Veintiocho

Instalado en su mesa de la comisaría de Granada, el inspector Varela podía darse cuenta de los apuros del comisario Ayala. Telefonazo va y viene, guarecido en su despacho acristalado, parecía un pez atrapado en la pecera, y sus estallidos furiosos de cabreo, cada vez que dejaba el teléfono, eran perfectamente audibles por todos los policías presentes. Varela, un profesional donde los hubiera, apreciaba al comisario, sobre todo porque lo consideraba un alma gemela en muchos aspectos. Para empezar, la vida familiar. Si el divorcio había dejado hecho polvo al inspector, el matrimonio de casi treinta años de su jefe con la misma señora tampoco era para echar cohetes. Sabía que Ayala se enzarzaba con frecuencia en discusiones telefónicas con su mujer que lo dejaban para el arrastre, y los comentarios sarcásticos de su superior, cuando salía a colación el tema conyugal, eran un largo muestrario de expresiones misantrópicas. Además, aunque Varela había tenido desgracia con los hijos, que su ex mujer se había llevado, la situación del comisario con los suyos tampoco parecía ser muy feliz. La hija mayor había dejado colgada la carrera de Sociología y se había echado un novio sin trabajo fijo que le sacaba veinte años y era divorciado. De los otros dos hijos, uno estudiaba Periodismo, pero era un vago; y el otro acababa de terminar el instituto, aunque lo único que parecía gustarle era el rock heavy y el botellón con los amigos los fines de semana, sin perdonar ni uno. Actividades que Ayala consideraba bastante preocupantes si iban unidas y se prolongaban demasiado. Lo comentó con un psicólogo de la policía, pero este le dijo que no, que era la edad. Cuando el comisario objetó que su hijo solo tenía dieciocho años, le daba al alcohol de garrafón y las ojeras de los lunes le llegaban a la planta de los pies, el psicólogo le recomendó dejarlo correr, que eran cosas de la juventud y que si al chaval le gustaba el fútbol, ya era muy buena señal y se podía dar con un canto en los dientes. Que había casos mucho peores. «Además —apostilló—, ya es mayor de edad y puede hacer lo que quiera. Si te metes en su vida, quedarás como un padre ogro, un tipo proclive a la violencia doméstica. Un carca y un carroza. La cagarás».

Ayala había decidido reconcentrarse en el trabajo para no pensar demasiado en las miserias cotidianas, lo mismo que otros beben para olvidar y acabar de una vez, aunque a él siempre le había parecido que cuando uno empieza a beber para matarse es que en realidad ya está muerto por dentro. Menos mal que en su caso había tenido suerte. Su mujer no le había puesto los cuernos, ni era derrochadora o ludópata, y se llevaba bien con sus hijos, que tampoco le habían salido drogatas. ¿Qué más se podía pedir en estos tiempos de turbamulta, cuando la gente se mete en el cuerpo hasta líquido de frenos, se despelleja mutuamente, y deja que los políticos sean los reyes absolutos del mambo?

Todos en la brigada sabían también que la salud del comisario no era buena, y que sufría de ardor de estómago y dolores de cabeza combinados con pinchazos al hígado, lo que influía en sus cambios de humor, como le ocurriría a cualquiera en tales casos.

Varela oyó un fuerte golpe en el interior de la pecera acristalada. El comisario había estampado el teléfono contra la mesa del despacho. Los peces gordos no habían dejado de llamarle en toda la mañana y el pobre hombre parecía más jodido que de costumbre.

La última llamada había sido de la directora de Seguridad de la Junta de Andalucía. Ayala hizo un esfuerzo para ser lo más atento posible con aquella buena mujer, seguramente digna madre y abuela, que antes de ser nombrada para el alto cargo había trabajado en una rama administrativa del turismo regional, y lo único que sabía de la policía era lo que había visto en las películas norteamericanas que ponían en la televisión.

—Cuatro muertos ya, comisario.

—No, señora, tres.

—¿No le parece que son muchos?

—Sí, señora.

—¿Y qué están haciendo? ¿Tiene ya algún sospechoso?

—Todavía no.

—¿Pistas?

—No descartamos ninguna posibilidad.

—Yo diría, por lo que me han contado, que tenemos un asesino en serie.

—Ya le he dicho que barajamos todas las posibilidades.

—Hay que evitar que cunda el pánico. Sabe usted de sobra cómo afectan estas noticias de la inseguridad ciudadana, y cómo las explota la oposición.

Ayala guardó un prudente silencio. A él, en el fondo, le importaban un huevo el gobierno y la oposición. Solo era un funcionario del Estado al que le pagaban por hacer su trabajo. Incluso por el hecho de ser funcionario, cobraría lo mismo todos los meses lo hiciera bien o mal. Había superado con creces los cincuenta años y aunque cada vez entendía más de qué iba el mundo, cada vez le interesaba menos el resultado. Lo que eso quería decir estaba claro: cuanto antes se jubilase y se comprara una caña de pescar y un apartamento en la costa a plazos, mejor.

—Comisario, necesito un informe completo.

—Le he mandado ya dos.

—Sí, pero ahora quiero que me envíe un resumen de todo. Es para enseñárselo al presidente de la Junta. Me lo ha pedido en persona. Per-so-nal-men-te.

—No se preocupe.

—Lo antes posible.

—Se lo haré llegar hoy mismo.

—A ver si puede ser antes de las cuatro. El presidente tiene esta larde una inauguración en Matalascañas y tengo que verle antes.

Ayala llamó por el interfono a Sara Lozano, su subinspectora preferida, quizá porque inconscientemente la veía como quisiera que hubiera sido su hija antes de que abandonara el techo familiar y se marchase a la aventura con el novio. Tranquila, alegre, juvenil, con ilusión por aprender y dedicada a algún menester serio. Pensó que, a la larga, la vida era una gran estafa, como una ruleta en la que la banca siempre gana. Pero hay que jugar para no aburrirse demasiado mientras las horas y los días van pasando, a sabiendas de que vas a perder. Aunque la derrota sea segura, se trata de apurarla lo más lentamente posible. Alargar las bazas y jugar sin prisas.

Otra vez le empezaban los pinchazos en el hígado y se tomó una pastilla a palo seco. Joder, joder.

—Tres muertos —Ayala le señaló a Sara los periódicos—. Y la prensa ha entrado a todo trapo. La noticia ya está en la calle. Hasta Interviú creo que saca algo esta semana.

—Han estado por aquí un periodista y un fotógrafo de El Ideal, querían entrevistarle.

—¿Qué les has dicho?

—Que estaba reunido y que hablaran con los de la Oficina de Prensa.

—Bien hecho, Sarita.

El comisario reflexionó meditabundo, mientras doblaba y desdoblaba unos papeles que había cogido de la mesa.

—Esto es lo único que tenemos. Tres malditas notas. Como si encima ese cabrón quisiera reírse de nosotros.

—Debe de ser un psicópata.

—Primer muerto. El propietario de una tienda de chucherías morunas. El hombre era de Ceuta, musulmán, Ibrahim no sé cuántos. La nota: «El mal se mostrará como si fuese bueno, y el bien como si fuese el mal». Le abrieron la cabeza, y le añadieron la estocada. La marca de fábrica del que se lo cargó.

—Como los otros.

—Segunda muerte: la mendiga.

El comisario leyó despacio uno de los papeles que había cogido antes.

—La nota decía algo del dios Odín y una frase: «Antes del oro será otra vez el hierro y el fuego purificador de la Edad Oscura».

—Mismo modus operandi.

—No me salgas con latinajos, Sarita. Tercer muerto: el cura del Salvador. Y la nota dice: «Prepárate para el Armagedón y la sombra del Mesías, el Gran Impostor. El reino de la gran burla».

—Tres muertos y tres notas. Los tres en el Albaicín.

—Eso ya lo sé. Pero ¿qué coño significan las notas? Y qué me dices del estoque. ¿Quién va por ahí estos días matando con un estoque?

—Tenemos una pista.

Ayala asintió. La cabeza empezaba a dolerle, pero por lo menos la pastilla parecía haberle aliviado el hígado. La pista a la que Sara se refería era un tacón de bota que habían encontrado en las proximidades de la iglesia del Salvador, en la bajada de la calle de Panaderos hacia la plaza Larga.

—Que los del laboratorio lo examinen bien, y rapidito. Me imagino que la prensa de eso no sabe nada.

—Que yo sepa, no.

—Ni una palabra a nadie, Sara, por favor.

Por el cristal del despacho el comisario vio que Varela le hacía señas, como si quisiera informarle de algo. Con un gesto de la mano le indicó que pasara.

—Hostia con el cura Morales —dijo el inspector.

—¿Qué pasa ahora?

—Tenía antecedentes.

—Deliras.

—Como lo oye, comisario. La Guardia Civil le detuvo, hace siete años, en el pueblo de Zamora donde estaba de párroco. Por posesión de hachís. Le pillaron un buen taco.

—¿Traficaba?

—Agárrate. Cuando lo detuvieron era capellán voluntario en la cárcel de Topas, en Salamanca. Así es que ya te puedes imaginar. Los reclusos le adoraban. Él dice que lo hacía por caridad cristiana.

A esas alturas a Ayala no le extrañaba nada. Un cura haciendo de camello. ¿Por qué no? Joder, joder.

—Eso nos da un motivo añadido —intervino Sara—. Un lío de droga.

—Necesito que me averigües algo más sobre el cura Morales. Si le juzgaron…, cómo acabó en Granada…, si ha vuelto a tener contactos con las cárceles…, qué piensan de él los del obispado. ¡Ah!, y una lista de los presos en Topas durante el tiempo que estuvo allí de capellán. Con cuáles tenía más trato. Habla con el director.

—Descuida.

—Otra cosa. Lo de las notas parece que va de esoterismo, pero nosotros de eso no entendemos. ¿O sí?

Sara y Varela confirmaron su ignorancia quedándose callados.

—¿Hay alguien en la brigada que sepa algo de esto? ¿Quién cojones podría decirnos algo?

—Armagedón —dijo Sara— tiene que ver con el juicio final. Lo recuerdo del Evangelio. Y luego está lo del Mesías. Yo diría que suena a chifladura religiosa.

—Bien. Encárgate tú. Convendría entrevistar a un experto en teología. Mejor un clérigo.

Varela se removió inquieto en una silla.

—Si me permites, comisario, creo que no estaría demás tantear otras facetas del caso.

—Explícate.

—Hay por ahí una mujer, una tal Graciana. Dicen que es adivina y maneja una especie de culto raro en el Sacromonte. También habla de enviados.

—¿Cómo te has enterado?

—Lo sabe media Granada. Es vox pópuli. Dicen que va a consultarla gente de mucho dinero para que les lea el futuro y les quite el mal de ojo.

—¿La conoces?

—No. Pero está localizada. Podríamos verla cuando quieras.

—Hoy. Esta tarde. Aquí.

Volvió a sonar el teléfono de Ayala. Era el subdelegado del Gobierno. Sara y el inspector hicieron ademán de irse, pero el comisario les indicó con una seña que se quedaran. No tenía nada que ocultar y prefería que hubiera testigos.

—Usted dirá.

—Antes de empezar a divagar, comisario, ¿estamos ante un asesino en serie?

—¿Una especie de Jack el Destripador o algo así? No lo sabemos.

—No me joda. ¿A estas alturas me sale con esas? ¿Ni siquiera sabemos a qué tipo de asesino nos estamos enfrentando?

—Tranquilícese. Cuando lo sepamos habremos resuelto la mitad del caso.

—Sé que están haciendo todo lo posible, pero no se ofenda si le digo que quizá esperaba que me hablara de algún avance concreto.

—Tenemos las notas que el asesino dejó en los cadáveres, tres en total. Estamos trabajando en ellas.

—¿Le dicen algo?

—Son muy raras. Parece cosa de sectas o algo parecido.

—Escuche, comisario. Esto no se nos puede escapar de las manos. El Albaicín es el barrio más famoso de España, y la gente de Granada está todavía conmocionada por lo del terremoto. Si se extiende el pánico, estamos jodidos. ¿Hablo claro?

—Lo comprendo.

—Una sola cosa. ¿Es usted capaz de garantizar la seguridad del barrio?

—No.

—¿Cómo dice?

—Nos enfrentamos a un asesino desconocido en una ciudad de trescientos mil habitantes convulsionada por un terremoto. Muchos de ellos indocumentados o forasteros. Hasta ahora ha matado en el Albaicín, que, como usted sabe, es un laberinto de callejuelas, una auténtica casba moruna, pero puede matar en cualquier parte, y lo mismo le da mujeres que hombres. Tres asesinados: un musulmán, una mujer pobre y marginada, y la tercera víctima, un cura católico. Esto parece sugerir un patrón de signo sectario o religioso, pero también podría existir un nexo común entre los muertos y el asesino. Todo eso es lo que estamos averiguando, trabajando con toda la rapidez posible.

—Bueno —contemporizó el subdelegado—, no he pretendido decirle que no sabe cuál es su trabajo. Pero será preciso vigilar más. La seguridad pública ante todo.

—¿Puedo contar con refuerzos? Nos vendría muy bien que enviaran unos cuantos agentes desde Madrid —dijo Ayala.

Se produjo un silencio incómodo en la línea y, por fin, el subdelegado dio con la panacea para despejar el asunto y dejar incólume su autoridad. Dijo:

—Envíeme un informe.

—Hoy mismo.

—Para hoy mismo no, para ahora. Detallado y diario. Todos los días. Quiero estar al tanto de todo. Sospechosos, estado de las investigaciones o posibles pistas. La ciudad todavía no se ha repuesto del terremoto y ahora encima esto.

—Como usted diga.