Después de atravesar un descampado próximo a la autovía de Extremadura, en las afueras de Madrid, los dos rumanos bajaron una cuesta y se adentraron en el pequeño poblado de chabolas cobijado a los pies de una loma de tierra yerma. Eran casi las cuatro de la tarde y a esa hora se veía poca actividad en el poblado. Solo les dieron la bienvenida algunos perros esqueléticos buscando algo que roer y grupos de niños harapientos que jugaban en el canalillo que hacía funciones de calle y cloaca principal.
El conductor, Grigore, era un tipo alto y panzón, de mediana edad y cara rellena, con bigote en forma de herradura que le llegaba a la barbilla. Su compañero, al que Grigore llamaba Dan, era un joven bajo y esmirriado, de piel blanquecina.
Grigore condujo despacio el coche y lo detuvo al llegar a la puerta de una chabola de paredes de ladrillo a la intemperie y techo de uralita, de cuyo interior salía el ruido de una televisión en marcha.
Dan se quedó fuera y Grigore empujó una débil puerta de maderas claveteadas y entró en la choza. Había una televisión grande de buena marca, una estufa con chimenea y un agujero cuadrado en la pared que podría pasar por una ventana. De una de las paredes de ladrillo desnudo colgaba la lámina de una Virgen de Murillo.
—¿Quién es? —preguntó la voz de alguien que estaba sentado de espaldas a la puerta viendo la televisión. Sobre un par de camastros, el rumano captó dos bultos humanos inmóviles. Posiblemente, durmiendo.
—Soy yo, papa —dijo Grigore.
Sentado con las piernas muy abiertas en el sillón de mimbre que le servía de trono familiar, el que estaba viendo la televisión se encaró con el recién llegado.
—¿Qué te trae por aquí?
—Ahí tengo un coche —dijo el rumano—. Un citroën grande. Calentito.
—¿Estás seguro?
—No engaño, papa.
—Más te vale.
El llamado papa zarandeó uno de los catres en el que dormía Antonio, uno de los hijos.
—Vete con el rumano a ver qué trae. Yo no salgo.
Antonio, un joven gitano melenudo, de gesto prevenido y rostro afilado, se levantó sin decir palabra y salió de la chabola con el rumano. Fuera esperaba Dan con el coche, un C5 azul oscuro.
El gitano repasó con ojo experto la carrocería y los cristales y tanteó las ruedas.
—Guapo, ¿sí? —dijo Grigore.
Antonio no contestó y le pidió las llaves. Arrancó y el motor parecía ir como la seda. Luego bajó, y cuando abrió el maletero en la parte de atrás, dio un bote y saltó como si hubiera pisado una víbora.
—¡Puta que os parió! ¿Esto qué es?
Grigore y su compañero se acercaron a mirar. En el fondo del maletero vieron el objeto de la sorpresa. Una maleta metálica amarilla, de tamaño mediano, cerrada herméticamente con doble cierre de seguridad.
—¿De dónde lo habéis sacao? —dijo molesto Antonio. Era supersticioso y el amarillo le daba mal fario.
—La cogimos en Móstoles, cerca de un restaurante. El dueño debía de estar comiendo.
Con cuidado tiraron de un asa y arrastraron la maleta para verla mejor a plena luz. En la parte delantera vieron algo que a Antonio le pareció una calavera, y a falta de madera que tocar se llevó la mano a la entrepierna para ahuyentar el gafe. Grigore lo tranquilizó.
—No es una calavera. Parece un trébol. Da buena suerte.
Examinaron el dibujo con más cuidado. Eran tres triángulos negros con un punto también negro en medio, la palabra «Radioactive» debajo, y encima, en letras grandes, otra palabra: TROXLER.
—¿Esto qué pollas es? —volvió a preguntar el gitano.
Nadie lo sabía, pero la maleta pesaba y seguro que no eran piedras. La curiosidad podía más que la prudencia y estuvieron a punto de abrirla a golpes.
—Esperad. Voy a por un mazo y vuelvo —dijo Antonio, mientras los dos rumanos seguían examinando la maleta como si se tratara de un bulto extraterrestre, sin explicarse de dónde podía venir aquello.
—No me gusta —habló por primera vez Dan—. Ahí dice Radioactive, y eso quiere decir radiaciones, algo que da cáncer y te deja sin pelo.
Grigore dudaba. Se lo estaba pensando cuando apareció Antonio con su padre. Con aire receloso y astuto, el papa examinó por su cuenta el artefacto y decidió que era mejor no tocarlo. Con buen criterio decretó que, ante la duda, lo mejor sería deshacerse de la extraña caja cuanto antes.
—No quiero cosas raras en mi casa —sentenció.
Miraron en la guantera y sacaron la documentación de propietario del coche. Miguel Salinas Bueno, ingeniero industrial, con domicilio en la calle de Antonio Machado.
—Ahora mismo cogéis el coche —les dijo a los rumanos— y os lleváis esto lejos de aquí. Dejadlo por ahí. Con coche y todo.
—El coche sí que no —dijo Grigore—. Está nuevecito.
Antonio se mostró de acuerdo. El citroën estaba recién comprado y le podrían sacar un dinero, hubiera lo que hubiese en la maleta. Entre el padre y el hijo discutieron la cuestión, con los dos rumanos a la expectativa. Finalmente, el papa decidió.
—Dejáis la maleta en cualquier parte y volvéis con el coche. Luego arreglamos cuentas.
Y así fue como la maleta amarilla en forma de caja, con la fuente radiactiva encapsulada en su interior, apareció milagrosamente dos días después, hallada por uno de los vecinos, en el contenedor de basura de un centro de formación profesional de Leganés. Aunque los bomberos comprobaron que no había radiación en la zona, inmediatamente se procedió a desalojar el centro y se trasladaron al lugar dos inspectores del Centro de Seguridad Nuclear y un supervisor de la empresa propietaria del objeto, que se llevaron la maleta con rumbo desconocido.
El anuncio del hallazgo provocó un pequeño barullo en los medios de prensa que resultó pronto acallado por noticias mayores. Cuatro días después, un joven rumano esmirriado al que llamaban Dan, fichado por robo en varias ocasiones y que siempre había podido eludir la cárcel, apareció muerto en el vertedero de Colmenar Viejo. Tenía dos disparos en la cabeza.
Solo semanas más tarde la policía averiguó que el tal Dan había muerto por una discusión de dinero a cuenta de la venta de un citroën robado.