Treinta y ocho

Estaban enroscados en la cama y dormidos cuando les despertó la melodía del móvil. Eran las cuatro de la mañana en Granada, y lo primero que pensó Medina cuando cogió el teléfono era que aquello olía a mala noticia.

La voz del coronel desde Madrid sonaba rara, algo ronca y más grave que de ordinario.

—Imagino que no sabéis nada.

—¿Qué?

Se produjo una pausa. Zaldívar tomó aire. Le costaba decirlo.

—Lojendio ha muerto. Lo han matado.

Berta, con la oreja pegada al móvil de Héctor, escuchó la noticia. «Hijos de puta», susurró.

Héctor tragó saliva y se serenó. Sintió como si le hubiera dado un calambrazo.

—¿Matado? ¿Cómo? ¿Dónde?

—Su cuerpo apareció debajo de uno de los puentes del Darro, frente a la Alhambra. Lo descubrió una ronda de la Policía Municipal y ya nos hemos hecho cargo del cadáver. Lo cosieron a puñaladas y parece que no se pudo defender. También han encontrado muerto cerca a uno de sus colaboradores. Un tal Ahmed, estrangulado. Apareció en una de las bocacalles que dan al paseo de Manjón. Le habían cortado la lengua, además.

—La última vez que hablamos con Lojendio iba a vigilar la casa de los yihadistas. Debieron descubrirle. ¿Iba armado?

—No.

—Se descuidó. Maldita sea.

—Hay algo más —dijo el coronel—. Los geos han entrado, no hará ni media hora, en el piso donde se refugiaba el grupo yihadista. Yo dispuse el asalto en cuanto me enteré de que Lojendio había muerto. Ya no tenía sentido la vigilancia. Ni te imaginas lo que encontramos.

—Nada. Habían volado.

—Exacto. Pero dentro de una alacena apareció un hombre estrangulado, con la boca sellada con cinta aislante.

—Abu.

—Podría ser. Ahora mismo los expertos están inspeccionando el sitio de arriba abajo, pero ya sabemos con certeza que allí se estaba cociendo algo gordo. Hay rastros de explosivo. Por fortuna, hemos podido mantener la cosa en secreto, de momento.

—¿Qué pasa con el cadáver de Lojendio?

—Lo traen a Madrid. Aquí le haremos la autopsia y lo enterraremos. Discretamente, pero como se merece uno de los nuestros.

—Nos gustaría estar allí.

—No. Quedaos en Granada. Presiento que algo va a ocurrir en cualquier momento. Ahora sí.

—Lojendio era bueno, coronel. En el poco tiempo que trabajamos juntos, congeniamos bien.

—Lo sé. Me lo dijo.

—¿Quieres que vayamos al piso de esos cabrones?

—No. Los geos lo han inspeccionado, y ya sabes que no les gustan las interferencias.

—Entonces, ¿qué?

—Nos replantearemos la operación. Entre tanto, esperad.

Tras una breve pausa, Zaldívar vuelve a hablar. Su voz suena ronca y cansada. «Seguramente le ha afectado la muerte de Lojendio —piensa Héctor—, seguramente». —Hemos estado analizando lo que os dijo el coadjutor y el Faraón ha preguntado al FBI. Le han dicho que Estados Unidos está lleno de sectas y de chiflados bíblicos, y no tienen manicomios suficientes para tanto pirado suelto… No tienen constancia de ninguno especialmente peligroso que se haya perdido en Granada, de momento. Pero van a seguir buscando… En la prensa norteamericana ha salido ya lo del asesino en serie de Granada. El Matador, como lo llaman.

—¿Qué hay de la adivina?

—Por ahora, nada. ¿La consideráis peligrosa?

Héctor lo meditó un momento y dijo que no. Era algo que ya había discutido con Berta. Quiso saber si debían hablar también con el comisario que la había interrogado en comisaría. Un tal Ayala, añadió.

—Mejor esperad un poco —repitió el coronel.