Treinta y cuatro

El hombrecillo que Ayala tenía enfrente en la comisaría de policía de Granada parecía a primera vista cualquier cosa menos un mesías. Era bajo y rechoncho, ligeramente tripón y de andar un poco patizambo. Solo sus ojos redondos, inquisitivos y fulgentes, que le sobresalían de las cuencas, eran los de un ave de presa y ponían una nota exaltada en su rostro anodino, recubierto de una barba cerrada y recortada en la punta, que le confería un cierto aire rabínico de película.

Llegó a la comisaría conducido por dos agentes de uniforme, y él mismo se presentó. Habló con la seguridad de quien domina el juego.

—Comisario Ayala, sin duda. Me alegro de que podamos conocernos. Tenía pensado venir a verlo. Me llamo Luciano Hernández, como sin duda ya sabe.

La voz y el gesto de Hernández contradecían mucho su aspecto externo. Su dicción poseía una sonoridad armoniosa y broncínea, recia y bien modulada, y parecía hecha para hablar ante grandes auditorios y quedar enganchados. Voz de líder o de predicador, que pedía seguidores y adhesiones a favor o en contra de algo. Lo mismo para lanzarse al vacío que para escalar el Himalaya. Además, Luciano se expresaba con soltura, y por las palabras empleadas se diría que era hombre leído.

Los policías siguieron los procedimientos y presentaciones de rigor en el cuarto de interrogatorios, y él no se quejó ni mostró extrañeza por nada. Ni siquiera dudó cuando Sara le preguntó si consentía en que se grabara la entrevista.

—Por supuesto —dijo—. No tengo nada que ocultar. Estoy aquí para colaborar en todo con ustedes. Ya imagino por qué me han llamado…

—A ver, señor Hernández —le interrumpió Ayala—, me gustaría que nos centráramos. ¿Qué es eso de la Hermandad Vecinal del Albaicín que usted dirige?

—¿No lo saben?

—Quiero que me lo explique. Y, por favor, no conteste a mi pregunta con otra pregunta. Aquí el que interroga soy yo.

—Sencillo, comisario. El barrio está asustado. Hay un asesino suelto y la gente quiere protegerse. Nuestra hermandad solo pretende vigilar el barrio, detectar posibles sospechosos, y, si llega el caso, defender a la gente. Impedir que ese hijo de mala madre vuelva a matar.

—Para eso está la policía. Ese es nuestro trabajo. No pretenderán dejarnos en el paro —ironizó Ayala.

Luciano movió la cabeza como un péndulo y sus labios delgados, lisos como los de un reptil, se curvaron en algo parecido a una sonrisa.

—Honradamente, comisario, usted sabe igual que yo que en estos tiempos la policía no da abasto. La criminalidad crece y les desborda. Sabemos que ustedes hacen lo que pueden, pero no alcanzan a ver ni oír todo lo que pasa en el Albaicín de día o de noche. Nosotros sí.

—Una ayudita gratis, ¿no?

—Puede verlo así. Pero lo que debe quedar absolutamente diáfano, señor comisario, es que nosotros estamos con la policía, que somos gente de orden y pacífica, y que no queremos líos con la justicia. Al contrario, deseamos colaborar.

—¿Qué pasa con las armas? Sabemos que las llevan cuando salen de patrulla.

—¿Armas? Le han informado mal. Algunos palos y piedras. Como mucho, navajillas de las que se usan para pelar fruta o hacerse un bocadillo.

—Hay escopetas. ¿De dónde salen?

—Bueno, puede que alguna escopetilla de caza. Con su licencia en regla, se lo juro.

—Ya. Y todo eso, cuando los nervios se desatan y corre la priva, significa desastre seguro.

—Le han debido engañar. Mi gente no se emborracha ni toma drogas. Yo me encargo de eso.

—No debería responsabilizarse personalmente con tanta alegría. ¿Acaso es su capitán, o algo así?

Hernández hinchó su rechoncha figura. Parecía afectado en su vanidad de personaje capaz de hacer que otros le siguieran. Poseía cualidades natas de santón.

—Los vecinos saben que no les engaño. Confían en mí porque son buena gente. Como yo.

—¿Cuánto tiempo llevan haciendo de justicieros por cuenta propia?

—El asesinato de la mendiga fue lo que colmó el vaso. Luego, cuando nos enteramos de lo del cura, la indignación creció, como es lógico.

Marcando las pausas y las inflexiones, dominador de una retórica espontánea y efectiva, perfilada seguramente en muchas horas de ejercitación solitaria, Luciano se dejaba guiar por el eco de sus propias palabras. Sus dotes de organizador eran palpables. Al comisario le contó que había dividido el barrio en tres sectores. A, B y C. El A iba desde la Puerta de Elvira hasta San Luis, en la zona que queda entre las dos viejas murallas árabes. El B, desde la calle de Elvira, entre Arteaga y Falces, hasta el final de la cuesta del Chapiz, en la parte alta, y la C abarcaba toda la parte oeste de la carrera del Darro, entre la plaza Nueva y la plaza del Rey Chico, hasta Santa Isabel la Real y su prolongación por el callejón de las Tomasas y el carril de San Agustín, cuyo término entroncaba ya con el camino del Sacromonte. Cada uno de estos sectores estaba dirigido por un hombre de confianza del Mesías, con el respaldo del vecindario. Luciano actuaba como coordinador general, algunos de sus acólitos le llamaban «el Jefe» y estaban con él a todas horas, rodeándole como si se tratara de una guardia personal.

Las rondas de las patrullas se iniciaban al caer la tarde y duraban hasta las ocho de la mañana, pero los ojos y oídos de la tropa de Luciano no dejaban de vigilar durante el día. Vecinos voluntarios, que al parecer no tenían otra cosa que hacer, se repartían por calles y plazas, hablaban con la gente conocida, tomaban nota de las conversaciones y observaban cualquier anomalía o cara nueva que les pareciera sospechosa. Sin otro resultado hasta el momento que un par de peleas con transeúntes, uno de ellos noruego, que visitaban el barrio y que, por el porte y la estatura, coincidían con el misterioso personaje de la capa negra y tuvo la mala suerte de suscitar recelos equivocados.

Estaba claro —pensó el comisario— que aquel individuo de ojos saltones y voz resonante había creado un pequeño ejército a su servicio que pretendía imponer veladamente su ley en el Albaicín. Lo mismo que ocurría en algunas favelas brasileñas con los narcotraficantes, o en determinadas aldeas y pueblos del País Vasco con los batasunos. Si eso ocurría, el remedio podría ser mucho peor que la enfermedad, incluso aunque el cabrón del estoque dejara de matar.

—Esa hermandad vecinal suya, ¿tiene algún permiso legal?

—¿Se refiere a que si tenemos sellos, firmas y todo eso? No los necesitamos. Nos acogemos a la libertad de reunión que ampara la Constitución. Nuestros fines no van contra la legislación vigente.

—Hablaremos de eso en su momento. Por lo pronto, la policía también les vigilará a ustedes, y si hay amenazas o alguna agresión injustificada, se les va a caer el pelo. Ni palos ni piedras, y mucho menos cuchillos o escopetas. Si quieren pasear por el Albaicín de noche, no se lo puedo prohibir, pero en pequeños grupos y con las manos limpias. Por cierto, Luciano, ¿usted en qué trabaja? ¿Qué hace para ganarse el pan?

El maldito estómago empezó otra vez a joder al comisario, que no quiso tomar ninguna pastilla delante de aquel maula. Hubiera supuesto darle ventaja. El principio básico de cualquier interrogatorio es que quien pregunta siempre es el más fuerte y más listo, y el que responde, el pringado. Sara pareció darse cuenta de que las tripas de Ayala se quejaban y tomó el relevo.

—Sabemos que durante una temporada trabajó de operario en la factoría de Aguas de Lanjarón de la Alpujarra, y que también se ha dedicado a trabajos eventuales en la costa. Jardinero, camarero, vigilante de obras y cosas así. Pero ¿qué hace ahora?

—Estoy colaborando con ustedes para detener a un hijo de puta asesino. ¿Les parece poco?

La respuesta cabreó al comisario. Se levantó y le dio una patada a la mesa, que estaba anclada en el suelo y no se movió. A eso, los abogados defensores lo llamarían intimidación.

—¿Nos toma por gilipollas? La subinspectora le ha preguntado algo muy sencillo. Responda.

—Ahora mismo no tengo trabajo.

—Me lo imagino. ¿Y de qué cojones vive?

—Estoy en el paro, si se refiere al trabajo que se paga con dinero, pero aunque se rían, se lo diré. Esa clase de trabajo ya no me interesa. He descubierto algo mucho más valioso que ha cambiado mi vida. Ahora estoy dedicado a Dios.

—O sea, que se nos ha hecho monje —dijo Ayala.

—Sabía que se lo tomarían a guasa, pero no me importa. Soy un hombre de paz.

Ayala salió un momento de la sala a tomarse la pastilla. Sentía que el estómago se le revolvía como si tuviera dentro una rueda de molino, pero al poco la rueda paró y se encontró mejor. Cuando regresó al interrogatorio, Luciano le estaba explicando a Sara lo bien que se sentía en su nueva vida dedicada a la salvación eterna. Al escucharle hablar, encantado con su propio verbo, pensó que si en aquel momento el mundo se derrumbara, aquel tipo no se inmutaría y se dejaría conducir al otro barrio como si se tratase de algo natural. Estaba hecho de la pasta de los fanáticos que mueven el mundo. El resto suele obedecer y seguirles.

—Todo está en los Evangelios, pero nosotros no queremos verlo. La llegada del Reino de Dios estará precedida de tiempos convulsos y terribles. El hermano no reconocerá al hermano, ni los hijos al padre. Hombres y mujeres solo querrán ganar dinero y los más ricos detentarán el poder y harán a los pobres sus esclavos. Los hombres serán como las mujeres y las mujeres como los hombres. Prevalecerán la mentira y la falsedad y surgirán perversiones de todas clases. La gente venderá su alma a cambio de este mundo.

—¿Sus seguidores lo mantienen o vive del trapicheo? —interrumpió Ayala.

Luciano bajó la vista y pareció murmurar una oración. Las palabras fueron subiendo poco a poco de tono hasta hacerse inteligibles.

—Cuando tengáis noticia y rumores de guerra, no os asustéis. Es preciso que eso suceda, pero todavía no será el fin. Se levantará nación contra nación y reino contra reino, habrá terremotos en todas partes, y hambrunas, y ese será el principio del alumbramiento. Lo dice san Marcos en el Evangelio. ¿Es que no lo han leído?

—Sigue sin contestar a lo que le pregunto, y eso, señor Luciano, me pone de muy mala leche. No quisiera tener que demostrárselo.

—Claro que algunos de mis seguidores, como los llama usted, me ayudan. Son almas cristianas y practican la caridad como estipula Dios. Eso también está en los evangelios. ¿Acaso es un delito ayudar al prójimo?

Sara perdió la paciencia. Fue muy concreta, pero la pregunta resultó demasiado directa y fácil de parar. Luciano debía de haberla previsto con mucha antelación.

—¿Puede decirnos dónde estaba usted las noches en que ocurrieron los crímenes?

—Por fin. ¿Todo este rollo para preguntarme si soy el asesino? Podíamos haber empezado por ahí.

Ayala le dijo que se dejase de tonterías y respondiera a la subinspectora, pero la contestación era de cajón.

Luciano vivía rodeado de gente que le era fiel. Estuvo con ellos y ellos lo atestiguarían de todas las formas posibles. La noche de la última muerte, además, patrullaba el Albaicín. Decenas de testigos lo jurarían por su santa madre. No había base real para detenerle, pero el comisario sabía que la historia del Mesías aún no había terminado.

Ya se iba a marchar, cuando Ayala dejó caer su pequeña duda particular.

—¿Por qué le llaman el Mesías?

—Un mesías, comisario, es…

—Corte el rollo. Sé lo que es un mesías.

Si se ofendió, no lo dio a entender. Su voz maciza adoptó aires didácticos, la del preceptor que enseña las cuatro reglas y el abecé al párvulo.

—Un mesías es un mensajero de Dios. Un don de ilusión. El Mesías de los cristianos ya llegó una vez, pero su palabra no ha sido escuchada y será necesaria una segunda venida. El Libro de la Revelación, el Apocalipsis, señala otra llegada. No lo olvide.

—No me salga ahora con que es usted quien está de vuelta en la tierra después de tanto tiempo.

—Sé que tengo una misión especial en la vida. Soy un precursor del gran Enviado.

—En otros tiempos le hubieran quemado en la hoguera por decir eso.

—Quizá mi tormento sea ahora mayor. La falta de fe y el descreimiento que me rodean son peores que el fuego.

La desfachatez de Luciano alteró al comisario. Tuvo que contenerse para no echarle a empujones.

—Salga de aquí ahora mismo. Antes de que me arrepienta.

Cuando el falso profeta se perdía por el pasillo camino de la salida, Varela no puso buena cara.

—¿Qué hacemos con ese?

—Encerrarlo en el manicomio.

Sara miró al comisario y se carcajeó.

—Eso no es legal sin una orden del juez.

—Bueno, tenemos de nuestra parte a la juez María Elena, que me debe un café. Ella me invitó, pero al final pagué yo. Joder, joder.