Lojendio siente el relente de la noche en un estrecho zaguán próximo a la casa en la que se ocultan los yihadistas. Mantiene el lugar a la vista, pero el entorno es un espacio reducido y escasamente iluminado, enmarcado por callejas cortas y quebradizas, lo que hace difícil la vigilancia sin quedar al descubierto.
Alejado unos cuantos metros, desde un callejón próximo, Ahmed permanece también atento a lo que pueda ocurrir en la casa, silenciosa como una tumba y con todas las luces apagadas. Entre ellos mantienen el contacto visual. Reina la tranquilidad y un manto de silencio, solo interrumpido por voces aisladas, se extiende sobre el Albaicín.
Lojendio echa un vistazo al reloj. Pasan de las tres de la madrugada y aún faltan dos horas para que alguien venga a relevarle. Echa de menos una buena cama, aunque ya está curtido en estas lides. Lleva muchas horas de vigilancia como esta a sus espaldas en el CNI. Si las contara todas, seguro que él mismo se sorprendería. Son los gajes del oficio de espía, los que no forman parte del encanto peliculero y las falsas leyendas. Se ríe para sus adentros pensando qué habría hecho James Bond si hubiera tenido que patearse las calles por la noche, aburrido y soportando el frío o la lluvia. Sin bellezas deslumbrantes ni artilugios fantásticos siempre a mano. Seguramente hubiera cambiado de trabajo.
De repente oye un ruido y una luz se filtra por la ventana del piso acechado. Lojendio hace una seña a Ahmed y ambos hombres extreman la atención.
El portal de la casa se abre y una sombra cruza la plaza y se desliza rápido cuesta abajo por una calle que confluye en el callejón donde Ahmed está apostado. Con un movimiento de la mano Lojendio le indica que vaya tras la sombra, mientras él permanece a la expectativa.
La luz de la ventana se apaga y todo vuelve a quedar en silencio. Luego pasan los minutos, cinco, diez, quince. Nada se mueve ni altera la calma fantasmal que envuelve el lugar, pero Lojendio, ahora sí, está intranquilo. Demasiada quietud, demasiado silencio. Si ahora saliera otra sombra de la casa tendría que seguirla y el sitio quedaría sin vigilancia. Entonces se da cuenta de que ha minusvalorado a su enemigo. Y eso es ya la mitad de la derrota. Se siente un completo imbécil cuando intenta contactar con Ahmed por el móvil. El teléfono suena pero nadie responde.
Oye pasos cercanos y espera en tensión hasta que el ruido de las pisadas, aproximándose, identifican la procedencia. Dos hombres que acceden a la plaza. Charlan despreocupados y en voz baja, y Lojendio no logra distinguir de qué hablan.
Mantienen la conversación unos minutos en la plaza antes de despedirse. Luego, uno de ellos se pierde en la cuesta abajo por la que ha desaparecido Ahmed y el otro se dirige al zaguán en el que Lojendio se esconde. El agente del CNI duda unos segundos. No va armado y no sabe si quedarse dentro del zaguán o salir. Decide salir rápido y por sorpresa y enfrentarse al hombre. Todavía no sabe si es amigo o enemigo.
Cuando da dos pasos al frente y emerge al exterior, el otro parece sorprendido y retrocede un poco. Lojendio le da las buenas noches y continúa caminando. Está a punto de echar a correr cuando siente el golpe de un cuchillo que se le clava en la espalda. Antes de desvanecerse, ve avanzar hacia él, borrosamente, al individuo de la plaza que había desaparecido cuesta abajo. Se maldice por su exceso de confianza antes de morir, cuando ya no hay remedio.