuando la CIA aún no tenía licencia para matar.

La última vez que estuvo en Afganistán con otros voluntarios fue en la batalla de Jalalabad, casi al final de la guerra, cuando los soviéticos ya estaban decididos a marcharse y el comandante Masud, el León de Panshir, tomó la capital y sobrevino el gran caos.

Algunas veces quisiera borrar de su mente los dos años en los montes afganos, y otras le parecen los más felices de su vida. Después ya nada pudo ser igual. No hacer prisioneros era un acto de clemencia porque los pocos rusos que quedaban vivos terminaban trastornados o se suicidaban. Les hacían de todo, peor que a las bestias, y darles muerte se consideraba un acto de clemencia. El infierno de los cristianos debe de ser una guerra eterna en las montañas nevadas afganas, con cuarenta grados bajo cero en invierno. Los pastunes podían despellejar a un hombre vivo y poco después llorar como niños desamparados por la muerte de un pariente o un amigo. En aquella orgía de combate, la vida y la muerte no tenían límite ni sentido. Se moría con la sencillez de las grandes causas, como quien cumple un deber ordinario y cotidiano. Después de cada combate, los rusos se emborrachaban y los muyahidines rezaban. Esa era la gran diferencia —piensa Jaleb—, y por eso ganamos la guerra, aunque a mí tuvieran que enseñarme a rezar en Pakistán, porque solo unos cuantos ulemas, pobres como ratas, eran capaces de hacerlo en Bosnia cuando los ultranacionalistas serbios iniciaron la escabechina.

Al terminar la guerra, como suele ocurrir, los afganos les dieron las gracias y los mandaron a casa, pero ya muchos de los muyahidines que habían llegado de los países árabes o del Balcán carecían de casa y de familia, y no tenían adónde ir. El mensaje era volver a la vida normal, estudiar la ley islámica y rezar —recuerda el Bosnio—, pero ningún soldado es capaz de orar mucho cuando lleva restos de pólvora en las venas. Lo malo es que había gente, antiguos combatientes, que ya no podían volver a ningún sitio, y ni siquiera tenían pasaporte. Muchos se dispersaron por todos los confines del mundo y a otros se les fue la cabeza y se dedicaron a sobrevivir matando.

En los momentos de cansancio, no ahora, Jaleb echa de menos vivir tranquilo en su país, caminar por los bosques y las montañas, tocar la nieve en invierno y sudar con el calor seco de los campos de trigo en verano… Pero cuando acabó lo de Afganistán tampoco tenía país. Consiguió un pasaporte chipriota por 500 dólares en Peshawar, un documento genuino, robado a un turista, con la fotografía cambiada, para seguir combatiendo contra la humillación del islam, el despojo de Jerusalén, la ocupación norteamericana de suelo árabe y los crímenes perpetrados en Palestina, las matanzas, asesinatos secretos, asentamientos, muros, torturas, chantajes, encarcelamientos y destrucción de familias. Si hay alguna excusa para eso —piensa—, no la conozco.

Algunos hablan con palabras, usando el debate, pero él ya solo cree en las palabras del Corán. Habla con el fusil.

Otros gritan y amenazan, pero Jaleb ha decidido que es mejor callar y saber disparar, como Hussein, mudo como las piedras, el tipo más remoto y huraño que ha visto en su vida, una máquina destructora, siempre dispuesto a matar y a morir por la fe que le acerca al Paraíso, donde Alá espera a sus mejores hijos. Porque, aunque su corazón no esté inclinado al mal, sin creencias y sin Dios un hombre es un pozo sin agua.

Tendido boca abajo sobre la hojarasca, Hussein volvió a susurrar.

—Casi es la hora.

El comandante Jaleb miró su reloj, faltaba un cuarto de hora para las seis, y en el cielo todavía era invisible cualquier rastro de amanecer. Infló los pulmones, como si quisiera aspirar y almacenar dentro de él todo el resto de la noche que se iba.

—Comprueba que están todos preparados.

El kosovar se deslizó entre los pinos como una sombra, con la agilidad de una culebra. Cuando hubo comprobado que todos los hermanos estaban listos, regresó junto al Bosnio. Le hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Vamos —dijo Jaleb—. Que Alá misericordioso y el Profeta, bendito sea su nombre, nos protejan.

Entonces se incorporó y avanzó. Oyó crujir levemente la hojarasca a sus espaldas y supo que sus hombres le seguían.