Los dos agentes del CNI estaban todavía dándole vueltas a lo hablado en el palacio de la Curia cuando el coadjutor telefoneó a Medina.
—El otro día se me olvidó comentarle una cosa —dijo Serrano—. Es sobre la palabra «Armagedón» que apareció en el último asesinato.
—Dígame.
—Caí en la cuenta de que Armagedón significa «colina de Meggido».
—¿Y?
—Meggido es una colina en el norte de Israel que ha sido escenario de batallas en repetidas ocasiones. Allí se establecieron ciudades amuralladas que custodiaban el paso montañoso que permitía acceder a la llanura de Jezril.
—No le sigo.
—Lo que intento decirle es que en el Apocalipsis, Armagedón es el punto final de la batalla entre Dios y el diablo.
—Así que todo está en el Apocalipsis. Ese libro es una mina.
El clérigo no pudo impedir una sonrisa. A él el Apocalipsis siempre le había parecido un galimatías, un libro sin pies ni cabeza, pasó mucho tiempo antes de que le fuera hallando un sentido. Aunque, naturalmente, como sacerdote de la Iglesia apostólica y romana, nunca hubiera puesto en duda su carácter de libro sagrado y de verdad revelada.
—En el tiempo en que fue escrito, el apóstol Juan era un desterrado en la isla griega de Patmos por sus creencias cristianas. Su libro iba dirigido a sus correligionarios repartidos por el Imperio que también eran perseguidos, para animarles a perseverar, garantizando que al final vencerían a sus enemigos con la ayuda de Dios. Para entendernos, Armagedón es algo así como la «lucha final» que cantan los marxistas en La Internacional.
Medina pensó que todo se había degradado. Hubo un tiempo en que la gente moría por cantar La Internacional, y hoy sonaba a himno de colegio y excursión dominguera. Un ritual de voces de mermelada y puños de cartón. Aunque mejor eso que lo del 36.
—Puedo dejarle todo esto por escrito para que se lo lea con calma, pero, si quiere, se lo resumo ahora —dijo el canónigo—. Me he apresurado a avisarle porque estaré fuera de Granada unos días.
—Le escucho.
—Hay un estudio llamado Informe Meggido, que elaboró el FBI poco antes del año 2000, el milenio que para muchos extremistas religiosos marca el fin del mundo.
—¿Estamos entrando en el fin de la humanidad?
—Algunos grupos lo creen así. Según el FBI, hay fanáticos que estarían dispuestos a perpetrar actos de violencia para acelerarlo. Es posible que el asesino que usted busca sea uno de ellos.
El coadjutor quedó en silencio, y por un momento Medina pensó que la comunicación se había cortado.
—¿Seguro?
—Mire, estos grupos giran completamente alrededor del líder. Los objetivos ideológicos coinciden con el culto a la personalidad del jefe, que tiene un poder mesiánico sobre sus seguidores. Él marca las reglas, los objetivos y la actividad a desarrollar. Si quiere, le explico lo que dice el informe.
—Adelante.
Serrano carraspeó para aclararse la voz y leyó con rapidez:
—Numerosos extremistas religiosos en Estados Unidos suponen que una guerra racial está a punto de empezar, y se preparan para el martirio en esa última batalla. El fin del mundo profetizado en la Biblia.
»No hay consenso sobre la fecha del Apocalipsis entre los cristianos, pero en los grupos religiosos de orientación exaltada predomina el sentimiento de que el Apocalipsis se aproxima inevitablemente. También piensan que el gobierno federal norteamericano es un brazo de Satanás, la Bestia.
»Existen diferentes grupos altamente inflamables vigilados de cerca por el FBI. “Los Sacerdotes de Fineas” e “Identidad Cristiana” son de los más vigilados por el gobierno norteamericano. Ambas tendencias profetizan una guerra entre razas y el nacimiento de una subversión que marcará el verdadero principio del nuevo milenio.
»Todas estas tendencias han sido unificadas por el pastor metodista norteamericano Wesley Swift en una especie de “britanismo-israelismo” vinculado a grupos políticos radicales. Wesley llegó a fundar su propia Iglesia en California a mediados del siglo XX. Durante las dos décadas siguientes, por medio de la radio, consiguió que sus doctrinas llegaran a una gran audiencia y cambió el nombre de su Iglesia, que pasó a llamarse la Iglesia Cristiana de Jesucristo.
»Según Swift, antes de que la Iglesia de Cristo se establezca en la Tierra, habrá un proceso de limpieza étnica. Los judíos y sus aliados intentarán destruir a la raza blanca. Solo después de Armagedón, donde se producirá el enfrentamiento entre los arios y las razas no blancas, el pueblo ario será reconocido como el único y verdadero Israel.
»Hay otros grupos semejantes a los citados, como Alianza Nacional, el Partido Nazi Americano, el Partido Nacional Socialista de los Blancos, y el Odinismo.
—¿Qué es eso del Odinismo? —cortó Medina.
—Los odinistas afirman que el universo está hecho de mundos de luz, gente blanca y mundos de oscuridad. Lo que se trataría es de establecer un bastión blanco en algunos estados del noroeste de Estados Unidos, la Norteamérica profunda, para desde ellos reconquistar el mundo. Resumiendo —dijo el coadjutor—, el informe Meggido del FBI recoge que los grupos apocalípticos, en especial los inspirados en la Biblia, consideran que el nuevo Milenio traerá la mayor transformación del mundo. Muchos de estos grupos comparten la creencia de que la batalla contra Satán, profetizada en el Apocalipsis, empezará en los próximos años. El resultado es que el Milenio quedará marcado por una lucha a muerte entre los mártires religiosos de los cultos apocalípticos y el poder temporal. ¿Qué le parece? —concluyó Serrano.
—Bueno, creo que ya he tenido bastante —dijo Medina—. Pero no acabo de entender qué relación hay entre todo este lío de las sectas norteamericanas y nuestro Armagedón.
—Esto no es una cuestión exacta. Estamos hablando de textos de interpretación oscura, escritos a lo largo de muchos siglos. Son visiones sobre la llegada del fin del mundo. Pero en mi opinión, el asesino es también un visionario, en línea con este tipo de grupos que aparecen en el informe Meggido. Es más, creo que el autor de esos crímenes debe de saber algo en lo que yo no caí hasta ayer.
El coadjutor hizo una pausa un tanto teatral, en espera quizá de que su interlocutor le urgiera a continuar. Pero Medina permaneció silencioso.
—¿Ha oído hablar de los Plomos del Sacromonte?
El agente del CNI dijo que sí, pero la verdad era que no sabía casi nada. La erudición no era su fuerte.
—Quizá si me lo explica acabamos antes.
Serrano volvió a aclararse la garganta. Ahora estaba en su elemento. Le gustaba el papel de descifrador de adivinanzas.
—En el año 1588, poco después de la guerra en las Alpujarras contra los musulmanes sublevados, unos obreros moriscos descubrieron una caja metálica cuando demolían el minarete de la antigua Mezquita Mayor de Granada, conocido como torre Turpiana, para construir la tercera nave de la catedral. La caja contenía un pergamino, una imagen de la Virgen y restos de huesos. El pergamino estaba escrito en castellano aljamiado, latín y árabe y anunciaba que aquellos restos eran las reliquias de un mártir cristiano de origen árabe, discípulo de Santiago: san Cecilio. Contaba que éste había llegado a la ciudad junto con el apóstol, a quien la Virgen había pedido que escondiera allí unos libros. En la caja había un pergamino, que hoy día se guarda en la abadía del Sacromonte, con una profecía del apóstol san Juan sobre el fin de los tiempos.
—Algo de eso me suena —mintió Medina.
—El hallazgo —prosiguió el coadjutor— produjo gran fervor en la ciudad. A las reliquias se les atribuyeron hechos y curaciones milagrosos. Al mismo tiempo empezó a debatirse si el pergamino era auténtico o falso.
»Ocho años después, en 1594, fueron apareciendo en las cuevas de monte Valparaíso, lo que ahora llamamos Sacromonte, una serie de Libros de Plomo circulares. Su hallazgo certificaba que el manuscrito era auténtico, pues en este ya se revelaba la existencia de los Libros Plúmbeos, que pretendían ser como un Quinto Evangelio que Dios habría revelado a la Virgen en árabe y se había transmitido en esa misma lengua a los discípulos venidos con Santiago a España. En el manuscrito se recogía una profecía de san Juan sobre el fin del mundo, con inquietantes elementos heréticos.
»Los 22 Libros de Plomo encontrados estaban escritos en caracteres extraños, parecido al árabe antiguo, no cursivo sino picudo, y sin puntos diacríticos ni vocales, lo que algunos llamaron letras salomónicas.
»Como puede imaginar, el impacto causado por el nuevo relato apocalíptico fue tal que Granada quedó convertida en el centro del orbe cristiano. El mundo volvió sus ojos a Granada.
Pausa. Medina hizo esfuerzos por retener la retahíla de referencias religiosas y gruñó algo por el móvil. El coadjutor prosiguió:
—Coincidiendo con esa profecía, otro libro de origen morisco hace referencia a un tesoro oculto por don Rodrigo, el último rey hispanogodo, en una colina situada en el valle de Valparaíso, junto al Darro, donde hoy se levanta el santuario del Sacromonte. Buscando en una cueva de ese lugar se encontró una lámina de plomo con extraños caracteres latinos, aljamiados y hebraicos, que informaban de la cercanía del cuerpo del mártir san Mesitón. En realidad, el alfabeto empleado era de caracteres árabes ordinarios con ciertas modificaciones y forma angulosa acentuada, lo que les confería un aspecto de mayor antigüedad. Ese fue el principio de una serie de descubrimientos de otras láminas plúmbeas que informaban del suplicio de una serie de mártires enviados a propagar por primera vez la fe de Cristo en estas tierras. No le aburriré enumerándole los nombres.
Medina le agradeció esto último para sus adentros, y, tras una pausa, el canónigo continuó.
—Una de esas láminas mencionaba el martirio de san Cecilio, el patrón y primer obispo de Granada, que por aquel tiempo se llamaba Ilíberis o Ilípula, y era lugar de tránsito obligado para todos los enviados del apóstol Santiago llegados de Oriente. Junto a las láminas de plomo se hallaron las cenizas y otras reliquias de los mártires. En su momento —aunque ahora a la gente le importe poco— aquello fue un acontecimiento tremendo. Granada entró en una especie de euforia providencialista, y la fama de los hallazgos se extendió a toda España. Para uno de los grandes humanistas de ese tiempo, Arias Montano, aquel suceso era el mayor del mundo en muchos siglos. Ya ve cómo cambia nuestra valoración de los acontecimientos con el tiempo. El hecho es que en pocos meses, el Sacromonte se llenó de cruces y la jerarquía eclesiástica se alarmó. Todavía hoy quedan señales de las estaciones del Vía Crucis que llega hasta la abadía.
—¿Por qué es tan importante todo esto? —interrumpió Medina—. Perdone, pero lo que me cuenta me suena a cuentos de brujas con escoba y duendecillos verdes.
—Lo comprendo, siento ser prolijo pero este tipo de cuestiones no se pueden separar de su contexto. Mire, en los Libros de Plomo se decía también que en un pasado muy remoto, Osiris, padre de Hércules, pobló España con gente de lengua árabe, luego vinieron pueblos de habla hispana, y después los primeros propagadores cristianos, Tesifón y su hermano Cecilio, discípulos del apóstol Santiago, que —para algunos moriscos y gente cristiana de la época— escribieron los libros en su lengua árabe nativa.
—Abrevie, por favor, me estoy quedando sin batería en el móvil.
—Cecilio y Tesifón eran árabes, discípulos directos de Santiago que, tras otras misiones por el Mediterráneo, llegan a Granada, donde son martirizados junto a los primeros evangelizadores de la Península. Para los más crédulos, ellos escribieron los Libros Plúmbeos en el Sacromonte tras sepultar al apóstol Santiago en Padrón, Galicia, por eso llaman también a los libros el Evangelio de Santiago. Es importante recalcar que esos primeros cristianizadores de España, discípulos de Santiago, eran en realidad gente convertida que procedía de Arabia. Algunos de ellos tenían incluso nombres árabes.
—O sea, que los árabes…
—Habrían sido los primeros propagadores de la fe cristiana en España. Los que acompañaron a Santiago. En uno de los Libros de Plomo se les alaba mucho, a ellos y a su lengua, y se dice que han sido elegidos por Dios para salvar la ley divina en los últimos tiempos, y Dios les dotará por ello de poder y de ciencia. Según esto, no serán los hijos de Israel, sino los árabes, quienes ayudarán a Dios a triunfar en el combate final contra las fuerzas del mal.
—Armagedón.
—Exacto.
—O sea, que al final los musulmanes no serán los malos, sino los buenos.
—Esa sería una interpretación correcta para los autores de los libros —dijo Serrano—. Los árabes son los elegidos para la evangelización de España y los encargados de convertir a toda la humanidad. Pero no debe de olvidar que nada es inocente en este mundo. Esos escritos grabados en plomo son probablemente falsificaciones con intencionalidad política.
—¿Política?
—Sí. Después de la guerra de las Alpujarras, los derrotados moriscos estaban sentenciados, abocados a la expulsión y el exilio. Desesperados, intentaron una operación de propaganda envuelta en el fraude patético que suponían los textos plúmbeos. En lugar de ofrecer simples leyendas añadidas sobre el origen de la Iglesia granadina, transformaron estas en un intento de reforma religiosa que, de ser aceptado, hubiera hecho posible la reconciliación de dos religiones enemigas cuyo enfrentamiento causó inmensos infortunios. La intencionalidad de los Libros del Sacromonte es, pues, puramente política: tratan de buscar una avenencia entre cristianos y musulmanes para evitar la inminente expulsión de estos.
—Y la Iglesia hizo poco por evitarlo —rio Medina—. Eliminaron a la competencia.
El coadjutor encajó el sarcasmo sin darse por aludido.
—Las versiones de los libros nunca han estado claras. En realidad, no sabemos con exactitud qué contienen los libros, ya que se hicieron múltiples versiones sesgadas, según quién las pagara. Eso de no tener una traducción fiel de los Plomos dificulta su significado. Los investigadores no han podido hacer una edición crítica de los textos árabes. Sigue siendo un tema sensible para la Iglesia en Granada.
Desde el jardincillo adosado a Bib-Rambla, el piar de los vencejos daba un toque de alegría y extraña animación a las explicaciones del coadjutor, feliz en su papel lazarillo oracular. «El CNI sabrá mucho de espías —pensó—, pero de historia, ni papa».
—Ya se habrá dado cuenta de que, según los Libros Plúmbeos del Sacromonte, Granada, después de casi ocho siglos de islamismo, pasaba a ser la cuna del cristianismo en España. Una especie de Nueva Jerusalén que haría posible la reconciliación de la religión cristiana y la mahometana. Las consecuencias hubieran sido inimaginables. La lengua árabe se alzaría a la condición de lengua sagrada, los moriscos adquirían condición de hijos de Dios, y todos los creyentes de otras religiones se convertirían, por intermedio de los musulmanes moriscos, a la autoridad del Papa en un concilio que se celebraría en Granada. Porque, y aquí viene lo bueno, hay una tradición que se pierde en el tiempo que identifica espiritualmente la colina de Meggido con el Sacromonte.
—Acabáramos. ¿Y eso, quién se lo cree?
Serrano, ahora sí, contestó molesto, aunque sin perder la compostura.
—Se lo cree quien se lo quiere creer, como todo en este mundo. La vida está llena de creencias que usted y yo no compartimos.
»Lo encontrado en el Sacromonte pertenece al campo de los misterios de la Historia. Un mito relacionado con la venida del apóstol Santiago a España. Es aquí donde empezó la cristianización de la Península, algo de todo punto lógico si consideramos que los apóstoles o sus enviados vendrían desde Oriente, a través del Mediterráneo, y esta debió ser la última tierra firme que encontraron antes de traspasar el estrecho de Gibraltar, o sea, las Columnas de Hércules. Granada sería, pues, una de las ciudades elegidas de la cristiandad, como Roma o Jerusalén.
Medina calibró que aquel hombre solo estaba tratando de decirle algo más con esa historia de los Plomos. Si alguien creía que Armagedón estaba en la abadía del Sacromonte, quizá se encerraba allí la clave de los asesinatos.
—Nunca se sabrá exactamente lo que sucedió, pero había otras cosas —prosiguió el clérigo— muy importantes para los moriscos, en el caso de que la jugada de los Libros Plúmbeos les hubiera salido bien. Fíjese: si en Granada vivían ya árabes en la época de los apóstoles, y esos árabes habían sido convertidos y bautizados por Santiago y sus discípulos, el concepto de «cristiano nuevo», los musulmanes conversos, quedaba invalidado, porque los moriscos podían presumir de ser más cristianos viejos que nadie.
—Bueno, a los moriscos se les expulsó y eso ya no lo remedia nadie. De lo que se trata ahora es de capturar a un asesino. Saber por qué mata.
—En mi opinión, es un fanático religioso obsesionado con Armagedón y el Apocalipsis. Ahora bien, el sitio más apocalíptico de todos en Granada es precisamente la abadía de Sacromonte.
—¿Podría esconderse allí?
—Lo veo difícil, aunque no imposible. La mayor parte de la edificación está en ruinas por un incendio intencionado que tuvo lugar hace pocos años. La abadía está deshabitada, aunque hay un sacerdote que está a cargo del templo, y queda algún empleado que enseña el museo. Pero creo que la presencia de un intruso se detectaría pronto.
—¿También hay museo?
—Claro, las reliquias y los Libros Plúmbeos, que ahora se guardan en la biblioteca y lo que se conoce como el Archivo Secreto de la abadía, donde están los Libros de Plomo originales.
—¿Cómo son esos libros?
—Los llamamos así, pero en realidad son láminas de plomo delgadas y redondas. Cinco o seis, unidas por un alambre, componen un libro.
—Tenía entendido que estaban en el Vaticano.
—Lo estuvieron durante muchos años. Concretamente, desde mediados del siglo XVII, cuando Roma los declaró apócrifos y decidió que eran peligrosos. Allí quedaron depositados en el archivo del Santo Oficio, hasta que el gobierno español los reclamó al Papa, que los devolvió en el año 2000. Como suele ocurrir en estos casos, llevados por la euforia del momento, los políticos prometieron mucho e hicieron poco. La abadía iba a ser un centro cultural y religioso de importancia capital y blablablá, pero al final fue el parto de los montes. Ni centro de estudios, ni museo abierto al público. En esta España nuestra siempre es igual. Las promesas se las lleva el viento, y si te he visto no me acuerdo.
—¿Qué pasó con las reliquias que se encontraron en la caja de plomo de esa torre de la antigua mezquita?
—La mayor parte de las reliquias se esparcieron. Lo más importante del hallazgo, como comprenderá, fue el pergamino. Mide más o menos medio metro. Es una especie de tablero de ajedrez con escaques en colores rojo y negro, y un texto en caracteres incomprensibles a simple vista. La famosa profecía de san Juan sobre el fin del mundo.
—¿Aún hay gente que cree en la autenticidad de los libros?
—Por supuesto. Entre los académicos y estudiosos, la cosa parece estar fuera de cuestión. Los libros son apócrifos, como ya dictaminó la Iglesia, pero la fe vuela y no se conforma con las verdades a ras de suelo. Los hallazgos de Valparaíso siguen teniendo su leyenda y su influencia. Hay quien piensa que han sido mal traducidos a propósito porque las profecías que revelan serían demasiado «fuertes».
Medina le preguntó por esas profecías tan tremebundas, y el clérigo se lo pensó un momento.
—Una de ellas es que, cuando España desaparezca, aparecerá el Anticristo y vendrá el fin del mundo. Entonces Granada volverá a ser musulmana. No es necesario que le diga que esto solo lo creen algunos católicos de la vieja escuela.
—¿Alguna secta en especial?
—No sabría decirle.
Los dos agentes aún estaban digiriendo la explicación del coadjutor cuando volvió a sonar el móvil de Héctor. Era Lojendio. Durante unos minutos comentaron el cambio de objetivos ordenado por Zaldívar y acordaron seguir en contacto permanente.
—Me dijo que enviarían rápido una unidad operativa de vigilancia —indicó Medina.
—Lo sé, pero aún estoy esperando. Si no se dan prisa, llegarán tarde. No sería la primera vez.
Héctor detectó una cierta inquietud en la voz de Lojendio. Lo atribuyó a la excitación del cazador que siente la presa próxima. Escuchó hablar a alguien que estaba cerca de Lojendio y este cortó la comunicación.
—Chicos —añadió al cabo de un momento—, voy al piso franco de esos cabrones. Tengo a alguien vigilando y dice que hay movida. Cuidaos.