Graciana tenía el empaque de las antiguas sacerdotisas. A la esbeltez de su figura y su mirada enigmática se unía un aire de gravedad distante que acentuaba el énfasis de sus palabras. Poseía esa especie de atracción capaz de actuar como un polo magnético sobre las personas que la rodeaban, y Ayala se dio cuenta de que debería esforzarse para no quedar involuntariamente atrapado por ese influjo.
La hicieron pasar a la sala de interrogatorios de la brigada, una habitación de quince o veinte metros cuadrados, con una mesa y varias sillas alrededor. En uno de los ángulos del techo era visible el ojo de un circuito cerrado de televisión, y en la pared, el obligatorio falso espejo transparente que desde el otro lado permitía una vista completa del sitio, como si se tratase de una ventana.
Durante más de diez minutos la mujer estuvo sola, una táctica de ablandamiento que pareció no impresionarle lo más mínimo, hasta que la puerta de la sala se abrió y entró Ayala acompañado de la subinspectora Lozano. Graciana ni se inmutó. Permaneció sentada y respondió levemente, con gesto de indiferencia, al tibio saludo de los policías.
La subinspectora sacó una grabadora y le preguntó si tenía algún reparo en que se grabase la conversación. Graciana contestó preguntando. Su español era bastante fluido y correcto.
—¿Estoy detenida?
—No.
—Pues entonces no querría que se grabase nada. Aunque supongo que todo esto es un paripé. Ustedes tendrán algún dispositivo oculto para grabar todo lo que decimos aquí. Por no hablar de la cámara de televisión que está ahí arriba.
Lozano se calló y la grabadora, una pequeña sony digital, quedó apagada sobre la mesa, como un objeto disfuncional e incongruente con el momento. Sara entonces sacó un bloc y un bolígrafo. Ayala intentó enderezar la situación.
—Me presento, soy el comisario Ayala, y ella es la subinspectora Lozano. Queremos simplemente hablar con usted en relación con los recientes crímenes en el Albaicín.
—Acabáramos —dijo Graciana con aplomo—. ¿Tengo cara de asesina?
—No sea graciosa. Estamos hablando de tres muertes. Dos hombres y una mujer acuchillados sin piedad. ¿Quiere ver las fotos?
Ayala hizo una seña a Sara, que llevaba un sobre con fotografías de los cadáveres. Extendió algunas sobre la mesa y la mirada de Graciana resbaló sobre ellas.
—¿Pretenden impresionarme? Todavía no sé de qué va esto, ni qué tengo que ver yo.
Por primera vez, el comisario se dio cuenta de que estaba alterada y le pidió que se tranquilizase.
—No está acusada de nada. Solo le pedimos su colaboración —dijo—. Se hace llamar Graciana Montes y no ha nacido en España. Por tanto, ese no debe de ser su verdadero nombre. Procede usted de Rusia. ¿Correcto?
Cuando ella asintió, el comisario continuó.
—¿Puede hablarnos de su actividad en Granada?
—¿Actividad? ¿Se refiere a ganarse la vida?
—Llámelo así.
Sin perder la compostura, habló de que curaba con las manos y practicaba artes adivinatorias con las que había conseguido una buena clientela. Personas que acudían a verla para que les resolviera problemas y les proporcionase tranquilidad espiritual.
—¿Y esa gente le deja dinero?
—Claro. Se trata de un servicio como otro cualquiera. Quieren conocer su futuro o buscan consolación. Eso bien vale un donativo. Por supuesto, siempre voluntario.
—Donativo que usted se embolsa.
—En pago por mi trabajo. No engaño a nadie.
—¿Seguro? Tengo entendido que también vende cosas: pomadas, piedras, amuletos y cosas así.
—¿Y qué? No solo la policía tiene gastos, y eso no hace daño a nadie —dijo, levantando la voz. En su escudo de mujer imperturbable empezaban a aparecer grietas.
Ayala le pidió que hablara sin alterarse y percibió que ella hacía esfuerzos por recuperar el autocontrol y depositaba en él sus ojos rasgados y oscuros, como una especie de velada pregunta que el comisario no conseguía descifrar. El registro de su voz cambió hasta reducirse a un susurro cargado de insinuante sinceridad.
—Mire, don Alejandro, ese es su nombre, ¿no…? La verdadera adivinación no es ningún timo, y yo no soy una vulgar estafadora. Mis poderes, si quiere usted llamarlo así, son auténticos. La predicción es tan antigua como el mundo, va ligada a la guerra, a la salud, al amor, al destino, y está relacionada estrechamente con la esencia religiosa. El presente es inestable y nos sentimos perdidos en este mundo, por eso necesitamos saber el futuro, que está en manos de los espíritus y los dioses, las fuerzas poderosas que nos influyen desde el más allá. Ellos nos hablan con mensajes depositados en la Naturaleza que solo los clarividentes, personas dotadas de un cierto don invisible, somos capaces de interpretar.
Ayala admitió que sus conocimientos en la materia eran casi nulos.
—Los antiguos —prosiguió la vidente— utilizaban métodos para interpretar esos signos de la Naturaleza: el sonido de las piedras, el poso de las hierbas cocidas, el dibujo que dejan los huesos al arrojarlos al suelo, la observación de los fenómenos naturales, las vísceras de las aves, las rayas de la mano… Ellos hacían casi lo mismo que hacemos nosotros ahora.
El verbo de Graciana tenía algo de sinuoso y envolvente, participaba de la cualidad de un incienso relajante, casi adormecedor. Por unos instantes, Ayala sintió peligrar sus defensas y para eludir la amenaza se reconcentró en el interrogatorio. Impostó ligeramente la voz para hacerla más ruda y marcar distancias.
—No me negará que hay mucho buscavidas y timador en su, llamémosle, oficio. Cualquiera puede hacerse pasar por un adivino, y hay mucha gente ignorante y sencilla que paga porque se les diga lo que quieren escuchar. ¡Ah!, y no me llame don Alejandro. Comisario, simplemente.
—De acuerdo. Nada tengo que ver con las personas a las que se refiere. Aquí, como en todo, hay farsantes y estafadores, pero, por favor, no me confunda. ¿Sabe usted dónde nací yo, comisario?
—Vendrá en su pasaporte, supongo.
—En una aldea del Cáucaso, tan pequeña que no figura en ningún mapa y hoy ni siquiera está habitada. Éramos siete hermanos. Mi padre era leñador y también arreglaba muebles y objetos viejos. Mi madre murió pronto y él nos llevaba por los pueblos, buscando unas monedas para sobrevivir. Pero la pobreza material no fue lo peor, recuerdo haberme sentido feliz con mi familia, a pesar de todo, hasta que empecé a darme cuenta de que no era una niña normal.
—¿A qué se refiere?
—Veía y presentía cosas que los demás ni siquiera podían imaginar. Una noche soñé que uno de mis hermanos pequeños se moría de una picadura de serpiente, y tres días después le mordió una víbora en el campo y murió. No había médico cerca ni modo de llevarle a ningún sitio. El pobrecito falleció entre dolores. Después de enterrarlo le conté a mi padre el sueño y me dio un bofetón. A partir de entonces empecé a ser una niña rara. Veía lo que los demás no veían, lo que iba a ocurrir, sin poder impedirlo cuando se trataba de algo malo. Pero guardaba para mí todas mis visiones, y era como si tuviera un agujero dentro por el que mi vida se conectara con otro mundo. Conocer el futuro no nos hace más felices, se lo aseguro, y yo nunca lo hago a no ser que lo crea necesario. De mis siete hermanos solo sobrevivieron tres en aquella época. Pude verlos muertos antes de que sucediese. No tiene usted idea de lo que es eso, del sufrimiento que supone.
—¿Qué pasó con su padre?
—Era un buen hombre. Cuidaba de nosotros y gracias a él logramos sobrevivir. Un día vi su cara reflejada en el agua de un arroyo cuando me estaba lavando. Me volví, pero él no estaba allí. Entonces me eché a llorar porque supe que se iría pronto, como mis otros hermanos. Yo le quería mucho.
La voz se le rompió al recordarlo y Ayala la creyó. Casi hablando para sus adentros, le preguntó cómo pasó.
—Lo trajeron sin vida a nuestra choza varios días después. Era primavera y se lo llevó la riada de una tormenta por el camino. Su cara estaba desfigurada, como si la hubieran machacado a golpes. Todavía sueño con ese rostro, se me aparece por las noches.
Graciana se calló, pero el comisario quiso saber el final de la historia.
—Continúe.
—Yo tenía entonces quince años, y era la tercera de los hermanos. Quedábamos cuatro. El mayor tenía diecinueve y la menor, doce. Salimos adelante como pudimos, aunque ya se puede imaginar el drama. Un tío que vivía en una aldea de Osetia nos dio cobijo. Luego, mi hermano el mayor se fue al servicio militar y ya no volvió. Cuando se licenció, en el ejército nos dijeron que se había ido a trabajar a Holanda, y que allí se había embarcado en un petrolero. Nunca más tuvimos noticias de él. No me pregunte por qué, pero en ese mismo momento supe cuál sería mi destino. Las visiones seguían asaltándome y ya formaban parte de mí, quisiera o no. No me era posible rechazarlas. Llegaban de improviso y me hacían sufrir. Es inútil que ahora le cuente detalles.
El policía le preguntó si había intentado llevar una vida normal, con hijos y familia, y la respuesta respiró amargura, la frustración de un anhelo irrealizable al que seguramente la mujer había renunciado.
—Me casé con veinte años y viví tres con mi marido. Nos queríamos, pero fue imposible. Mis noches estallan llenas de horribles pesadillas que dejaban las sábanas empapadas en sudor. Cuando estaba en trance me sentía como poseída. Mi marido tuvo más paciencia de la que yo seguramente hubiera tenido en su caso, y acabó dejándome. No puedo reprocharle nada.
Era una triste historia, pensó Ayala, que no quiso hurgar más en esa herida. Graciana, por un momento, pareció abatida, aunque mantuvo la compostura, sentada como si estuviera en misa, con la espalda recta, sin rozar siquiera el respaldo de la silla. Aquel interrogatorio empezaba a parecerle bastante absurdo al comisario, pero aún quedaban nudos por desatar.
—¿Qué me dice de la gente que le sigue? Sus devotos. Gente rara, en todo caso.
Lo escrutó con la mirada; unos ojos taladrantes que parecían rayos X y a los que era mejor no acercarse demasiado.
—¿Por qué los menosprecia? No somos ninguna secta. Muchos de ellos son gente pobre golpeada por la vida que no sabe a dónde ir. Vienen a mí en busca de consuelo y amparo.
—Pero en la cueva del Sacromonte usted celebra ritos religiosos.
—Como le he dicho, la Naturaleza está llena de signos que estoy capacitada para interpretar. Es un don, y no me pregunte quién me lo ha dado ni por qué. Nací con él y nunca he sabido de dónde viene. Y jamás lo he utilizado para hacer el mal.
—Simple curiosidad, ¿cree usted en Dios?
—Buena pregunta. ¿En qué Dios? La historia de la humanidad está llena de religiones, y todos han tenido su Dios o sus dioses. Sinceramente, no sé si existe eso que usted llama Dios, o puede que haya varios dioses. De lo único que estoy segura es de tener un poder especial para adivinar lo que va a suceder, pero no lo atribuyo necesariamente a una fuerza divina. Puede ser una energía natural, aún desconocida, que me permite captar lo que otros no logran ver.
—Por ejemplo, la llegada del enviado. Me han dicho que solivianta a la gente hablándoles de él. El Hijo prometido, el servidor de la Gran Madre que vendrá a salvar al mundo. ¿Qué coño significa eso, señora?
—No sea soez.
Graciana le miró de frente y el comisario se sintió amonestado, mientras Sara seguía garabateando frenéticamente notas en el bloc.
—Casi todas las religiones hablan de un enviado celestial que terminará con el mal existente en la tierra. Rezo porque eso suceda, y conmigo muchas personas. Si alguien así apareciera, yo sería su primera seguidora. A la gente no podemos quitarle la ilusión de que habrá algo mejor que toda esta basura y miseria que nos rodean. Sin eso, la desesperación nos haría mucho peores. No habría cárceles suficientes.
En su fuero interno, el comisario le dio la razón, pero, por primera vez, Graciana le decepcionó. Ella vendía ilusión, era una traficante de ilusiones fáciles. Como cualquier mercader, debía ganarse la vida vendiendo algo. Pero no lo negaba y además no tenía pinta de haberse hecho rica con su mercancía. Ayala decidió acabar cuanto antes.
—Seguro que sus devotos la mantienen informada de todo lo que pasa en Granada. Incluyendo los últimos asesinatos. ¿Sabe algo que pueda servirnos? ¿Algún rumor? ¿Alguna suposición?
Ella negó con la cabeza.
—Supongo que no tendrá inconveniente en colaborar con nosotros.
La adivina no se inmutó. Seguía imperturbable y distante, y el comisario observó que Sara la contemplaba con admiración, casi embelesada. Cualquier día de estos, la chica diría que había encontrado su verdadera vocación, se marcharía a esperar al enviado celestial y abandonaría el Cuerpo de Policía.
Con lentitud, Graciana fue dejando caer unas palabras de las que Ayala tomó buena nota.
—Ya saben ustedes lo que son los rumores en esta ciudad. Van y vienen, como el oleaje, y de pronto desaparecen. La gente tiene miedo, y el miedo deja volar la fantasía más de lo habitual. Se habla de un extraño personaje alto, vestido de negro, que recorre durante la noche las calles del Albaicín como si fuera un fantasma. Los que lo han visto dicen que lleva capa y maneja un bastón. También dicen que los perros le huyen y ni siquiera se atreven a ladrarle.
—¿Quién lo ha visto? Necesito nombres.
—Comisario. Estamos hablando de rumores, de personas que cuentan lo que otras les han contado; y, a veces, lo que se han inventado. No podría darle ningún nombre concreto. Pero si averiguo algo, prometo decírselo. Puede estar seguro.
—Eso estaría bien y su colaboración sería tenida en cuenta —dijo Ayala.
Graciana sonrió.
—¿No me estará proponiendo que sea su confidente?
—Si sabe algo y no me lo dice, nos vamos a enfadar mucho. No ayudar a la policía en un caso de asesinato es un delito grave.
La subinspectora hizo una leve seña con los ojos al comisario. Quería preguntar algo y todavía parecía obnubilada por el influjo de la adivina.
—Adelante —concedió Ayala.
—¿Qué pasa con las curaciones? ¿Es verdad que cura usted a los enfermos?
Graciana no lo negó.
—Puedo curar algunas enfermedades relacionadas con los intestinos y los reumas. A veces también dolencias cardiovasculares.
La exclamación de Ayala salió espontánea y resonó en la habitación. Hasta Sara se sobresaltó un poco.
—¡Ahora cuénteme una de piratas! ¡Solo falta que nos diga que también cura el cáncer!
Le respondió con normalidad, como si el exabrupto no hubiera alcanzado sus oídos.
—No, el cáncer no. Solo puedo curar lo que le he dicho. Y por desgracia no siempre.
Sara estaba nerviosa y miraba con cierto reproche a Ayala, pidiéndole sin palabras que acabase. Pero al comisario aún le quedaba otra pregunta.
—¿Quién es el hombre que le ayuda en las ceremonias del Sacromonte?
—Se llama Constancio y harían mal en sospechar de él. Además de jorobado, es sordomudo y casi nunca deja la cueva. Hace también de guardián por las noches, y su mujer duerme con él en un camastro que se han agenciado. Dudo que Constancio haya tenido alguna vez dinero para comprarse una capa. Se la iría pisando por las calles, porque es muy bajito.
Ya se levantaba para marcharse cuando Ayala le preguntó cuál era su verdadero nombre, el nombre ruso.
—Dyuna —dijo—, Dyuna. Y estoy a su disposición.
No pudieron evitar mirarla fijamente cuando, tras decir adiós, Dyuna caminó con pasos mesurados hasta la puerta del despacho.
Ayala pidió a Sara que acompañara a la vidente hasta la calle, algo que la subinspectora hizo de muy buena gana.
Cuando Berta y Medina llegaron a la cueva de Graciana, en el Sacromonte, la vidente no estaba allí. La mujer de Constancio les dijo que había ido a declarar a la comisaría de policía, pero no sabía nada más de aquel asunto. Los dos agentes decidieron esperarla. Graciana apareció a la caída de la tarde, y los del CNI se presentaron a ella con nombres falsos. Como excusa dijeron que trabajaban en una investigación sobre un asunto de sectas para el Ministerio del Interior. Tenían noticias de que había desaparecido una joven en Granada que, al parecer, estaba metida en una congregación de rituales extraños, y misas negras. Graciana les miró con serenidad.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —dijo.
Apenas pudieron sacarle nada que pudiera servirles de ayuda y pronto la cueva se llenó.
—Tendrán que perdonarme —les dijo ella—. Me debo a mi gente.