Treinta y seis

El dolor se le atornillaba en el cuello y se remansaba en la mandíbula para avanzar luego, taladrando el cerebro, hasta que la cabeza se convertía en una caldera de suplicio, una olla a presión de tormento que ningún calmante podía paliar. Era entonces cuando las revelaciones se le aparecían arrolladoras, incontenibles, caóticas, y él sabía que formaban parte del mensaje que estaba esperando.

El mundo es un amasijo de inmundicia y el mal se amontona en todas partes.

Purificación.

Lo que haya de suceder para vencer a la Gran Bestia, que venga cuanto antes. El tiempo se acerca y el Armagedón está preparado y el que venza no sufrirá el daño de la segunda muerte. Si el Dios del Apocalipsis murió y nos desató del pecado con su sangre, ¿qué valor tienen la muerte y la sangre de los hijos del pecado?

La Voz me dice que debo derruir el muro que sustenta el agua de la presa para que el árbol de la vida vuelva a dar fruto y puedan alimentarse quienes llevan el sello divino en la frente.

Empuño la espada tajante de dos filos que cortará la cadena y acabará con la Bestia en el gran campo de batalla, donde el gran fuego purificador arrasará con la pestilencia de la tierra cuando todos desconfíen de todos y se maten entre sí. Entonces los nuevos elegidos que no se han postrado ante el espíritu del Mal podrán escribir su nombre en el libro de la Vida y sellar la nueva alianza.

Y el Todopoderoso ahuyentará para siempre a los cuatro jinetes que siembran la desolación y mantienen abierto el pozo del abismo…

No me detendré.

Yo imparto la muerte para acelerar el Gran Día.

Soy un heraldo del nuevo tiempo.

Desde esta ciudad de Meggido he visto el final de la Gran Tiniebla y la llegada de la Nueva Luz.

No me detendré.