Treinta y dos

Palacio de la Curia Eclesiástica de Granada

—Ya veo que no sabe usted de qué le hablo.

A Medina, la frase le ha llegado al alma. Son las cuatro de una tarde sesteante y luminosa en el palacio de la Curia de Granada, antigua sede de la Universidad en tiempos de Carlos V. El emperador que se enterró vivo en Yuste y tuvo la rara virtud de retirarse a tiempo para irse acostumbrando a la muerte.

El padre Serrano recibe a los dos agentes del CNI en su despacho, desde cuyos balcones se divisa un jardincillo tapiado, adjunto a la plaza de Bib-Rambla, con su hermosa fuente central chorreando agua, los puestos de flores y sus farolas decimonónicas. La plaza aparece muy mermada de transeúntes a esa hora, aunque las terrazas de bares y restaurantes mantienen bastante actividad por ser la hora del café después del almuerzo.

El cura es coadjutor de la vecina catedral y experto en cuestiones relativas al Apocalipsis de san Juan y textos milenaristas. Imparte clases de filología griega en la universidad y es considerado un gran hebraísta. «Nos recibe con suspicacia comprensible», pensó Berta al cruzar con él las primeras palabras. «No le hemos dado pistas de para qué queremos verle, y no es frecuente ver gente como nosotros en sitios de iglesia, y menos a esas horas de digestión».

Serrano es un hombre enjuto y cejijunto, de ojos astutos y barbilla cuadrada. Aunque va afeitado, la barba rasurada se le marca muy cerrada en el cuello y las mandíbulas. Su actitud desconfiada no le impide mostrarse cortés con Medina y Berta, que aparentan sentirse impresionados por el escenario. Una muestra austera y elegante del renacimiento arquitectónico granadino.

El despacho del padre Serrano es amplio, de techo artesonado, mesa de nogal barroca, tres amplios sillones de cuero repujado y un par de cuadros colgados de la pared, sin duda bastante añejos, cuyo valor posiblemente exceda con mucho a todo el conjunto del mobiliario. Las persianas entornadas dejan filtrar una luz reposada, que envuelve la habitación en una penumbra propicia al sosiego.

El coadjutor, serio y amable, ofrece asiento y queda pendiente de lo que tengan que decirle.

—Estoy a su disposición, señores —dice, y enseguida Medina pasa a hablarle de la situación. Los tres asesinatos que sin duda han llegado a sus oídos. Lee las tres notas que el asesino ha dejado en las escenas del crimen y que le ha dado Zaldívar.

—¿Puedo ver esos apuntes?

Medina entrega las notas al coadjutor, que las revisa antes de responder.

—Tienen ustedes razón. El contenido de estos escritos es claramente apocalíptico.

Berta le pide que sea más concreto y el coadjutor pasa a explicarles la lección.

Apocalipsis —dice— es una palabra griega que significa «desvelar o revelar». El apóstol san Juan tituló así su famoso evangelio, y por extensión pasaron a llamarse igual otros libros parecidos que dieron lugar al género apocalíptico. La mayoría de esos libros están escritos por visionarios que tratan de alumbrar supuestos secretos recibidos de Dios a través de una revelación obtenida en estado de éxtasis, por ejemplo. Los Apocalipsis se dieron principalmente entre judíos y cristianos, pero existen también en el islam, y en otras religiones, como la brahamánica, la antigua germánica, con su crepúsculo de los dioses, o el zoroastrismo.

—Pero el Apocalipsis trata sobre todo del fin del mundo, ¿no es cierto? —aventura Medina.

—Tiene razón. Del fin del mundo y de las señales que lo acompañarán, de las batallas finales que tendrán lugar entre el Bien y el Mal. Pero al tratarse de una visión, las señales no están claras. Su precisión no es matemática y los autores deben recurrir a imágenes y símbolos literarios en un intento de que sus lectores, la gente sencilla a la que se dirigen, puedan entender lo escrito. Este tipo de revelación es siempre críptica y misteriosa, e implica la creencia en Dios. Eso si hablamos del cristiano-judaísmo y de los musulmanes. En otras religiones podríamos referirnos incluso a símbolos de dioses opuestos, representantes del espíritu y la materia como expresiones del pecado y la virtud.

Como muchos profesores y eruditos, Serrano tiene la tendencia a devanar la madeja de sus conocimientos y a irse por las ramas, encantado de escucharse a sí mismo y recitar delante de un profano todo lo que sabe del tema, que sin duda es mucho. Medina intenta centrarle en lo que le interesa. Lo que el asesino ha escrito.

—La primera nota, por ejemplo: «El mal se mostrará como si fuese bueno, y el bien como si fuese malo», ¿qué podría significar exactamente?

—No hay nada exacto en las revelaciones. Ya veo que no sabe usted de qué le hablo.

Como queda dicho, esa frase le duele. Medina tiene su orgullo y no le gusta quedar por memo, aunque a veces le toque serlo, como a todos.

—Pues dígamelo usted, para eso hemos venido.

El coadjutor percibe enojo y rebaja el tono doctoral.

—En la mayoría de los Apocalipsis la historia aparece dividida en dos edades —aclara—. La presente, llena de imperfecciones, donde impera el mal, y la futura, idílica y paradisíaca, en la que surgirá una especie de enviado de Dios dotado de poderes sobrenaturales. Un salvador para arreglar el caos y derrotar al mal.

—¿Pero por qué tendrían que confundirse el Bien y el Mal como da a entender la primera nota? —insistió el agente.

—Eso es sencillo de conjeturar —dice el clérigo— si nos atenemos a otro personaje apocalíptico en la tradición monoteísta. El Anticristo, que recibe también otros nombres, como Hijo de la Perdición o de la Iniquidad, el Impío, el Impúdico, la Bestia. Este personaje vendrá como un ser extraordinario y salvador. Hará milagros y mucha gente le seguirá porque le confundirá con el verdadero Hijo de Dios o Mesías. Podrá hacer todo lo que hizo Cristo, menos resucitar a los muertos. Solo los muy justos resistirán a su llamada. La tradición musulmana dice prácticamente lo mismo: los traidores serán considerados hombres de confianza y a los mentirosos se les dará la razón. El Mal parecerá ser el Bien, los hombres querrán ser mujeres y las mujeres, hombres, y los malos se confundirán con los buenos. Ese es el sentido del mensaje.

—Bien, ¿y qué nos dice del segundo mensaje?: «Antes que el oro será otra vez el hierro y el fuego purificador de la Edad Oscura».

El cura Serrano divaga un poco hasta cuadrar la cuestión en la austeridad claustral y relajante del despacho.

—La Edad de Oro es algo que vendrá con el triunfo del Bien, después de que el mundo haya agotado su maldad —dice el clérigo—. San Juan lo describe con palabras muy hermosas: «Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva. Pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron…». Lo llama la Nueva Jerusalén, que bajará del cielo. En ella no existirá la muerte, ni el dolor, ni el llanto ni la pena. Todo eso será, naturalmente, para los elegidos, porque los otros, los cobardes, los infieles, los aborrecibles, asesinos, fornicadores, envenenadores, idólatras y mentirosos, tienen asegurada una segunda muerte en el pantano ardiente de fuego y azufre. Se lo estoy citando casi textual.

—¿Y el hierro?

—Es una referencia a la Edad de Hierro o Edad Oscura. En ella estaríamos ahora. Es el tiempo de los conflictos, las guerras, la subversión de los valores y el triunfo de la impureza.

—¿Y por eso, después del hierro vendrá el oro? La edad dorada.

—Sí. Eso encaja. El autor griego Hesíodo predice en sus escritos el desastre cuando los malhechores tengan preferencia sobre los justos y no exista el pudor. Entonces los dioses abandonarán a los hombres y a los mortales solo les quedará el sufrimiento. No habrá remedio para el Mal. Según los antiguos griegos, la Edad de Oro precede a la de Hierro actual, por eso creo que el autor de la nota se refiere a la tradición judeocristiana.

—O musulmana.

—Podría ser musulmana, en efecto. Veo que ahora me ha entendido bien.

Lo afirma con un punto de orgullo profesional. El del maestro que sabe explicar las cosas a los alumnos ignorantes. Pero para Medina, en el fondo, todo eso son lucubraciones y patrañas, un desvarío ante la infelicidad del mundo. No se hace ilusiones. Somos malos ahora, lo hemos sido antes y lo seremos luego.

Comentan la tercera nota: «Prepárate para el Armagedón y la sombra del Mesías, el Gran Impostor. El reino de la gran burla».

Lo de Armagedón a Medina le suena de la Biblia, pero la sombra del Mesías y el Gran Impostor parecen términos contradictorios. El coadjutor le explica:

—Armagedón pertenece a la religión cristiana. Es el campo de batalla donde los ejércitos de los reyes de la Tierra, dirigidos por el Diablo y su falso profeta, el Anticristo, se enfrentarán a Jesucristo y sus seguidores. El islam también cree en una pelea final similar, lo llama la Gran Batalla, y sitúa a los defensores del islam en el oasis de Guta, cerca de Damasco. Seis años después de la batalla los fieles tomarán Medina, y un año más tarde aparecerá el Anticristo. Como ve, todo es muy simbólico y sujeto a multitud de interpretaciones. Armagedón puede estar en cualquier sitio.

En cuanto a la sombra del Mesías y el Gran Impostor, el experto apocalíptico interpreta que son lo mismo. Dos nombres distintos para designar al Anticristo.

«Por tanto, lo que el asesino estaba diciendo —reflexiona Medina— es que nos preparemos para la catástrofe final. La que él mismo estaba preparando. Zaldívar podría tener razón».

—¿Y lo del reino de la gran burla?

—Tiene que ver con lo que le he dicho antes. Si el Anticristo se hace pasar por el Mesías, los buenos son perseguidos y los malos embaucan a la gente para que les tomen por buenos y les sigan, entonces el mundo está al revés y se convierte en una gran burla.

—Puede que siempre haya sido igual.

—La fe nos enseña que al final ganarán los buenos.

Medina se guarda de proclamar sus dudas y le pregunta al clérigo si se arriesga a hacer un perfil religioso de la persona que ha escrito las notas.

—No me atrevo —responde—. Eso es cosa de ustedes. Podría señalarles una vía incorrecta.

—Inténtelo.

Lo piensa unos momentos.

—Un exaltado, sin duda. Alguien que ve maldad por todas partes, descontento con el mundo. Posiblemente, un fanático religioso o de alguna secta deseoso de demostrar su poder, pero evidencia conocimientos bíblicos que coinciden, en parte, con los del islam.

—O sea, un alucinado. Un psicópata, un ultra religioso.

—Muy probable. Quizá si me dejara esas notas podría hacer un estudio más a fondo del significado, pero me llevaría unos cuantos días.

Medina le dejó las notas a Serrano y le dio las gracias advirtiéndole que todo lo hablado era confidencial, por supuesto, y el coadjutor acompañó a los agentes hasta la salida. Pasando por el esbelto corredor que rodeaba el patio central, bajaron la escalera de losas gastadas por el tiempo hasta el atrio de acceso al edificio. Una empleada, parapetada tras un mostrador, era la encargada de cobrar una pequeña cantidad al público que visitaba el recinto.

—Le avisaré si descubro en las notas algo más que pueda interesarle —dijo el coadjutor al despedirse.

Medina sacó una tarjeta.

—Aquí le dejo mi número de móvil para cualquier cosa.

Volvió a insistirle en lo del secreto, y Serrano pareció molesto. El coadjutor se despidió con un seco adiós.

Ya en la calle, Berta le preguntó a Medina.

—¿Qué te ha parecido?

—Ese hombre sabe tela —bromeó su compañero.

—Pero nuestro asesino sigue suelto.

—Estamos ante un fanático religioso. El cura lo ha dejado bien claro.

Medina hizo un alto para llamar por el móvil a Zaldívar, que no contesta. Antes de desconectar, el agente le deja un mensaje en el buzón de voz.

—Hemos hablado con el experto y creo que no vas descaminado. Puede existir la conexión. Pero no hay evidencia.

Al pasar por la plaza de Bib-Rambla, Medina y Berta se obsequiaron con un carajillo de anís del Mono que les entonó el ánimo. Hacía calor y aún tenían que indagar lo de la vidente.