Desde niño, al padre Morales le había dado miedo la oscuridad. Todavía ahora, que ya era varón provecto, le repelían los recintos sombríos o en tinieblas, y jamás dormía por la noche sin dejar encendida una lamparilla o una vela en su habitación. Pero el padre Morales era célibe y dormía sin compañía por las noches. Por eso, solo él en la Tierra y el Creador en los cielos sabían de esa inveterada manía suya. Gracias a Dios.
Sumido en sus tareas de conservación de la iglesia del Salvador, en la parte alta del Albaicín, humilde resto cristianizado de lo que fuera la Mezquita Mayor de ese barrio de Granada, el cura Morales se apresuraba en sus tareas de celador y conservador de la vetusta y venerable edificación, encomendada por decisión de la diócesis a sus cuidados. Le molestaba que cayera la noche antes de terminar el trabajo, algo que estaba a punto de ocurrir.
El lugar a su cargo, situado en la plaza del mismo nombre, al final de la cuesta del Chapiz, próximo al cerro del Aceituno, había sido templo principal de todo el Albaicín y tenía mucha historia a sus espaldas. El afamado cardenal Cisneros la consagró al culto como parroquia, y con ese siervo de Dios no eran posibles las medias tintas. O cristiano o morisco; pero si morisco, mejor agarrarse y atenerse a las consecuencias. No en vano la cruz y la media luna habían pasado cientos de años a la greña sobre el solar hispano.
Las huellas de la vieja mezquita original eran todavía bien visibles pese a la metamorfosis impuesta por cinco siglos de cristiandad en la nave de la iglesia, sustentada por arcos de medio punto, y el antiguo patio de las abluciones. Donde antaño florecieron el naranjo y el limonero para gratificar los sentidos de los musulmanes que acudían al rezo, ahora solo quedaba un patio insignificante de tierra adosado a la iglesia y rodeado de arquerías bajo las que se conservaban, como residuos incongruentes, fragmentos de las otrora orgullosas columnas.
El Salvador era una iglesia inacabada y todavía en reconstrucción, de cuyas obras en curso daban evidencia la modesta nave única y las carretillas, andamiajes, tablones y sacos de cemento repartidos por el patio. La traza primera, allá por el siglo XVI, cuando el templo había sido declarado colegiata para instruir en el catecismo a los musulmanes, incluía otras dos naves laterales, pero la rebelión de los moriscos, sofocada a sangre y espada, paralizó las obras, y la colegiata hubo de resignarse al sobrio y modesto papel que le correspondía.
Tampoco puede decirse que la naturaleza o las fiebres de la política respetaran mucho al templo. A mediados del siglo XVIII lo sacudió un terremoto, y en los dos siglos posteriores no escapó a los efectos de las desamortizaciones ni a los incendios vengativos de quienes, ya en el siglo XX, dieron rienda suelta a su ira con la destrucción que dejó el templo en pura osamenta.
Al cura Morales, que era el encargado de ir supervisando los trabajos de reconstrucción, la triste historia del Salvador le parecía un compendio de todas las desgracias y venturas del Albaicín. El islam sustituido por la cruz, el alminar por el campanario, la mezquita por la iglesia. Las guerras y la dispersión impidieron la transformación acorde y razonable, como ocurrió en otros sitios. El templo a su cargo era un proyecto inconcluso, arrinconado por la historia y los hombres, un lugar disputado, incendiado, vilipendiado, sobre el que parecía extenderse un piadoso, o rencoroso, velo de olvido. Pero ahora al cura Morales aquello no le importaba mucho. Lo que intentaba era acabar sus quehaceres antes de que cerrase la noche porque no le gustaban nada las oscuridades, y ni siquiera las penumbras, y se había quedado solo, con la iglesia ya cerrada a los visitantes, en un edificio que le daba repelús (que Dios le perdone) porque parecía desprender una especie de aura de confrontación y discordia. Un lugar que parecía ocultar demasiadas lágrimas, iras, temores y espantos entre los semicalcinados muros que los albañiles, como si se tratara de una nueva torre de Babel, llevaban décadas reconstruyendo.
El padre Morales estaba reponiendo las velas del altar cuando oyó ruido de pasos al fondo de la nave. Se volvió y no vio a nadie. Pensó que había sido muy descuidado por no haber encendido aún las luces. El resplandor crepuscular que entraba por las cristaleras del templo permitía distinguir todavía casi todo el interior, pero sus ojos no alcanzaban los rincones ni los recodos que quedaban al fondo. Elevó la voz y preguntó:
—¿Hay alguien ahí?
Solo le respondió el batir de alas de algún ave, probablemente una paloma, que se había quedado encerrada y hacía intentos desesperados por salir al aire libre. «Mala suerte para el animal», se dijo. «Hasta mañana, ahí te quedas, palomita». Aguzó las orejas, y al poco le llegó otra vez el ruido de pasos sobre las losas. Distinguió una sombra en movimiento que se ocultó detrás de una columna, y de nuevo preguntó:
—¿Quién anda por ahí?
Y al no recibir respuesta y estar seguro de que había alguien en la iglesia, no dudó en dirigirse al cuadro de luces que iluminaba todo el interior, incluyendo el altar.
A punto de alcanzarlo, resonaron en la concavidad de la techumbre de la nave unas pisadas recias, posiblemente botas, calzado rígido en todo caso. Volvió a escudriñar el fondo de la nave y las sombras que rodeaban la columna donde el advenedizo parecía haberse ocultado, mientras se aproximaba a los interruptores. El instinto le advirtió que no debía de dar la espalda al intruso que había invadido su iglesia y acechaba silencioso. Ninguna intención buena. Un ladrón, seguramente. No sabía cómo tratar a los ladrones y aquello le ponía en un compromiso. ¿Debía dejarse robar o resistirse?
Ya estaba a punto de abrir el cajetín de las luces cuando las pisadas resonaron. Ahora más cercanas. El padre Morales no pudo evitar girar con rapidez la cabeza, y entonces lo vio con suficiente claridad. Un tipo alto, cubierto casi por completo con una capa larga negra, como un espadachín salido de algún lugar malévolo y aciago, procedente de algún tiempo remoto. Sin pensarlo, el cura se olvidó de la iluminación y avanzó al encuentro del extraño aparecido, que no se movió. Su actitud era de indiferencia, no de amenaza, pero su cara permanecía casi oculta por completo, embozada por la capa, y eso no presagiaba nada bueno.
—La iglesia está cerrada. ¿Qué quiere usted?
El desconocido apartó un poco la capa y dejó ver la mano derecha enguantada de negro que empuñaba lo que parecía ser un bastón. El sacerdote entonces, sorprendido, se detuvo en seco. La figura embozada avanzó hacia él y el objeto que llevaba en la mano derecha brilló en la media luz. El cura se dio cuenta de que se trataba de una especie de espada, un arma amenazadora, y que aquel loco, ladrón o lo que fuera, le estaba atacando con ella.
Sus reflejos fueron lentos. Antes de que tuviera tiempo de escapar, el desconocido se le echó encima y sintió la dureza y el dolor del acero penetrándole las vísceras. Lo último que se llevó de este mundo fue la imagen borrosa y desembozada de su asesino, que parecía sonreírle. Una especie de mueca cada vez más distante que le arrastraba a la oscuridad total.