Al entrar en el piso y cerrar la puerta, a Berta se le cayeron las llaves al suelo. Iba a recogerlas cuando sintió sobre ella el aliento agrio de su compañero. Todavía con la luz apagada, Medina la arrinconó contra la pared del pasillo y Berta no se resistió. Luego la fue empujando hasta que terminaron rodando en el sofá, los ojos como ascuas, ronroneando como gatos en celo, mientras se despojaban de la ropa con movimientos compulsivos, cada vez más arrebatados. Cuando estuvieron desnudos, Berta le ofreció la espalda, y él frotó los pechos con las manos, saboreó sus hombros y sintió sus caderas tensas, sus muslos lustrosos y un volcán de aromas en la piel que degustó despacio, antes de entreabrirle la vulva húmeda con el glande y penetrarla con placer. Ya encajado, ella le pidió moverse más, y él empujó fuerte, hasta sentir eclosionar el flujo y advertir el acelerado palpitar en las entrañas de Berta, poco antes de percibir su gemido suave como un murmullo ansioso y exigente. Fundidos, ella se volvió para que él explorase despacio su cuerpo con la lengua, prolongando el goce relajado entre los pechos y la entrepierna, hasta que los latidos del corazón se fueron amortiguando y se debilitaron en un abrazo de todo el cuerpo con los últimos espasmos.
—Te has olvidado de recoger las llaves del suelo —bromeó Héctor, pasados unos minutos de intimidad silenciosa.
—¿Eso quiere decir que has terminado ya? —susurró Berta—. ¿O es que tú también necesitas viagra?